Esa inagotabilidad del arte. Los prisioneros de Miguel Ángel

 

La expresión, el ocultamiento, la potencia, el desafío, el aprisionamiento. Hay una fuerza incompleta, un derroche también. Esta ambivalencia explota en el momento de concebirse cómo una obra se fuga de su objetivo. Pero, ¿tiene objetivo la obra?

Miguel Ángel lega con sus prisioneros una auténtica problematización de la concepción que pueda tenerse de la obra artística en relación a su objetivo, su fin. La finalidad a la que estaban orientados no se cumple. Iban a ser parte de la monumental tumba de Julio II, el proyecto ambicioso de la megalomanía faraónica del papa. Pero su cometido se ve trunco, no nos importan ahora las razones, sin embargo, la obra, lo que resta de ella, su prefiguración, también se enuncia, también deja indicar algo, o mejor sugerir, el bosquejo como plenitud dentro de una comprensión que exalta la posibilidad.

Por supuesto, la manifestación de la obra abre sus significaciones, no conduce a una precisa o definitiva estipulación que denote un dominio sobre el sentido de la misma. En el resultado que proviene de la circunstancia fortuita de la expresión y proceso inacabado, se evidencia aún más esa tonalidad ambigua del arte, que en este caso, se hace aún más patente cuando conmociona, extraña, impresiona desde su singularidad. La obra habla desde sí, no desde su autor. La obra ya no tiene autor. En ella converge el abandono que igualmente puede hablar al definir su presencia. De esa manera, el bloque que como potencia evidencia su apertura, y la forma ya gestada en él, se sintetizan en una unidad poco estimada. Es la luz de la forma y la oscuridad de la potencialidad las que sintetizan una presentación única que pocas veces se hace manifiesta.

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Esta obra, cuya contingencia formula más de lo que hubiese podido plasmar la objetivación de su fin, muestra la amplitud estética, técnica y también hermenéutica de un esbozo que habla desde su cautiverio. Ese esbozo figura, insinúa un gesto, un sentido. En él, el arte consolida su facultad apariencial, su única verdad. La verdad del arte se estima en relación a la constitución de un fenómeno que ante todo sugiere, no dice, no significa, sólo muestra. Lo que aquí se muestra es el carácter proteico de una materia que cobra vida a través de la técnica de un artista y la capacidad de que esa vida se haga extensiva en el sentido del contemplador.

Se muestra bajo un velo. Tiene esa ambigüedad de ocultarse y mostrarse, propia de todo aquello que seduce por lo que entrega y guarda también para sí. Bajo lo indescifrable, estos prisioneros descubren el encubrimiento mismo. Vigías del sueño, hacedores de encantamientos. ¿No seremos nosotros los prisioneros? Gracias a la condición diferida de un cuerpo, a la infinitud imprecisa del mármol, a los límites siempre difusos entre la representación y lo indefinido, los prisioneros condicionan toda orientación unívoca del observador. Por ello, esta experiencia estética revela el vacío de la imposición del signo, el juego manifiesto en el que tan sólo cuenta la recepción sensual de lo revelado. Marginado del imperio de la significación, el arte se entrega, dona su vasta figuración.

No es el fragmento, es la simbiosis entre presencia y ausencia lo que cuenta, como suma de una extensión siempre diferida. En los pliegues de la forma y el caos se muestra la complejidad la belleza que se insinúa en toda indeterminación. La belleza por fuera del límite, la belleza al margen de la forma, la belleza que habla con un lenguaje que sólo se asimila a través de su expresión inagotable.

Alfredo Abad

Alfredo Abad

Profesor Escuela de Filosofía Universidad Tecnológica de Pereira