Álvaro Charicha y su cerbatana

Por. Camilo Alzate. Fotografías: Rodrigo Grajales.

En Pueblo Rico, Dokabú y Santa Cecilia, aun la gente conserva el recuerdo de Álvaro Charicha Aizama, un indígena katío pequeñito y fornido como todos los de su pueblo, de cabello liso bastante negro, el entrecejo empuñado y ese acento nasal propio de los emberá, que hacen sonar la “d” como si fuera una “t” cuando conversan en español. Álvaro era un Mesías natural, un dirigente nato y espontáneo que parecía nacido con el don de convencer y arrastrar multitudes. Cuentan que no podía ver un micrófono porque se abalanzaba encima y ya nadie lo paraba de arengar, no importaba si se trataba de las fiestas patronales del municipio, la santa eucaristía o la asamblea del politiquero de turno. “Era un líder el verraco” dice el antiguo Alcalde de Pueblo Rico, José Germán Osorio. “Vivía en la vereda Santa Rita, luchó, peleó con todo mundo. En cualquier espacio, estuviera el Presidente o quién fuera, cogía el micrófono hasta que tenían que escondérselo.”

El licenciado Jesús Castillo, un mulato de Santa Cecilia, era su jefe como director del núcleo educativo dónde Álvaro ejercía de docente. De tanto pelear con él –recuerda– fue que se hicieron amigos. Hoy el profesor Jesús prepara una biografía acerca del líder katío y fue por su voz que conocí esta historia.

–Álvaro –imploraba Castillo–, no puede dejar los niños de la escuela tirados para irse al pueblo a reuniones.

–Ah, usted sí que jode, hombre –respondía el emberá disgustado–. ¿No ve que yo dirigente de comunidad? ¿No ve que yo gobernador de resguardo? ¿Cómo hago? Toca salirme a conseguir presupuesto, a cuadrar reunión, a conversar con gobierno.

–¿Álvaro, y si le pasa algo a los niños quién va a responder?

–No, no, no. Usted jode mucho. Yo muy aburrido, usted jode mucho, hombre…

Charicha poseía intuición de político avispado. Trabajó con fundamento la creación del resguardo emberá katío de Gitó–Dokabú, en Pueblo Rico, pues entendió que esto supondría mayores recursos y dinero en transferencias a su comunidad. Los godos advirtieron aquella habilidad congénita para mover a su gente –y la cantidad de votos que ello significaba– así que rápidamente lo reclutaron en el Partido Conservador, que lleva varias décadas poniendo y quitando los gamonales de estos pueblos. Dizque hablaba de tú a tú al gobernador de la época, quien lo recibía sin cita previa en la oficina; en los eventos públicos Charicha lo llamaba “la colega mío”, por eso de que él era gobernador de su resguardo mientras el otro gobernaba el departamento de Risaralda.

Álvaro Charicha fue asesinado a mediados de los noventa en Dokabú. Del crimen se señaló a un comando de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, aunque nunca se investigó el caso a fondo. También pudo tratarse de las incontables venganzas entre indígenas que fueron tan habituales en las montañas del Alto Andágueda y el Alto San Juan.

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El profesor Jesús Castillo comenta que cierta vez, en Pueblo Rico se jugaba un campeonato de futbol donde estaban representadas las tres etnias de la zona: los afrocolombianos, los indígenas y los mestizos paisas, a quienes en lengua emberá se los denomina “kapunías”. El equipo de mestizos “blancos” ya había eliminado al de indígenas, pero sucumbió en el último partido contra la selección de los negros que finalizó campeona. La premiación se llevaba a cabo un domingo en la plaza del pueblo, hirviendo de gente a esa hora.

–Señores y señoras –anunció el animador–, a continuación se hará la premiación de nuestro campeonato intercultural, así que llamamos a los representantes de cada etnia para que saluden al público y reciban los trofeos.

Sólo fue escuchar aquello para que Álvaro, que andaba por ahí, se subiera a la tarima a pesar de que ni jugaba en el campeonato, ni tenía que ver en absoluto con el equipo de indígenas, ni iba enterado del tema. En un abrir y cerrar de ojos ya se había apoderado del micrófono, pausado y tranquilo, iniciando una cantilena que todavía hoy provoca carcajadas a los que la rememoran. Sin embargo, las palabras del katío arrojaban una verdad estremecedora. Lo suyo fue un desafío brillante y genial:

–Bueno. Ya acabó campeonato de fulbol. Negros primero, blancos kapunía segundo y nosotros los indios tercero. Indio siempre tercero…

La gente de la plaza empezó a prestarle atención al valiente orador que retaba tanto al público como a la gramática de Cervantes:

–Indio siempre último. Mirar salud, indio último. Mirar educación, indio último. ¡Claro, cómo no va a ser indio tercero! Kapunía paisas viniendo en buses, comiendo restaurante, jugando guayos nuevos… Kapunía descansadito, fresquito, con entrenador… ¡Así cualquiera! ¿Por qué indio siempre último? Porque no haber cancha en resguardo donde entrenar, ni tener balones pa’ practicar. Porque pa’ venir hoy indio caminando desde cuatro de la mañana, porque no almorzó, porque apenas indio comiendo primitivo cocinado con aguasal y nada más pa’ echarle a la olla…

De repente, la muchedumbre de emberás que mercaban en el pueblo se congregó a escuchar a su jefe. Eran muchos, muchísimos, poniendo cara enojada y silenciosa. La gente notó con preocupación que cuando les traducían el discurso murmuraban cosas entre ellos y asentían con la cabeza, oían otro poco más y volvían a asentir con la cabeza.

–Entonces yo tener proposición diferente –remató Charicha–, hagamos campeonato de tirar flecha con cerbatana, a ver sí indio queda último. Hagamos concurso de rozar maíz, a ver quién primero. Hagamos carrera de caminar encima ramas de árboles, a ver kapunía blanco qué. Hagamos competencia de subir al monte con bulto a espalda, pa’ ver quien tiene que ser de verdad último.

¿Tolerar las premisas del invasor? ¡Jamás! De eso se ocupa todo colonialismo, de conquistar y arrasar, de imponer y despojar. Álvaro Charicha a lo mejor intuía que uno no juega futbol con los que mandan, pues son dueños de la pelota. Él en cambio sabía caminar la montaña, y soplar la cerbatana.

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Todas las fotografías son del Resguardo Indígena Gitó Dokabú, Santa Cecilia, Risaralda.

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