MI NOMBE ES BACH. Dominique de Rivaz. Alemania y Suiza. 2003. 97’. Drama.
Considerado por muchos como el más grande compositor de todos los tiempos, Johann Sebastian Bach nació en el seno de una dinastía de músicos e intérpretes que desempeñó un papel determinante en la música alemana durante cerca de dos siglos y cuya primera mención documentada se remonta a 1561. Hijo de Johann Ambrosius, trompetista de la corte de Eisenach y director de la música de dicha ciudad, la música rodeó a Johann Sebastian Bach desde el principio de sus días. A la muerte de su padre en 1695, se hizo cargo de él su hermano mayor, Johann Christoph, a la sazón organista de la iglesia de San Miguel de Ohrdruf. Bajo su dirección, el pequeño Bach se familiarizó rápidamente con los instrumentos de teclado, el órgano y el clave, de los que sería un consumado intérprete durante toda su vida. Su formación culminó en el convento de San Miguel de Lüneburg, donde estudió a los grandes maestros del pasado, entre ellos Heinrich Schütz, al tiempo que se familiarizaba con las nuevas formas instrumentales francesas que podía escuchar en la corte. A partir de estos años, los primeros del siglo XVIII, Bach estaba ya preparado para iniciar su carrera como compositor e intérprete. Su carrera que puede dividirse en varias etapas, según las ciudades en las que el músico ejerció: Arnstadt, Mühlhausen, Weimar, Köthen y Leipzig. Si en las dos primeras poblaciones, sobre todo en Mühlhausen, sus proyectos chocaron con la oposición de ciertos estamentos de la ciudad y las propias condiciones locales, en Weimar encontró el medio adecuado para el desarrollo de su talento. Nombrado organista de la corte ducal, Bach centró su labor en esta ciudad sobre todo en la composición de piezas para su instrumento músico: la mayor parte de sus corales, preludios, tocatas y fugas para órgano datan de este período, al que también pertenecen sus primeras cantatas de iglesia importantes. En 1717 Johann Sebastian Bach abandonó su puesto en Weimar a raíz de haber sido nombrado maestro de capilla de la corte del príncipe Leopold de Anhalt, en Köthen, uno de los períodos más fértiles en la vida del compositor, durante el cual vieron la luz algunas de sus partituras más célebres, sobre todo en el campo de la música orquestal e instrumental: los dos conciertos para violín, los seis Conciertos de Brandemburgo, el primer libro de El clave bien temperado, las seis sonatas y partitas para violín solo y las seis suites para violoncelo solo. Durante los últimos veintisiete años de su vida fue Kantor de la iglesia de Santo Tomás de Leipzig, cargo éste que comportaba también la dirección de los actos musicales que se celebraban en la ciudad. A esta etapa pertenecen sus obras corales más impresionantes, como sus dos Pasiones, la monumental Misa en Si menor y el Oratorio de Navidad. En los últimos años de su existencia su producción musical descendió considerablemente debido a unas cataratas que lo dejaron prácticamente ciego. Casado en dos ocasiones, con su prima Maria Barbara Bach la primera y con Anna Magdalena Wilcken la segunda, Bach tuvo veinte hijos, entre los cuales descollaron como compositores Wilhelm Friedemann, Carl Philipp Emanuel, Johann Christoph Friedrich y Johann Christian. Pese a que tras la muerte del maestro su música, considerada en exceso intelectual, cayó en un relativo olvido, compositores como Mozart o Beethoven siempre reconocieron su valor. Recuperada por la generación romántica, desde entonces la obra de Johann Sebastian Bach ocupa un puesto de privilegio en el repertorio. La razón es sencilla: al magisterio que convierte sus composiciones en un modelo imperecedero de perfección técnica, se le une una expresividad que las hace siempre actuales. Muy poca gente sabe que Johann Sebastian Bach y Federico II de Prusia se encontraron en mayo de 1747, en Postdam. El monarca era un gran amante de la música y admirador del anciano maestro; Bach, que en ese momento tenía 65 años, había realizado un largo viaje desde Leizpig para asistir al bautizo de su primer nieto. Su encuentro movió a dos mundos que chocaron entre sí, provocando unos contrapuntos increíbles de sentimientos diversos: admiración, envidia, esperanza y decepción. Así se narra este encuentro histórico que se produjo en mayo de 1747, en Postdam, entre un Bach, casi ciego y al final de sus días, y el joven emperador Federico II, amante de la música y gran admirador del anciano maestro. Bach, que contaba con 65 años, había realizado un largo viaje desde Leizpig para atender al bautizo de su primer nieto Adam, hijo de Emanuel, su hijo de 28 años. En ese encuentro entre el rey y el famoso compositor, el monarca ve en Bach a un padre ideal, en las antípodas del suyo, Ferderico Guillermo I, y Bach ve en el joven homosexual al hijo poderoso y resuelto que hubiera deseado, tan distinto a Emanuel, demasiado sumiso y marginal a sus ojos. Con Bach había viajado también Friedmann, su hijo mayor de 30 años, un brillante organista con tendencia a la autodestrucción y una rebeldía natural. La aproximación entre artista y monarca comienza entonces a sembrar la discordia en el seno de ambos clanes, los Bach y la corte. Prusia, 1747. Johann Sebastian Bach se dirige a Postdam para asistir al bautizo de su primer nieto, el hijo de Emanuel Bach, clavecinista en la corte de Federico II. El monarca decide plantear un desafío al célebre maestro y genio a partir de una melodía proporcionada por unas ventosas.
La opera prima de Dominique de Rivaz es fundamentalmente psicológica. El guión interpreta acontecimientos históricos, centrándose en las relaciones entre los protagonistas. Federico II, de tendencias homosexuales y algo desequilibrado, despótico y sensible a un tiempo, encuentra en el compositor al padre que el rey Federico Guillermo no le proporcionó. Por su parte, el anciano maestro experimenta una considerable simpatía por el joven monarca, mientras la ceguera que empieza a acecharle agudiza su amor por la música. También los hijos del compositor sufren los problemas de vivir bajo la sombra del genio y la hermana del rey, las limitaciones impuestas a una princesa de su época. El interés de la cinta decae cuando se dedica a los amoríos de la frívola princesa y el mayor de los Bach, en lo que advertimos como fallos de primerizo que desdicen la elegancia que prima en la película. El film transcurre lentamente entre los recovecos de tamaños conflictos con una protagonista sublime: la música. La banda sonora, compuesta por Frédéric Deberse, es al mismo tiempo dulce acompañamiento, huracán que desata pasiones y salvavidas de los protagonistas. Excelente trabajo bien acompañado por escenarios, decorados y vestuarios que se adentran con soltura en la corte barroca. Hay que añadir además la buena mano de Ciro Cappellari, que logra una fotografía realista, casi siempre muy oscura y no exenta de una cierta mirada pesimista. Preferentemente en interiores iluminados con velas, lo que hace pensar en esa obra maestra que es Barry Lyndon, y con algunas escenas realmente bellas como la que se desarrolla en el interior de una iglesia con un órgano y una cantata como protagonistas. La película fue ganadora del premio del Cine Suizo a la mejor película y mejor actor de reparto para Gilles Tschudi.