Remigio, mapa de la violencia

Imagen tomada de la Revista Fill.

Por Hugo Armando Arciniegas Díaz[1]

En Imaginación y violencia en América (1970), el escritor argentino Ariel Dorfman incluye un capítulo titulado “La violencia en la novela hispanoamericana actual”. Su lectura ofrece las claves necesarias para la comprensión del concepto de ‘violencia’ en la literatura hispanoamericana. Para Dorfman, la violencia es “el modo habitual de defenderse, el método que está más a mano, el más fácil, a veces el único” (Dorfman, p. 12). Es decir, en una narración los personajes usan la violencia, bien cuando ya han agotado toda otra forma de defensa, o bien cuando, condicionados por su cultura, no conciben inicialmente otra forma de defensa distinta de la violencia.

En el mismo orden, conforme su etimología, el término ‘violencia’ proviene del latín violentia, cualidad de violentus, esto es, –vio: fuerza, y –lentus, que como sufijo tiene valor y sentido de continuidad. En consecuencia, el adjetivo ‘violento’ se usa en referencia de aquel que emplea continuamente la fuerza, ya en defensa propia, ya como forma de ataque en contra de sus semejantes. Sin embargo, en la literatura hispanoamericana, de acuerdo con Dorfman, toda forma de ataque es en sí misma una forma de defensa. Los personajes de la narrativa hispanoamericana son víctimas de la violencia, y por esto se justifica el que ellos, a su vez, sean violentos (Dorfman, 1970, pp.12-13).

Cabe aclarar que bien el ensayo de Dorfman se llama La violencia en la novela hispanoamericana actual, ello no impide que en él acuda a ejemplos tomados de cuentos. Dorfman halla, además de en numerosos novelistas, como Leopoldo Marechal (1900-1970), Gabriel García Márquez (1927-2014), Mario Vargas Llosa (1936), Carlos Fuentes (1928-2012), entre otros… Dorfman halla también, digo, personajes y situaciones violentas en cuentistas como Jorge Luis Borges (1899-1986), Julio Cortázar (1914-1984) o Juan Rulfo (1917-1986), por solo citar algunos.

Ahora bien, en el citado ensayo, publicado por vez primera en el año 1970, Dorfman deja de lado un escritor hispanoamericano cuyos cuentos son, esencialmente, violentos. Hablo del cuentista chileno Baldomero Lillo (1867-1903), gran exponente del naturalismo y del realismo social en su país. La ausencia de Lillo en la obra de Dorfman se justifica en tanto los análisis de este recaen sobre publicaciones posteriores a las de aquel. Pero, no obstante, muchos de los planteamientos de Imaginación y violencia…, planteamientos de la violencia como consecuencia de las condiciones socioculturales que envuelven a los personajes, son perfectamente útiles a la hora de abordar la obra de Lillo.

Si se tiene en cuenta que todo nuevo momento de la literatura siempre llega encabalgado sobre el anterior, esto es, tanto sobre el tratamiento de sus temas como sobre sus formas de narrar, se entiende que narraciones de mitad del siglo XX guarden semejanza con narraciones publicadas a comienzos de ese siglo. Y se entiende con ello, también, cómo no resulta inapropiada la aplicación de la teoría de Dorfman a, por ejemplo, las colecciones de cuentos tituladas Sub-terra y Sub-sole, de Baldomero Lillo, publicadas en 1904 y 1907, respectivamente.

Tanto Sub-terra como Sub-sole, sin que se deje de lado la colección de Los relatos populares, publicada en 1947, más de dos décadas después del fallecimiento de su autor, son obras que contienen narraciones en las que está presente la violencia. Sub-terra, por ejemplo, en las Obras completas (1928) que edita la Editorial Nascimiento, cuenta con trece narraciones: “Los inválidos”, “La compuerta número 12”, “El grisú”, “El pago”, “El chiflón del diablo”, “El Pozo”, “Juan Fariña (leyenda)”, “Caza mayor”, “El registro”, “La barrena”, “Era él solo”, “La mano pegada” y “Cañuela y Petaca”.

Es preciso decir que a los anteriores trece cuentos los unifica el espacio en el cual se desarrollan: las minas carboníferas de Lota, en la Provincia de Concepción, Chile. Algunos de estos cuentos tienen lugar dentro de las propias minas, o bien en sus inmediaciones (“Los inválidos”, “La compuerta número 12”, “El grisú”, “El chiflón del diablo”, “Juan Fariña” y “La barrena”), mientras que otros se desarrollan en la aldea o en el bosque más próximos a las minas, es decir, más próximos al ambiente violento de las minas (“El pozo”, “Casa mayor”, “El registro”, “La mano pegada” y “Cañuela y Petaca”).

Y si se considera que a los cuentos de Sub-terra los unifica el ambiente de las minas de carbón, se tiene con ello que a tales cuentos los liga la violencia. El ambiente de las minas de carbón no es otro más que el de la violencia. Tal es el caso, por ejemplo, de “El pozo”, cuento en el que dos personajes mineros, Remigio, un carretillero “moreno, pálido, delgado” (Lillo, 1928, p.156), y Valentín, un barretero “de anchas espaldas y fornido pecho” (Lillo, 1928, p.154), se disputan las atenciones de Rosa, una muchacha “con toda la frescura de los dieciséis años y la suave y cálida coloración de la fruta no tocada todavía” (Lillo, p.151).

En “El pozo”, Remigio, de aspecto físico el narrador describe de forma maltrecha, al menos en contraste con la forma en que describe el aspecto seductor de Valentín, no soporta su derrota en el juego por la atención de Rosa, y de ahí que planee una violenta venganza en contra de su rival. Remigio, pues, encierra a Valentín en el pozo que, como trabajo para el padre de Rosa, labran numerosos obreros. Trabajadores que, alertados por el propio Remigio, acuden en grupo en “ayuda” de Valentín, inocentes de que, con el peso que ejercen sobre la tierra, contribuyen al hundimiento definitivo del pozo y con este a la muerte de Valentín.

De lo anterior se derivaría que el único personaje violento en El pozo es el derrotado y celoso Remigio. O aún más: se diría que la forma en que el narrador describe a Remigio presupone su inclinación a la derrota, y con esta a la toma de represalias en contra de su rival. Y, sin embargo, de esas dos afirmaciones solo la segunda sería del todo cierta. El argumento de la primera afirmación, aquella que atribuye la condición de violento exclusivamente a Remigio, es fácilmente rebatible en la medida en que Valentín, el personaje que pelea a golpes en contra de Remigio y además sorprende y acosa, de forma siempre agresiva, a Rosa… Valentín, digo, es en últimas el otro personaje violento de la narración.

A tenor de lo expuesto, se entiende que no es solo Remigio el personaje violento de “El pozo”. No obstante, sí es el personaje más complejo. Pues Valentín se reduce a un personaje seductor, un galán que, no contento con la posesión de las mujeres que corteja, presume sus “victorias” ante cuantos obreros le acompañan siempre. Rosa, por su parte, solo destaca por su belleza física. Por lo demás, su único divertimento consiste en las risas que le provocan los personajes masculinos que la cortejan. Es, por el contrario, Remigio quien brilla en el relato, gracias a las constantes descripciones sicológicas que de tal minero ofrece el narrador, descripciones que prefiguran en Remigio el carácter violento que sostiene y da vida a todo el relato.

Porque lo cierto es que Remigio, y con él la violencia que ejerce sobre la historia que se cuenta en “El pozo”, atraviesa el relato de principio a fin. Ya desde las primeras páginas, allí donde se narra el encuentro en el huerto entre Rosa y Remigio, este último, quien en principio no comprende el rechazo de Rosa, atribuye más tarde el desdén de la muchacha al cortejo que sobre ella ejerce Valentín: “— ¡Ah, perra, ya sé quién es el que te ha puesto así; pero antes de que se salga con la suya, como hay Dios que le arrancaré la lengua y el alma!”(Lillo, 1928, p.153)

Este brusco cambio de ánimo, este vaivén entre la calma y la exaltación, constituyen pues el carácter violento de Remigio. En solo un enunciado proferido por él, se hallan dos alusiones fundamentalmente violentas: el calificativo “perra”, que Remigio aplica a Rosa, y la amenaza de muerte que lanza contra Valentín. Como se ve, la amenaza la profiere Remigio ya desde el comienzo del cuento, y su ejecución llega, de manera coherente, con el final del mismo. De ahí que El pozo sea un cuento violento de punta a punta, un relato en el cual la violencia mueve los hilos de los destinos de sus personajes ya desde el principio del relato hasta su propio final.

De lo dicho se desprende que Remigio, de una forma u otra, está condicionado por la violencia. La violencia controla los hilos de su sicología y, con ella, los de su proceder. Proceder violento que le lleva, tras la ofensa y la amenaza proferidas en el huerto, a cometer un intento de abuso sexual en contra de Rosa. Para Remigio, una vez que la violencia lo ha dominado por completo, no queda otra opción para el amor sino su toma por la fuerza: “De improviso, ebrio de despecho y de deseos, dio un salto hacia la moza, la cogió por la cintura y, levantándola en el aire, la tumbó sobre la hojarasca” (Lillo, 1928, p.153).

Remigio, pues, no ama, en el mejor sentido de la palabra, a Rosa. Remigio es violento por naturaleza. Pareciera incluso que no ama porque no puede, o sea, porque su condición y su cultura no se lo permiten. Él ha sido minero desde niño, como casi todos los mineros en la cuentística de Lillo. Remigio, entonces, es un personaje que no ha tenido ni tendrá otro destino más que el de la mina, el del trabajo extenuante en la mina o en sus inmediaciones. El amor está vedado para él, quien, como Valentín, anhela la “fruta no tocada todavía” que representa Rosa, es decir, sus primeros favores sexuales, no su auténtico amor.

Como resultado de lo expresado, Valentín, quien también se halla en la escena del huerto, desea a Rosa de la misma manera, o incluso con más ardor, que su rival. Y por ello, allí donde ve cómo Remigio se hace a la fuerza con la mujer que él también desea, se lanza sobre su rival y principia con él una lucha brutal. Los dos, “silenciosos, sin más armas que los puños, despidiendo bajo el arco de sus cejas contraídas relámpagos de odio” (Lillo, 1928, 154), se atacan con todas sus fuerzas, con toda la violencia que les invade cuerpo y alma.

Tenemos en escena, entonces, a dos mineros, diferentes en su aspecto físico y en su grado de complejidad sicológica, pero idénticos en su condición de personajes violentos. Valentín y Remigio se atacan entre sí. Cabría en este punto, luego, una pregunta: si la violencia en ellos es producto del ambiente de la mina, ¿por qué no despliegan tal violencia en contra de la mina misma, o aun en contra de quienes los han condenado a tan tortuosa labor? La respuesta a este cuestionamiento es más sencilla de lo que parece: los mineros no despliegan su violencia en contra de sus opresores porque ignoran que estos, sus verdugos, son los causantes de su actual carácter violento. Desconocen el hecho de que su vida sensible, su expresión por medio de la palabra, todo, en fin, todo cuanto representa una opción de vida sosegada y pacífica, ha sido arrancado de sus pechos tal y como sus brazos arrancan, a su vez, el carbón de las paredes de la mina.

La violencia de Remigio y de Valentín no se ejerce sobre sus superiores, o sea, no se ejerce de una forma vertical, sino entre sus pares, de forma horizontal. Esto de acuerdo con la tipología de ‘violencia’ que ofrece Ariel Dorfman, a quien vuelvo ahora, en su obra Imaginación y violencia en América (1972). En tal texto, Dorfman propone un tipo de violencia “vertical”, en la cual sus participantes, de forma colectiva, se rebelan en contra de las estructuras sociales que crean y mantienen su actual situación de opresión. Y de otra parte, Dorfman presenta la violencia de corte “horizontal”, en la cual sus miembros agreden

a veces a un amigo, o un miembro de su propia familia, otras veces a cualquiera que se les cruce por el camino: su violencia no tiene, para ellos, un claro sentido social, aunque la sociedad enajenante brilla como trasfondo invisible de todos sus actos aparentemente gratuitos y triviales (Dorfman, 1972, p.26).

Como se deriva de lo dicho, Remigio y Valentín no se sirven de su violencia en contra de los opresores dueños de las minas, sino en contra de ellos mismos, o lo que es igual, aplican su violencia entre sus pares y de forma horizontal. Desatan toda la violencia que la mina ha impreso en ellos, cuestión paradójica, sobre ellos mismos. Y a ello les motiva, precisamente, Rosa, quien funge como detonante de los actos violentos de sus dos pretendientes. Como detonante de aquel odio visceral que les invade y sobre el cual no reflexionan. Pues si lo hicieran, notarían, entre otras cosas, que su causa no es otra más que el ambiente de la mina. No obstante esta confusión, al desarrollo de la ‘violencia horizontal’, conforme Dorfman, le resulta necesario el que sus personajes ignoren el fondo social de su violencia, ya que de otra forma no se atacarían entre pares, sino, naturalmente, en contra de quienes están por encima de ellos en la escala social que los oprime.

He dicho ya que Rosa funge como detonante de la violencia entre sus dos pretendientes. Es decir, para la pareja conformada por Remigio y Valentín, Rosa es la “causa” del odio que se profesan el uno al otro. Ignoran, por tanto, que la verdadera causa de tal odio es la violencia que han respirado toda su vida en la mina, la violencia que como el polvo de la mina les penetra el cuerpo. Y merced a tal desacierto, atribuyen la causa de su violencia y de su odio al mismo personaje que tanto desean: “La rivalidad de ambos aumentó y el odio anidado en sus corazones hizo de ellos enemigos irreconciliables” (Lillo, 1928, p. 155).

Ahora bien, es en Remigio, el personaje más violento del cuento, en quien esa “rivalidad” y ese “odio anidado” tienen un efecto más fuerte, más impactante. Los dos, Remigio y Valentín, se odian entre sí, pero hay una clara diferencia que los separa: Valentín es vencedor; Remigio, en cambio, vencido. Remigio, el gran derrotado, ve cómo poco a poco pierde en el juego de seducción por las atenciones de Rosa, cómo la muchacha que desea se aleja cada vez más de él, y, al mismo tiempo, se refugia deseosa en los brazos de su rival.

Pero Remigio no ha amado a Rosa en los momentos en que la cortejara, de la misma forma en que no la ama cuando ve cómo ella se decide por Valentín. Remigio no la ama nunca. Y siente, en cambio, que la consecución de sus favores sexuales le otorgaría el respeto de sus pares, los demás labradores de la mina. El respeto que ostenta Valentín, el galán del grupo, cada que seduce y conquista a una mujer. Pues vuelvo a ello: para estos mineros el amor está vedado. El amor, y con él toda posibilidad de sensibilización, no hace parte de la naturaleza intrínseca de los mineros, no está en forma alguna en su ser, debido a la violencia y a la rudeza que imprime en ellos el ambiente de la mina.

A propósito de lo referido, el articulista chileno Humberto Vargas, en un texto llamado Sub-terra (1968), referido a los cuentos de la obra homónima de Lillo, sostiene que a los mineros de estos cuentos “desde que nacen, un grueso muro de tierra y piedra rodea sus sentidos todos, los cuales, no experimentando impresión natural alguna, se atrofian o pervierten […] y tampoco reciben las irradiaciones ni las puras y cálidas caricias del amor” (Vargas, p. 50).

Y son, precisamente, la sensibilización y el amor los dos grandes ausentes en la sicología del personaje Remigio. Él encarna, en su condición de minero y obrero, los opuestos a tales elementos: la insensibilidad y el odio. La insensibilidad ante todo cuanto le rodea, aun ante los sentimientos de Rosa, la muchacha que desea; y odio ante su rival, Valentín, en quien vierte toda una carga de violencia que sufre sin saber por qué, una violencia sobre la cual nunca ha encaminado sus reflexiones.

Pues Remigio no ha sentido jamás en su corazón una gota de amor. Y nunca ha cavilado sobre qué causa en él tal desgracia. De ahí que no ame, y que le resulte, en cambio, tan natural el odio. Remigio odia en su condición de violento, y además está sumido en la ignorancia de su propio odio y de su propia violencia. Este personaje no conoce, en fin, que hace parte de un grupo de desdichados mineros chilenos que “en su paso por el mundo no han sentido jamás bullir en sus corazones, gastados por el pesar, los dulcísimos encantos que procura una vida tranquila y feliz” (García, 1968, p.51).

Y como producto de la carencia de tales “dulcísimos encantos”, es decir, del amor, de la calma, del sosiego, de la amistad…. a Remigio le resultan naturales todos los sentimientos y estados contrarios a los referidos: el odio, la intranquilidad, la soledad. Le son tan propios y tan espontáneos tales sentimientos y estados que incluso lidia, durante cada jornada de trabajo, durante cada jornada de vida, con todos ellos allí donde su violencia lo invade por completo.

El mejor ejemplo de aquellos casos en que a Remigio lo invade por completo su violencia es aquel en donde, encerrado en el pozo, gracias a una broma que le gasta Rosa, oye cómo afuera, sobre unas cuantas hojas, Valentín se hace con lo que él tanto había deseado: “la fruta no tocada todavía” que representara Rosa. Y es esto mismo, es decir, la recreación en su mente de todo cuanto sucede afuera, de todo cuanto él no ve pero sí oye, lo que aguijonea más su corazón violento:

Dentro del hoyo sufría las torturas del infierno. Sus uñas se clavaban en su pecho hasta hacer brotar la sangre y el pedazo de cielo azul que percibía desde abajo le recordaba la visión de unos ojos claros, límpidos y profundos cuyas pupilas, húmedas por las divinas embriagueces, reflejarían en ese instante la imagen de otros ojos que no era la sombría y tenebrosa de los suyos (Lillo, 1928, p.160).

Los ojos de Rosa reflejan, en el momento de la pasión, los ojos de Valentín, el rival de Remigio. Y este, sumido en su desgracia, sufre impensables tormentos mientras permanece en el pozo. Tiempo en el cual, con cada segundo nace y se fortalece un inmenso deseo de venganza en contra de Valentín. Una venganza tan dolorosa y tan definitiva como la pena que carga Remigio en el interior del pozo. Una pena que le recuerda toda una vida subterránea y forzosa en la mina, toda una vida de sufrimientos y de dolores que se concentra en el pozo, ese lugar, como la mina, reflejo de sus pesares y de sus desgracias.

Porque lo cierto es que el pozo mismo también se convierte en eje de la violencia en el cuento. Para Rosa, el pozo representa la pérdida definitiva del pretendiente que ella ha elegido entre tantos, el apuesto Valentín. Para Valentín, el pozo representa su propia muerte. Y para Remigio, antes de que el pozo represente la materialización de su venganza mortal en contra de su rival, representa también el lugar en el cual sufre, mientras oye los ecos de la pasión que profieren Valentín y Rosa, tanto o aun más que en la mina, el espacio que le retrotrae todas las desgracias y pesares con los que ha cargado en toda su vida de minero.

No en vano el crítico Humberto Vargas descubre en la escena referida en la página precedente una alusión al sufrimiento de Tántalo (Vargas, 1968. 47), ese personaje de la mitología griega, como se sabe, condenado por los dioses a un lago en el Tártaro, con el agua a la altura de la barbilla, sobre el cual se balancea un árbol de cuyas ramas penden jugosas frutas. Tántalo, sin embargo, cada que se abalanza sobre alguna de aquellas frutas, el árbol mismo aleja de él sus ramas. La pena de Tántalo es, pues, la pena de la tentación sin satisfacción. Pena similar a la que sufre Remigio, cuya “fruta” deseada es probada por Valentín, mientras él, hundido en el pozo, ni escapa ni alcanza aquello que tanto desea, aquella muchacha en cuyo cuerpo ha depositado todos sus deseos y anhelos frustrados a lo largo de una vida de trabajo en la mina.

Y, finalmente, con toda esa carga de violencia que lleva en sí Remigio, se llega al final de la narración: Valentín, en función de su trabajo, ingresa al pozo. Luego Remigio desata la cuerda que conecta el pozo con el exterior del mismo, de forma que Valentín queda atrapado en el interior del hoyo. Después, Remigio, a quien “un pensamiento rápido como un rayo había atravesado su cerebro” (Lillo, 1928, P.163), alerta a todos los obreros de lo ocurrido con Valentín, con el fin de que ellos corran en embestida hacia el lugar de los hechos, de tal manera que el peso que sus cuerpos ejerzan sobre el pozo cause el hundimiento definitivo del mismo, y con este la muerte de Valentín.

El plan surte, entonces, efecto, y mientras el pozo se hunde, Remigio contempla a la distancia, y con los brazos cruzados, “feroz y sombrío”, “el éxito de su estratagema” (Lillo, 1928, p. 164). Esta contemplación final de Remigio, cruda y aterradora, cierra en él el círculo de la violencia. Remigio es el personaje más complejo y más violento de toda la narración, pues no se conforma solo con la ejecución de su deseada venganza, una primera forma de la violencia, sino que además contempla, inmutable, el lento resultado de su estratagema cruel. Y tal contemplación se constituye en la segunda y definitiva forma de la violencia en su venganza. Pues en ella es tan violenta tanto su ejecución inicial como la contemplación de su siniestro desenlace.

En conclusión, en El pozo¸ cuento de Baldomero Lillo, se cifra la violencia en la mayoría de sus personajes, pero quizás en ninguno con tanta fuerza como en Remigio. Es él el personaje más complejo de la narración, dado el grado de violencia que representa. Violencia que es fruto de su trabajo en la mina, lugar que le ha arrancado, con el paso del tiempo, toda concepción de mundo desde el plano de la sensibilidad, desde el plano del amor. Violencia que, en cambio, ha hecho que Remigio observe todo cuanto le rodea con los ojos del odio, propio del ambiente de la mina. Violencia “horizontal”, esto es, violencia ejecutada sobre sus iguales, en especial sobre Rosa y sobre Valentín, a quienes Remigio ofrece lo único con lo que cuenta, es decir, lo único con lo que le ha dotado desde siempre la mina: violencia, violencia en su más sangrienta expresión.


[1] Poeta y crítico literario. Estudiante de Licenciatura en Español y Literatura de la Universidad Industrial de Santander (UIS). Investigador del Semillero de estudios literarios del equipo Glotta, grupo de investigación en literatura, lingüística y didácticas de las lenguas, adscrito a la Escuela de Idiomas de la UIS.

Literariedad

Asumimos la literatura y el arte como caminos, lugares de encuentro y desencuentro. #ApuntesDeCaminante. ISSN: 2462-893X.

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