Texto y fotografías por: Giuliana Antonella Zocco*
La República del Paraguay reposa tranquila en un invierno habitual. Desde Buenos Aires me dispongo a emprender un viaje que terminará mostrándome gran parte del sur del país. Sobre ruedas hacia todo lo que del mundo pocos cuentan.
-Acá empieza la tierra que nos robaron- Dijo Fredi, rompiendo el silencio de varios minutos. –Este era el Chaco paraguayo. Al costado de la ruta la tierra empezaba a colorearse de rojo.
La ruta 11 nos acompañó durante 180 kilómetros hasta la localidad de Clorinda, en Formosa (Argentina), donde nos esperaba el cruce de frontera. Todavía con señal de celular, googleamos el valor del dólar para tratar de cambiar algunos guaraníes mientras esperábamos bajo el sol. Después de una hora la República del Paraguay le daba la bienvenida a un auto con chapa argentina que llevaba un cincuentón y dos “curepís” a bordo.
La Guerra de la Triple Alianza tuvo lugar entre 1864 y 1870. Paraguay envió más de 70.000 soldados. Una vez caídos, ilegalmente, fueron a la línea de combate miles de niños mayores de 13 años. El diezmo a la población masculina puede contabilizarse en más del 85%. Pero, aunque sin número, fueron otros miles, sin distinción de género, los que murieron de hambre e insalubridad.
El conflicto bélico que llevó adelante la coalición de Brasil, Uruguay y Argentina contra el Paraguay, en pos de intereses ingleses, fue pagada en tierras. Brasil anexó territorios al Matto Grosso, al estado de Santa Catarina y al de Río Grande do sul. Uruguay solamente se llevó beneficios económicos por el monopolio portuario. Argentina, por su parte, disputó parte del Chaco paraguayo, entre los ríos Pilcomayo y Bermejo, y recuperó la provincia de Misiones hacia 1876, territorio perdido después de la independencia paraguaya en mayo de 1811.
El Toyota Corolla que nos llevaba destino a Asunción a través de la Ruta Nacional N° 9 era observado en exceso en cada parada por la zona urbana. Ante la carencia de semáforos, la policía de tránsito nos obligaba a frenar y bajar los vidrios esporádicamente. En muchísima menor cantidad de territorio, Paraguay ostenta 244 autos cada mil habitantes contra 268 que hay en Argentina. Debido a la importación chilena, la mayoría de ellos son de alta gama en zona capitalina. No miraban otra cosa que la “patente curepa”.
Tierra de historias
Los términos “curepa”, “curepí”, cuanto más amigables, también se desprenden de la Guerra Grande. En grafía guaraní “kure” significa cerdo. Una de las versiones sostiene que las lengüetas de las botas de combate del ejército argentino estaban hechas con piel de chancho a modo distintivo. Otros vinculan el término que reemplaza al gentilicio argentino al tono rosado de la piel de los criollos a diferencia de los brasileros mulatos.
Ypacaraí, nos recibió espléndida, nos hospedaríamos ahí, departamento central. A la vera de la Ruta Nacional N° 2, la capital del folclore presumía 24° en el invierno de julio. Al interior de las habitaciones de la casa colonial, la modernidad irrumpía con los aires acondicionados en 32°. La ciudad del lago estaba llena de leyendas… “Ypa” en lengua guaraní significa “lago”, “caraí” significa “el señor”.
Se dice que en esas tierras vivía un hombre muy avaro que una tarde le negó agua de su pozo a una mujer con un niño, la Virgen María, y en castigo este desbordó hasta dar origen al lago que hoy ocupa 90 kilómetros de superficie. De noche, por Camino del Cerrito no se podía silbar para no enojar al Pombero que defiende a la Pacha, las mujeres tenían que andar con cuidado de que el Kurupí -ese enano que anda en cuatro patas con un miembro viril enorme- no las violara y había que cuidarse del Lobizón, el séptimo hijo varón de aliento espeso, cuando había luna llena.
El camino nacía en la derruida estación de trenes donde una plaza florida y con juegos recién estrenados dormía tranquila a la hora de la siesta. Desde 1999 las vías no sienten la caricia de las locomotoras que las recorrieron desde 1856. Paraguay, pionero en materia de ferrocarriles, supo montar un sistema que sobrevivió al desguace de 1869 donde, antes de finalizar la guerra, Argentina embargó los coches y los trasladó a Buenos Aires.
En menos de sesenta años, el proyecto había logrado que el país pudiera recorrerse desde la Estación Central, que es hoy un jardín botánico, hasta Encarnación, ciudad que linda con la Posadas misioneras. Hoy los chicos del pueblo desconocían por completo el sonido del tren entrando al andén pero comentaban con esperanza y entusiasmo que pronto llegaría un tren bala que reactivaría el sistema ferroviario.
A 36 kilómetros, cercano al final de estas vías, el Cabildo de Asunción, en medio de la metrópoli del consumo, era un altar donde se veneraba a las raíces, la historia, al pueblo fundador y a los grandes hacedores de la independencia. El asunceno, el “pibe” de ciudad, suele esconder el acento del guaraní que aprende obligatoriamente en la escuela, a diferencia del “Mita’í” (niño) de pueblo.
Legalmente
“Legalmente”, oración de por medio escuchaba esa palabra al principio o al final de la frase. En el país de la réplica exacta, “legalmente” reemplazaba palabras como “realmente”, “de verdad”, “sinceramente” y otra infinidad de sinónimos. Paraguay me encontraba con la necesidad de comprar un celular. La pseudo cercanía con “Mercado 4” era tentadora. La frase que cercenó la visita fue “podés conseguir celulares, billeteras, hígados… ¿No viste la película 7 cajas?”. Escondido en la ciudad de Asunción será, quizás, un eterno destino pendiente.
El país tiene dos rutas protagonistas que resuenan en muchas canciones. La ruta dos nos llevó desde Ypacaraí a la ruta 7 y, después de seis horas de viaje, a Ciudad del Este. Estaba “legalmente” asustada. El tránsito se entretejía con las ferias y feriantes, los pitidos de la policía de tránsito resonaban sin parar. A lo largo de todo el trayecto bajábamos los vidrios para que las fuerzas que patrullaban las calles miraran las caras que llenaban los asientos de nuestra camioneta.
Sin la constancia de aduana de ingreso a Paraguay, nuestra argentinidad, mi amiga y yo cruzamos, junto a otros pasajeros, la frontera con Foz de Iguazú en la camioneta familiar. La próxima parada eran las cataratas del lado brasilero. En la recepción me dijeron “¿MERCOSUR? … En pesos con débito, al cambio oficial, es más conveniente”. Legalmente, no podía creer que por un momento dejaba de existir ese abismo matemático del pase -ya casi cómodo- de pesos argentinos a dólares, de dólares a guaraníes, de guaraníes a reales, de reales al parecido entre su billete de cincuenta y el nuestro de quinientos, ambos verdes y felinos. De nuevo perdida, en pocos segundos, en un remolino de sensaciones e imágenes en donde “casa” estaba menos lejos.
Ciudad del Este, una ciudad fantasma pasadas las seis de la tarde. Las calles tenían la bruma de Londres pero el espíritu de Plaza Constitución en Buenos Aires. Ese espíritu siempre empolvado de la estación cabecera del ferrocarril Roca que me sabe acercar desde Quilmes a la Ciudad de Buenos Aires en días laborables. La mañana siguiente, con el ruido encendido desde las 5 de la mañana, nos adentramos en las galerías de precios y vidas baratas. Otra vez el país de la ilegalidad. Los árabes que regenteaban grandes locales distribuían a plena luz el motor del trabajo a menores de edad. Impunes. Comprando esclavitud a pastillas.
Liberales y Colorados. Esa era la dicotomía comparable a demócratas y republicanos, gorilas y peronistas. Legalmente no pude diferenciar entre buenos y malos, entre certeros y errados, entre justicieros y ajusticiados. Lugo, el Frente Guasú, una tercera posición había torcido un poco el rumbo de la historia paraguaya.
Conservador y nacionalista, con mayoría simple en senadores y absoluta en diputados, un narcotraficante gobierna la República del Paraguay y vigila la ribera desde la oficina más alta del “Palacio de los López”. De noche este se viste de luces azules y rojas, pero de día, en honor a su historia, luce un rosado que mantiene el recuerdo vivo de la pintura a base de cal, grasa y sangre de animales que impermeabilizaba las construcciones coloniales.
De la plaza trasera del palacio me llevo el recuerdo de un soldado, apuntando firme, a la par que hacía sonar un silbato… Sin señalización el helipuerto presidencial, se imponía bajo mis pies. Legalmente, en la certidumbre, ahí no tuve miedo.
Sabores de ida y vuelta
Desde el primer almuerzo del otro lado de la frontera, cada comida se convirtió en un ritual. Crecer en una familia de chipa, borí borí (caldo con bolitas de harina de maíz y queso) y sopa paraguaya no me dio ventaja. Sabores que mi niñez había sepultado entraban en escena con el mejor de los protagonismos. El pan de queso tenía una textura que no es la de los chipacitos de Subway. Me tocó una mesa numerosa, siempre llena con todas las generaciones que se asombraban de cada uno de mis asombros.
Ni mi reacción ante el limón naranja que venía de Brasil ni la sorpresa por el sabor más intenso de las bebidas línea “Coca- Cola” podían compararse con los gestos que esbozaba cuando el español se convertía en guaraní, volvía en algunas palabras y se perdía, una y otra vez, en vocablos, para mí, inentendibles. Sentía como su lengua se esforzaba para modular la tonada y con el tiempo se me pegaron muletillas que repetía en mi cabeza al final de las frases, pero no, no las decía.
Si los uruguayos nos disputan a los argentinos el mate, los paraguayos nos ganaron con el tereré. Las tardes de calor húmedo, en cualquier parte del colorido sur del país, tenían tereré. Me tocó ser reticente a ese mate frío los primeros días. Entre los miedos que habían venido en mi valija estaba la advertencia de mi mamá: “guarda con el tereré que no estás acostumbrada”. Lo probé, no lo solté más. Pasar de una yerba intensa decorada con jugos comerciales a esa yerba mate con burrito fue tan placentero como apagar la alarma y seguir durmiendo. Fue fresco y podría decir que etéreo. Mi Buenos Aires de sabor amargo venía a mí cada vez que soltaba el mate y dejaba ir otra ronda.
Vivir de Feria
Paraguay nos recibe impregnada de oficios que se heredan de generación en generación. Carpinteros, herreros, talabarteros, costureros conforman la población silenciosa de las ferias.
Areguá, el paraíso de las frutillas… En julio nos recibían las primeras cosechas, el oro rojo era vendido a la vera de las rutas a esos precios que suelen tener las primeras cosechas. En los parajes, un ejército silencioso de estatuas y jarrones de cerámica impregnan de color los puestos hasta fundirse con la tierra colorada.
De repente viajé a los viejos jardines de la abuela, veo al enanito de gorro carmín, al cisne que sirve de maceta entre sus plumas, fuentes de agua con piedras de los lagos… Me sorprende la cantidad amenazante de “Chapulines Colorados” que rompen con el folclore pero me cuentan de uno nuevo sin alejarme, ni por un segundo, de mi niñez.
Asunción sería distinta, los talabarteros se ordenan en zona bancaria. En medio de la Miami guaraní, una cuadra se envuelve en un poderoso olor a cuero que decora mochilas, morrales, sombreros, mates, materos, billeteras. Recorro con la vista casi todos los puestos con esa indecisión de querer todo y nada a la vez. Con una calma respetuosa cada encargado de puesto me describe y me prueba las mochilas que nada más descubro con la mirada. El ritmo de la feria no es el de la ciudad y lo esquiva con delicadeza. Pero tienen un tinte capitalino: se puede pagar con tarjeta de débito o crédito en plena vereda.
Casi como una coreografía las feriantes doblan y cuelgan los vestidos de Ao Po’i (tejido liviano que puede o no estar bordado). Las telas de la feria de San Bernardino, en la ribera del Lago de Ypacaraí, son reflejo de la templanza de las aguas turquesas que mis ojos no pueden creer. Camino sobre el empedrado casi por inercia.
–Acepto dólar, real, peso, ¿con qué necesita pagarme?-
Se me notaban dos cosas: la foraneidad y las ganas de comprar de todo. No regateé. El lienzo que me llevaba entre los dedos me hacía sentir que gané más que esos $G 50.000, algo así como ar$ 130, que acababa de dejar en la feria, con la promesa de volver por una hamaca paraguaya.
El Paraguay, como espacio de tránsito de distintas culturas, ofrece en cualquier comercio, incluso el de un almacén -los cuales suelen tener extraños anexos que funden rubros- la facilidad de pago en distintas monedas. Igualmente, el guaraní es la moneda de curso legal más antigua del sur del continente y a pesar del paso del tiempo -y varias modificaciones- no se desprende de los “miles de ceros”. Los billetes de menor denominación, $G 2000 y $G 5000, tienen como imágenes a Adela y Celsa Speratti, educadoras y a Carlos Antonio López, político, respectivamente. Además de los colores vivos, son lavables, dicen, los que saben pero no dicen cómo saben, que por la cultura alcohólica del país.
En el nombre de la Iglesia
La guerra dejó como vestigio una sociedad machista y conservadora. Lejos de ser un tema tabú esto se ve reflejado en el diálogo cotidiano… “Yo te tengo que cuidar porque sos mujer y ustedes son el sexo débil”; “no es barrio para que estés sola, no es lo mismo que vayas a hacer compras que andes viajando en colectivo anocheciendo, core”. Desde el agnosticismo, con respeto y admiración, dejamos que la Iglesia nos cuente la historia del lugar que nos envolvía y nos devolvía todo el tiempo a nuestra realidad: curepas y mujeres.
La Fe religiosa era el saber indiscutido. “Añamembuy pora”, hijo del demonio, y “hereje” eran los insultos más sentidos.
Una de las misiones en Paraguay era recuperar dos actas de bautismo: una en una iglesia franciscana, otra en una iglesia del Opus Dei. La segunda tenía las partidas, actas de bautismo y documentos digitalizadas en estricto orden. La primera, ante la imposibilidad de encontrar el acta en los libros frágiles y empolvados, ofreció confeccionar una nueva si los interesados acercaban a la parroquia una foto que atestiguara la celebración del sacramento. El trámite no costó más de un dólar.
El Papa había visitado el país a mediados de 2015, e invitó a los jóvenes a “hacer lío”. Por corrupción, a principios de 2016, tras una huelga estudiantil de varios meses, destituyeron a los decanos de todas las facultades de la Universidad Nacional de Asunción.
Caacupé nos recibió una tarde. Las leyendas sobre las escapadas de la Virgen de Luján a visitar a su prima aparecieron de repente mientras se desplegaban, cual cortinados, variedades de rosarios y estampas ante nosotras. Por las escalinatas desfilaban infinidad de adolescentes con remeras de distintos colores. “Hacen con la Iglesia lo que nosotros con la política”. Casi por inercia buscamos similitudes entre los colores de las remeras y las agrupaciones políticas con más resonancia en nuestro entorno. Las miradas arrasaban con todo a su paso. La incomodidad de llevar un vestido rosa en una capilla hacía transpirar más que el calor impactando sobre el monstruo de cemento. Las fotos fueron rápidas, la recorrida también.
Breves minutos nos presentaron una capilla austera, con el poco cobre que la recubría bastante apagado, los lienzos eran sobrios y carentes de bordados, la cúpula blanca, cementada sin trabajos de calado. Si algo no había en esa sede de la institución más rica del mundo era mármol y oro. Si algo sobraba en esa sede de la institución más rica del mundo era esperanza.
Una pizca de conciencia social
Camino del Cerrito tenía otra joyita. En la penumbra de la calle de empedrado, a pocos metros de la plaza del pueblo, un chalet campestre daba vida al Hostel “Casa de Anel”. A luces tenues, la música inundaba las galerías.
Pasto verde y uniforme, una pileta a medio llenar, plagada de hojas, ramas y los cigarrillos que no podían fumarse en el interior del hostal. En un rincón, un grupo de chicos charla con paletas de ping pong en la mano. A un costado la mesa descansa después de un partido. El volumen de la música crece y desaparece todo el tiempo, pero la galería de troncos y techo de paja mantiene una acústica agradable. Las risas limpias no cortan con la armonía del lugar y la brisa con algo de rocío balancea los tejidos y pequeñas hamacas que marcan el fin del patio de baldosas. De imprevisto, el rock de guitarra criolla revivía para nosotras.
Habiendo sido acusadas de “Dar clases de Marxismo” en nuestros primeros días en el pueblo, una estrofa resonaba para devolvernos el entusiasmo… De mi enamoramiento con el Paraguay, recordaría hasta hoy: “Señor Ministro, la calle es del Pueblo”.
Es Buenos Aires, volvimos hace varias semanas. Los intérpretes de esas estrofas llegan al Roxy, mi compañera de viaje y yo llegamos a ellos. Entrevista de por medio, terminado el recital, las noches pegajosas de Ypacaraí vuelven por unos segundos en medio de la ola polar de la Ciudad Autónoma.
En esa atmósfera entró a nuestras vidas el Festival del Lago que hace más de medio siglo nuclea a los grandes artistas del rock y el folclore de distintas partes del mundo. También del más nuevito, Jopara Guasú que meses más tarde pude vivir. En una mixtura de uruguayos, brasileros, paraguayos y argentinos la reflexión sobre el panorama regional fue inminente. Los ypacaraienses contrastaron que era muy difícil hacer “arte con conciencia social”. El ex Presidente Lugo había incentivado mucho el desarrollo cultural, pero con Cartes, si bien no dejarían de ponerle el cuerpo a las causas, las canciones solo podían hablar de amor.
Camino a casa
La familia Centurión Duarte nos despidió a los tres viajeros, Fredi al volante, Ludmila y Giuliana como copilotos, con los dos besos que corresponden. El doble apellido, que en nuestras tierras remite a terratenientes, en tierra colorada significaba familia. De esas como dice la Iglesia que tienen que ser. El que no tuviese doble apellido era un bastardo, un no reconocido por el padre. La familia Centurión Duarte se emocionó en la despedida. Prometimos volver algunos, prometieron venir otros. La familia Centurión Duarte nos agradeció durante el saludo a pesar de que los agradecidos éramos los que nos íbamos. La familia Centurión Duarte, finalmente, se despide detrás del portón verde de la casa colonial de Camino del Cerrito en una madrugada más fresca de las que habíamos disfrutado juntos.
El recibimiento de aquella tarde había sido al pasar, agitado. Con ansias de reacomodar la vida familiar para sentarse a la mesa.
El cruce de frontera fue rápido pero convulsionado. La AFIP argentina vació el baúl por completo. A cada bulto, nuestro adulto responsable, le decía a la inspectora “lo compraron las chicas”. En ese momento dejé de ser Curepa. Clorinda, Formosa, era saberme en casa a pesar de las largas horas de viaje que teníamos por delante. La tierra todavía era roja pero por la ventanilla podía ver estaciones de servicio de YPF, la petrolera de bandera. Ya no eran “Puma”, ni “Copetrol”, ni “Barcos y Rodados”. Nos cobraban por el agua caliente para el mate y por el ingreso al baño, vendían hamburguesas y alfajores -había extrañado todo el viaje esas dos tapas con dulce de leche en el medio-. El domingo terminaba sobre la Avenida General Paz, aguardábamos salir del embotellamiento y lograr cruzar la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Nadie mira la chapa del Toyota Corolla.
* Giuliana Antonella Zocco (Almirante Brown, Buenos Aires, 1995). Estudiante de la Licenciatura en Comunicación Social en la Universidad Nacional de Quilmes. Colabora periodísticamente en medios de comunicación popular. Los temas que trata atañen al seno obrero en el que creció: identidad cultural, conflicto social y políticas de la comunicación.