Imagen: Irene SC.
Terminar algo, como armar un rompecabezas, por ejemplo, no siempre significa que todo lo que tiene que ver con tal actividad llegue a su fin o que podamos tener la certeza de que vamos a estar en paz por siempre por el simple hecho de que algo finalice. Esto, tan simple como suena y tan complejo como es, sucede con casi todo lo que intentamos en la vida, hasta con nosotros mismos y, por más injusto que pueda parecer, le sucede también a los demás sin que podamos evitarlo o, lo que es todavía peor, aunque más normal, sin que queramos evitarlo. Escribo esto faltando poco para que termine un año calendario, el último día de diciembre, que al fin y al cabo es una de las tantas formas de medir y a las que ya nos terminamos por acostumbrar, y si me tardo más de lo que debo, terminaré cuando ya haya empezado el año nuevo, cuando ya no sirva para lo que tampoco servirá. Así que, sin más ramas, me centraré en lo que vine a contar, eso sí, si la muerte no llega antes, como lo hizo tantas veces este año con hombres y mujeres por igual porque, como ya se sabe, pocos tan igualitarios como ella.
Hay un libro monumental y suculento sobre la mesa de trabajo del hombre que se agarra la cabeza con las manos como queriendo arrancárselo, pero no con tanta fuerza como debiera debido al cigarrillo encendido entre su índice y su corazón derechos. El hombre no está en ningún lugar, aunque lo estuvo cuando fue retratado, pero sí está en el óleo de la recepción del hotel en donde me encuentro, y lo observo mientras espero a que resuelvan un problema logístico que me convirtió en parte de la recepción por varias horas. Hablaba del libro, y de su colosal cuerpo, que casi le quita la totalidad del protagonismo al hombre, que es, en principio, quien debería hacernos fijar la mirada sin que nos importe nada de lo que lo rodea. Es un libro con piel de animal muerto, y con un lomo de caballo alazán. No se puede descifrar lo que está dicho en letras doradas porque la sombra de los brazos del hombre los oscurece hasta el punto de apenas sugerirlo, casi como queriendo que leamos lo que queramos leer, casi como cualquier palabra hecha para ser leída. Y lo mejor de toda la obra es lo que el hombre, se supone, utilizó como marcapáginas, algo que, aparte de ser para otros usos, no existía en la época allí ambientada: una computadora portátil.
Luego de que me solucionaran lo de mi habitación, y que me pagaran por el tiempo perdido, me fui a la cama con la imagen en la cabeza y no pude ni leer ni conciliar el sueño hasta que hice lo mismo que el hombre, aunque el libro no fuera tan grande como aquel, ni yo me jalara el pelo de la cabeza o fumara. Pero fue la única manera que encontré para poder salir del óleo, a la mañana siguiente, luego de una noche tranquila, para cumplir con mi turno en la recepción y no perder la página en la que me había quedado por andar pensando en aquella imagen.