Imagen: Iván F. Irigoyen
Me sigue sorprendiendo que todavía existamos como especie. Y no es para menos, porque quién en sus cinco sentidos, o cuantos sea que tenga, no se toma la cabeza o el corazón para preguntárselo, una vez más, cada vez que escucha una noticia, sea esta trasnochada o fresca, o un rumor apocalíptico que, por cierto, por estos días vienen siendo casi lo mismo. Cada vez es más difícil identificar si lo que nos están contando es la verdad o por lo menos una versión aceptable de ella, o algo que al menos parezca una ficción bien hecha. Los medios informativos suelen caer en las trampas de los nativos digitales, muerden el anzuelo con una facilidad infantil y no hay muchos precedentes de arrepentimiento porque la cadena alimentaria es así desde que el universo se nutre. Porque así como suceden estos irresponsables, el mundo se da sus licencias. Pasan cosas como que asesinen a un activista ambiental por protestar pacíficamente, que condenen a un sacerdote pedófilo a toda una semana sin comulgar, que existan menos de diez personas tan ricas como la mitad de toda la población mundial, que se siga considerando al Nobel de Literatura como el premio más importante de la literatura mundial, que un multimillonario inescrupuloso, abstemio, racista, con fobia a las bacterias, escritor de bestsellers, fascista y hasta que tuvo su propio juego de mesa sea el presidente de uno de los países más poderosos del mundo, que la iglesia siga legislando en mi país y en muchos más, que la paz tenga que negociarse, que una niña de cuatro años haya leído ya cuatro mil libros, que la inteligencia artificial ya haya hecho obras de arte y ficciones tan poderosas, como leyes y noticias que todos ya digerimos, y hasta que un científico ruso afirme estar a un paso de crear la vida a partir de la nada, por nombrar apenas unas pocas y las primeras que vienen a mi mente. Yo mismo me he visto, cuando alguien me ve en las noticias, haciéndome el de la vista gorda y seguir como si nada, que es seguir como si todo en realidad. Como la semana pasada que aparecí en la noticia central dando un discurso ante los representantes de las Naciones Unidas. Dije, poco más, poco menos, que la paz era tan necesaria para el mundo como el agua y que el agua era la paz, exponiéndome a que me callaran a la antigua, asesinándome, o a la manera moderna, ignorándome. Los diez hombres más ricos del mundo apenas se sonrieron porque les sorprendió que yo, aun sabiendo que no serviría para mucho, me hubiera atrevido a mancharles parte de su reino con mi saliva que, en otra vida, fue la del coronel Aureliano Buendía. Lo que sí estoy seguro, porque usé a mi agencia de inteligencia para investigarlo, es que cambié algo diminuto, casi imperceptible en aquellos hombres, y en el mundo entero: su ego creció un poco al verme como un zancudo inofensivo.
Por suerte existe gente como los Sin género, en Japón, quienes con su apariencia media desfiguran la línea entre el macho y la hembra de nuestra especie hasta el punto en que no es posible diferenciarlos, o aquella ingeniera filipina que inventó una lámpara que funciona con agua salada, que bien puede ser el mar o simple agua dulce con bastante sal, pero a la que ningún mecenas piensa voltear a ver, para que esta humanidad, tan agobiada e indolente, no se sorprenda ni se pregunte qué está haciendo bien y continúe con sus actividades habituales hasta que haya otra noticia por la que escandalizarse y creer que el mundo está por acabar, como un divorcio o una quiebra absoluta en jolivud.