Por: Rosalía Osorio Londoño
Mentiría si dijera cuántas veces vi a aquellos dos hombres que no sólo han ocupado la plaza por mucho tiempo, sino que además han hecho de ella lo que es. El primero –que sigue allí– es Bolívar desnudo y altivo. Por capricho o estética, no se sabe, Rodrigo Arenas y Guillermo González dejaron empeñado su traje para la ocasión, que resultó infinita. El segundo era un hombrecito harapiento que cualquiera notaba porque tenía más de tres particularidades juntas, además de ser recordado hoy por su notoria ausencia.
De este hombre se sabe que su mujer era la guitarra de dos cuerdas –cumpliendo el papel de ser esa otra, esa que acompaña–, que tenía una estatura muy baja, unos ojos literalmente perdidos o desgastados en azul diluido, y un estilo suspendido en el tiempo de la miseria.
De él, que con frecuencia se quedó con mis monedas, se dicen muchas cosas. Sentado al pie de uno de los árboles de la plaza de Bolívar alguna vez aseguró llamarse Darío Gómez, de lo que pueden dar fe las vendedoras de la plaza que ofrecen “tinto y algo más”, también cierto video que circula en internet y que fue realizado por los estudiantes de un prestigioso colegio de la ciudad. Para quienes alcanzamos a escuchar su guitarra, manifestaba un gusto por la música popular confundida en el ruido de la calle. Su identidad está hecha bajo supuestos porque no posee identificación, no existe, es un don nadie.
Siendo un don nadie, la gente lo reconoce cuando uno da las más breves descripciones que lo identifican, e incluso el buscador de Google lo sabe cuando se escribe “hombre que tocaba guitarra en la plaza de Bolívar Pereira”. Es que no se necesita más, aunque existan muchos hombres que hayan tocado guitarra en la plaza, él es el hombre, sobre eso no cabe discusión. El ser humano es plural, ambivalente, y entonces nos queda que se coronen como en un reality show las maneras de sobrevivir a la ciudad, de caminarla, de hacerla. ¿Qué mejor aspirante a transeúnte que el habitante de la calle?
Don nadie estaba destinado a estar perdido y regocijado en el núcleo urbano, así como esta que hoy pone los ojos en él por esa tendencia humana de añorar lo que ya no está, de revivir con fuerza lo ausente y lo pasado. También viven los hombres del tercer mundo con predominio en las primeras escaleras que conducen al cielo, especialmente si no se tiene un documento de identificación.
“Su alma voló a tocar con los querubines” se tituló un artículo de Fernando Valderrama Fitzgerald anunciando la noticia de su muerte el 3 de noviembre de 2015 en horas de la noche:
“El Dario Gomez de la plaza de Bolívar de Pereira, personaje típico de la ciudad falleció bajo la lluvia y tirado en un andén ayer a las 10 y 30 pm. Pese a su pobreza y su condición siempre le sonreía a la vida (…)nSe conoció que el hombre vivía solo hace más de 13 años. Era invidente, sin familia, su eterna compañía fue su guitarra. No tenía cédula de ciudadanía porque la había extraviado y por eso no pudo recibir ayuda del estado.”
Entre calles 19 y 20 con carrera octava, sobre el adoquín de la Plaza se levanta su voz que le da música a las dos cuerdas. Ya ha acomodado el vaso para las limosnas, ya se ha sentado en el pie del mismo árbol de siempre, ya tiene su mirada en el abismo. Una mujer se acerca y echa las dos primeras monedas; hay esperanza de un día más, hay un gesto de agradecimiento. Es lo último que recuerdo. Me levanto del escritorio y suena en la radio: “nadie es eterno en el mundo / ni teniendo un corazón que tanto siente y suspira / por la vida y el amor.”
*Este texto fue producto del taller de crónicas realizado en el marco del Festival de Literatura de Pereira (FELIPE III). La ilustración es de Felipe Molina.