Hace poco hice un viaje en carro, a la costa, con mi familia. Y como Pereira, donde vivimos, queda tan lejos: a 26 horas consecutivas manejando, lo hicimos por tramos. Primero fuimos hasta Medellín. Luego a Aguachica. Después a Valledupar. Y por último a La Guajira. El viaje lo sentí eterno porque no pude dormir en carretera. Casi todos los paseos familiares hacen que se distorsione mi percepción del tiempo, como si de repente todo fuera más lento y terrible, pero este fue especialmente torturante. Me pasé veintiséis horas despierta, mirando obsesivamente la pantallita del Waze y pensando en qué haría si nos accidentáramos y muriéramos, o nos accidentáramos y yo fuera la única sobreviviente, o nos accidentáramos y quedara parapléjica o muda o más rara por un traumatismo craneoencefálico. Eso no es tan raro: siempre que viajo por tierra (especialmente si va manejando el esposo de mi mamá) pienso ese tipo de cosas. Pero nunca me habían generado la ansiedad suficiente para hacer que me quedara despierta. Los que me conocen lo saben: los carros me arrullan. O me arrullaban, ya no sé. Desde que manejo desarrollé algo parecido a una fobia: o sea un miedo enorme e irracional a estar dentro de un carro, y ya no puedo dormir en ellos. La cantidad de adrenalina que libero desde que me abrocho el cinturón —y ahora siempre me abrocho el cinturón— superó mi incapacidad pasada por estar despierta más de quince minutos consecutivos con el carro en movimiento.
A pesar de todo, en el viaje a la costa, específicamente en el trayecto de Aguachica a Valledupar, la pasé muy bien. Mi papá me recomendó por Whatsapp canciones de fondo para ciertos pueblos y me hizo notar cosas sobre la vegetación y topografía. Además ya estábamos en plena “Ruta del Sol” y la carretera era rectísima, lo cual disminuía el riesgo de accidente por choque. Y tuve tiempo, entonces, en mi insomnio ansioso, de fijarme más en los lugares que pasábamos que en el tráfico. Y resultó que los nombres de los pueblos eran muy divertidos: Pailitas, La Rayita, La Jagua de Ibirico, La Conformidad,… Pero los del último trayecto, antes de llegar a Valledupar, me parecieron el colmo. Había que pasar por un pueblo que se llamaba “El Desastre”. Verlo en el mapa me hizo reír mucho. Íbamos derechito para allá y Waze —también— lo sabía. Por eso le tomé un screenshot y se lo mandé a Ada y Pablo. Ellos, que son igual de jóvenes y catastrofistas que yo, necesitaban verlo. También, por andar en esas, se me olvidó ver por la ventana el berraco pueblo. Pero eso fue lo de menos. Pasando El Desastre llegamos a La Paz. ¿Ah? #SÍ (?) Me seguí riendo. ¡Pero cuando llegamos a Distracción no aguanté más! ¿Quién los nombraba?, ¿eran publicidad política? Para rematar Camila, mi hermana, mientras cruzábamos este último pueblo, preguntó a cuánto quedaba Bolivia de donde estábamos. Todos respondimos, sorprendidos, con un ¡Jaj! Y un ¡Uff!, pensando que lo preguntaba porque estaba terriblemente desubicada o porque antes habíamos planeado viajar a Ecuador y… no sé, x. En todo caso era por algo mucho más simple, obviamente: habían muchos carros con placas de La Paz. Cuando nos explicó nos reímos, todos, mucho (yo más). Ella no había notado El Desastre ni La Paz ni el tránsito ni nada. Y esa se hubiera quedado como una —de tantas— pregunta distraída, pero Rubén (el esposo de mi mamá), para explicarle que era un pueblito cercano, por el que acabábamos de pasar, empezó a decir con insistencia una serie de cosas que reforzaban el juego de palabras pendejo, alusivo a la realidad nacional: Ellos sí van derecho a La Paz, La acabamos de pasar, de largo, ¿no lo notó?, Hace un momentico estuvimos a punto de parar allá, etc. (Así son muchas conversaciones de mi familia: parece que no se escucharan ni se dieran cuenta del altísimo contenido de ridículo que hay en lo que hablan).
En todo caso, me reí hasta que llegamos a Valledupar pensando en los nombres inverosímiles de esos pueblos y en que, por su orden, tenían más sentido que mi familia y sus conversaciones. Me distraje de la ansiedad habitual pensando en que Ada tenía razón: el screenshot era perfecto para una columna. Entonces cuando llegué al hotel, y porque no estaba Barre (la única persona a la que quiero de Valledupar), me puse a anotar los nombres y las conversaciones para no olvidarlas. Pero Pablo, mientras estaba en esas, me dijo algo todavía mejor: Que el orden era divertido, sí, pero que le preocupaba qué pasaba si uno estaba viajando en el sentido contrario: ¿De La Paz se pasaría a El Desastre? #NO (?) ¡Jaj! Con él sí se puede hablar. Me hizo reír más que Waze.
Casualmente, espero, no sé, cuando veníamos de vuelta, me dormí todo el tramo de Riohacha a Aguachica. ¡Por fin! Lo único que superó la ansiedad fue el trasnocho. Me foquié esas ocho horas seguidas (las únicas de todo el viaje) y ni siquiera noté cuando pasamos por Valledupar. Tampoco pude ver El Desastre, que me interesaba tanto, ni reírme del trayecto contrario. Esa, también, fue la única vez que mi mamá se fue como GPS designada.