Las ollas y los tupperwares—donde cocinamos y donde empacaremos el almuerzo de mañana—remplazan la colección de cerámica que mi madre antifiestas heredó de mi abuela embelequera. Las ollas y los tupperwares, únicos recipientes disponibles para servir el banquete de cada viernes antes de preferir no salir, cada sábado antes de salir porque no salimos el viernes, cada Passover en que resentí un poco mi crianza católica, cada vez que nos dio la gana de cocinar “algo diferente”—lo que es comida, algo tan cotidiano.
Dentro de las ollas y los tuppers hubo de todo. De todo:
carne al pastor y piña asada, cebolla y cilantro, salsa verde, chorizo y frijoles tortillas, sopa de tortilla sour cream, limones horchata con canelita pastel de tres leches, brownies raita, parathas aloo gobi carne asada, chimichurri matza, perejil, huevo el flan de queso de Margaret (también conocido como "cheesecake flan") pollo de Harold’s, croissants del café francés, tamales que sobraron en la reunión de los martes sopa de zanahoria y jengibre thatREALLY STRONGsangría más matza (a Isabelle le encantaba) y por supuesto, las galletitas de chocolate chips
Porciones de esta lista descansaron sobre alguna mesa de comedor. No todo el mismo día, pero tan frecuente en el transcurso de cuatro años, sobre alguna mesa —la misma mesa simbólica— aquella rodeada por los amigos de toda la vida.
En Chicago percibí alguna magia sobre la mesa de comedor. Más allá de proveer sustento, la mesa también portó risas, silencios y familia.
El episodio de Francis Mallmann en Chef’s Table ocupa un lugar especial en mis pensamientos. El chef argentino tiene un don para preparar mesas-poemas. Sobre la mesa mallmanniana nunca faltan las peonías, ni la intimidad de las velas, ni la miel ni el queso, ni la verdura enternecida bajo tierra. Mallmann navega el ritual con destreza e instinto, lo transmuta y lo interpreta sin faltarle el respeto, honorando así el romance eterno entre el ser humano y la comida. Según su ejemplo, la mesa es para compartir comida, palabras, silencios y emociones —elementos esenciales de la vida.
La mesa como poema, una oda a la humanidad. Algo hemos hecho bien desde que se descubrió el fuego. Todavía nos une la comida y el ritual de comer, por más de que lo aplastemos cuando almorzamos rapidito, sin pensar que almorzamos —in transit.
En mi casa nunca existió la regla de comer o cenar todos juntos. Sólo comemos juntos cuando salimos y en Navidad. Quizás se me haría más fácil compartir preocupaciones y experiencias con mis padres si hubiésemos desarrollado la costumbre a la hora de cenar. Quizás no. Hoy me siento más cómoda compartiendo preocupaciones y experiencias con mis amigos, mis compañeros de mesa a través de cuatro años. Entonces, quizás sí.
Sentada a la mesa, junto a los amigos de toda la vida, aprendí algo sobre las idiosincrasias del humor, las batallas del silencio, las miradas cómplices o enamoradas, la comodidad del ser que se reconoce y se rechaza y se reconoce otra vez, con menos miedo, en el otro. Sentada a la mesa supe observar y escuchar y formular ideas que hoy reposan en las sombras de mis palabras.
Hay un episodio en la serie australiana Please Like Me en el que los personajes sacrifican y cocinan a Adele, una gallina mascota a la que querían mucho. Sentados a la mesa y listos para comer el coq au vin que preparó Josh, el protagonista, los amigos se agarran las manos, dan las gracias y juntos cantan, “Someone Like You” de Adele, la cantautora inglesa. En vez de rezar, cantan. Se desgalillan:
Never mind, I'll find someone like you I wish nothing but the best for you too Don't forget me, I beg I'll remember you said, "Sometimes it lasts in love but sometimes it hurts instead, Sometimes it lasts in love but sometimes it hurts instead"
Lo mismo le canto, desgalillándome, a la misma mesa simbólica —a los amigos de toda la vida. Cuando compartimos alrededor de la mesa me enseñaron algo más sobre la vida, y eso bastó para maravillarme.