A San Juan*

*La ciudad capital entera, no el casco antiguo solamente.

Aquí van las palabras que te debía—ni vieja, ni ausente—mi querida San Juan.

Desde que me mudé fuera de San Juan, volvía para encontrarlo todo mal. Casi nada de lo que mi ciudad me ofrecía me era suficiente. Luego me ponía muy nerviosa cuando guiaba el carro. Entonces ahí sí que la enterré a la pobre. La culpa de mi parálisis emocional la pagó mi ciudad por no dejarme caminar para despejar la mente. Mi queja principal: “En San Juan no se camina a ningún sitio, se va en carro a todas partes”.

Claro que esta queja cambia o simplemente no es válida dependiendo de dónde en San Juan se viva, cuán atrevido uno sea y si se ha tenido el privilegio de ir en carro toda la vida. Yo lloriqueo porque vivo en una zona aburrida, porque no soy tan atrevida y porque gracias al sudor de mis padres, no he tenido que sudar mis pasos desde que me criaron en San Juan. Mis más sinceros respetos a los ciudadanos que se aventuran a caminar en la autopista para llegar a su destino, también a los que esperan bajo el sol, húmedo y picante, al transporte público que, con su poca fiabilidad, llega cuando quiere y sale cuando quiere y se para donde quiere. Para ustedes es esta ciudad que yo sueño.

Íbamos al colegio en carro. Mi madre, maestra en ese mismo colegio, le daba pon a tres estudiantes más, amigos nuestros, que vivían en nuestra proximidad. Los recogíamos a cada uno en su casa, aunque una de ellas viviera cinco minutos fuera de ruta. Esa era la costumbre matutina—incuestionable. Pocas veces íbamos con los minutos contados, pues si algo heredé de la Señora Conductora Mrs. Margaret fue la puntualidad. Pero cuando íbamos con tiempo de sobra, bien tempranito, Mrs. Margaret estaba en su salsa y nos daba el royal treatment—nos compraba el desayuno en McDonald’s. Por el Automac, claro, porque siempre íbamos en carro.

Entonces así me limitaba yo a entender a San Juan. Hasta que me fui a vivir a Chicago. A San Juan siempre la apreciaba desde la ventanilla del carro y eso me bastaba. No reconocía yo, todavía, aquel placer tan saludable como estimulante —el del poeta que camina su ciudad—.

En Chicago ya no iba en carro. Dependía del transporte público y de mis piernas. Eventualmente invertí en una bicicleta y nunca me arrepentí. Pero así, por necesidad y porque era costumbre de casi todos andar hasta la farmacia, el supermercado y la universidad, me abandoné al placer de caminar ciudades, que no siempre fue placer, también fue miedo cuando fue de noche y no quedó casi nadie en la calle y llegué a un apartamento, mi apartamento, con la puerta abierta y la cerradura rota. En fin, los lujos de vivir en una gran ciudad.

Cuando visitaba San Juan, después de haberme mudado a Chicago, volvía para observarla desde la ventanilla del carro. Sin embargo, me preguntaba, por ejemplo, por qué los sanjuaneros no caminábamos desde la zona de Hato Rey (pin: Popular Center) hasta la zona de Santurce (pin: Museo de Arte de Puerto Rico), y viceversa. Ésta sería una caminata lógica o una distancia caminable en una ciudad como Chicago. ¿Por qué no en San Juan? Porque muchos sanjuaneros vamos en carro.

San Juan es una ciudad atravesada por autopistas, a pesar de que aún conserva sus avenidas principales. Y estas avenidas, en las que va en aumento el número de edificios a la venta o abandonados, todavía conservan parte de la actividad urbana sanjuanera. La Ponce de León, La Fernández Juncos, La Roosevelt, La Piñero, La De Diego, La Barbosa. A estas avenidas vamos a comer, al médico, a comprar, al cine, a la iglesia, al museo o al banco. Estas avenidas, con sus panaderías y ferreterías de barrio, son el mejor recuerdo de que alguna vez San Juan fue ciudad pensada para caminarla. En ellas sobrevive la esperanza de los que reaccionaria o innovadoramente —take it as you may— insistimos en la revitalización urbana de San Juan. Hoy día es mejor negocio el parking multipisos que la panadería de esquina. Si pensáramos más a menudo que el tiempo que invertimos guiando y buscando estacionamiento (ni hablar de lo que gastamos en gasolina y parking) es casi el mismo que nos tomaría caminar a nuestro destino, San Juan se parecería más a la ciudad que yo sueño.

En la ciudad que yo sueño preferimos andar hasta la farmacia, la cafetería, el cine, el supermercado, el consultorio, el teatro, el museo, la ferretería, el restaurante, la universidad y el trabajo. Pero preferimos esto porque la ciudad ha hecho un esfuerzo por que el ciudadano sienta que es seguro, eficiente y ventajoso depender de sus piernas. Sueño con la ciudad que invierte en sus aceras y cruces peatonales—no porque se verán más bonitos sino porque facilitarán la andanza. Sueño con una ciudad que le otorgue más estructura, disciplina y fiabilidad a su transporte público. Que el ciudadano tenga mejor acceso a los horarios de los trenes y las guaguas, que podamos verificar cuándo llega la guagua en la parada o en el celular, que se coloquen letreros con los números de guagua/ruta y sus trayectos en cada parada, que se eduque al ciudadano, a través de campañas, sobre el uso del transporte público y otros temas de urbanismo, sobre sus beneficios, sus mejorías, sus cambios. Sueño con una ciudad en que al menos la mitad de sus habitantes opte por caminar, para que todavía más gente camine en las calles y la calle pierda el estigma.

El domingo pasado fuimos a desayunar a la Panadería La Ceiba. “Una institución”, diría mi hermano. Cuando me bajé del carro sentí la paz del domingo—su brisa de bolero. Miré la calle y pensé, “Qué rico hubiese sido caminar hasta aquí”. Recordé un domingo que caminé con mi padre por la Colonia Condesa en la Ciudad de México y encontramos una cafebrería (café + librería). También recordé los domingos que caminé por el medio de la Avinguda Diagonal en Barcelona. Quise haber caminado desde casa a la Panadería La Ceiba. Quise que fuera la tradición del domingo, esa caminata con esa brisita y la luz mañanera que se cuela entre las hojas. “Chacho, nítido”, diría mi padre.

Ya pronto me voy, me toca, una vez más te dejo San Juan. Pero vuelvo. Vuelvo para imaginarte otra vez, escribir lo que fuiste y lo que me gustaría que fueras. Vuelvo para siempre encontrarte imperfecta, de cuadras muy anchas, atravesada por grandes autopistas, sin aceras, insegura, utterly insufficient to please my flâneur. Será porque no quiero y porque no necesito caminarte. Será porque no me atrevo. Vuelvo San Juan. Vuelvo para caminarte.

Adaline Torres Feliciano

(San Juan, 1994) Colecciono letras de canciones, tweets, fotos borrosas de ciudades, postales, paseos por plazas de mercado, ataques de ansiedad y despedidas. Escribo pa' no llorar.

3 comentarios sobre “A San Juan*

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