En estos días, no recuerdo por qué, vino a mi mente una noche, veinte años atrás, cuando estábamos con mi esposa, en ese momento mi amiga, sentados en las gradas que conducen a la puerta de entrada de La Ermita, una de las iglesias más antiguas y emblemáticas de Popayán. Estábamos ahí, de noche, con un par de latas de cerveza a nuestros pies rumiando tantos agobios que nos producía la carrera, pero celebrando también la proeza de haber ganado un parcial de una de esas materias que parecen esmerarse en que uno trastabille y se vaya de narices contra el piso.
Recuerdo muy bien la conversación, en la que a mi amiga la abrumaba no poder intuir con mayor nitidez el porvenir. ¿Y después qué sigue?, preguntaba; quería saber si valdría la pena tanto esfuerzo, tanto someterse a la vida y sus vaivenes, a ese caminar sin saber para dónde, siguiendo apenas el ritmo al que marchaban todos. No se refería a lo que vendría después de habernos graduado, aunque sí; tampoco a lo que seguiría una vez vinculados a alguna empresa, aunque también; ni mucho menos a lo que nos depararía el destino una vez llegara el amor en su versión más sublime o más cruenta, presta a redimirnos o acobardarnos con sus colmillos afilados, no se refería a nada de eso, aunque bien calzaba en aquellos desasosiegos a los que no pudimos hacerles frente esa noche. Queríamos saber los dos porque todo el mundo parecía estar imbuido por una cotidianidad asfixiante, sin que nadie se tomara la molestia de hacer un alto en el camino, levantar la cabeza y analizar el panorama antes de dar un nuevo paso. En aquel entonces la felicidad nos era esquiva; sin embargo, lo he comprendido con los años, la que era esquiva y escurridiza era nuestra mirada, incapaz de descubrirla en medio de todo lo que estábamos viviendo, de aquellos años en que nuestra única preocupación era estudiar, esperar con alborozo la llegada de la noche para despaturrarnos en la cama o el fin de semana para diluir nuestras angustias en cerveza.
Acabo de recordar que lo que hizo que mi mente volviera a aquella noche, fue el genuino entusiasmo de una compañera de trabajo, quien llegó a la oficina con su cara radiante, sin que ninguno de nosotros comprendiera el porqué de tanto regocijo. Es que me llegó un colchón nuevo que compré, nos dijo; luego explicó que era bastante ergonómico, elástico y de gel, porque sufría de calor excesivo por las noches. Según contó le había costado un ojo de la cara, y aunque había quedado casi sin ahorros, podría dormir mucho mejor en adelante. Entonces celebramos con ella su alegría y comenzamos todos a recordar esas pequeñas grandes victorias que nos visitan a veces. Les conté lo feliz que fui en aquella fiesta de fin de año, quince años atrás, cuando me gané un bono de un millón de pesos para compras en Alkosto. Sucede que algunos meses atrás habíamos constatado con mi esposa que nuestros precarios ingresos de recién graduados no nos alcanzaban para hacernos a una buena nevera, ni mucho menos a la lavadora. Por sugerencia de un vecino acudimos jubilosos a la posibilidad de un crédito en Codensa, de esos que se pagaban de a poquitos en el recibo de la luz casi sin darse cuenta, de esos que según mi vecino eran una maravilla, de esos mismos que se los niegan a uno si uno no tiene un contrato a término indefinido en la empresa para la que trabaja, de esos que te hacen sentir menoscabado por la vida, pero también rebosante de felicidad cuando dos meses después te ganas el derecho a acceder a aquellos electrodomésticos en la fiesta de fin de año de la empresa.
Dije en este mismo espacio, algunas columnas atrás, que la vida y sus sinuosidades obedecen a una lógica cuyo entendimiento nos elude a diario con destreza. Un rápido repaso a nuestro pasado nos puede mostrar un discurrir de los días lleno de asperezas, pero entre ellas siempre hay resquicios por donde se escurren también pequeñas victorias, momentos jubilosos, instantes épicos en que le damos cara a la alegría; vivir se trata de eso, de entregarnos al deleite de las pequeñas gestas, de asumir con decoro los reveses, de no perder el equilibrio, de movernos mientras llega ese dedo a señalarnos el camino, de regocijarnos por lo que tenemos, de sentir nostalgia con gallardía de nosotros mismos, de lo que fuimos, de lo que no conseguimos, de aquello que se nos escapó de las manos.
Escribo esto mientras esperamos con mi esposa, mi gran amiga de aquel entonces, a que a nuestro hijo de siete años se le caiga su primer diente y nuestra hija de dos años duerma por fin en su propia cama. Esos dos anhelos son los que configuran ahora nuestras expectativas, al tiempo que dibujan en nosotros nuestra mejor sonrisa.
Andrés Mauricio Muñoz