Ilustración de Bastián Cabello. Cortesía de El Dibujadero.
Por Ever Román.*
[1]
La vela llora
y en su llanto consume
su propio cuerpo.
JAVIER VIVEROS
Tal vez les interese un cuento que trate de esto y lo otro, pero este tratará sobre mí, porque yo necesito un cuento, necesito encerrarme en una pelota verbal autosuficiente y que algún lector me haga volar desanimadamente con una patada a los tachos de basura de su inconsciente. Soy una romántica. Soy una mujer que besa en los párpados a sus amantes. Soy de las que les acaricia las nalgas con las mejillas. Las mejillas del culo con las nalgas de la boca. Soy alguien que esta mañana supo, definitivamente, que ya no tendrá plantas en ningún lugar donde viva. Nunca. Ni una sola planta, ni siquiera ramos de flores, ni siquiera hojas de papel. Nada vegetal ya más nunca. He arrojado todo lo vegetal de mi departamento. Todo. Hasta la madera. Todo ha salido volando por la ventana, pesada o livianamente, y se ha estrellado en la calle. Hay todo tipo de vegetales en la vereda. He arrojado las sillas y los estantes, porque la madera es también vegetal. He arrojado los lápices y los cuadros y todos los libros y papeles, porque el papel es también vegetal. Todo está desparramado en la vereda y la gente pasa, se detiene un ratito a mirar y luego se va, sin decir nada. Nadie quiere meterse en problemas ajenos, mi pena es solitaria, abandonada, atroz. Nadie llamará a la policía para informar que una mujer loca, gritando, tiró todo lo vegetal que tenía a la calle por la ventana de su casa. Por largo rato he esperado que vengan médicos y policías para pelear con ellos y así distraerme de mi dolor. Pero ya ha pasado mucho rato. No vienen a auxiliarme, solo yo puedo auxiliarme, y la única manera de auxiliarme es entregarme ardorosamente a los brazos de mi pena. He intentado desprender el placard de la pared para arrojarlo también por la ventana. No pude con el placard y he querido incendiarlo pero de hacerlo acabaría incendiada yo también y no deseo eso. Quiero castigar a todo lo vegetal por lo que le ha pasado a Dolly. No quiero castigarme a mí, yo ya estoy recibiendo mi castigo y por eso sé que no puede haber nada más terrible. Ha quedado sólo la mesa en medio del comedor. La mesa es imponente, brilla con su brillo marrón oscuro parada sobre sus cuatro patas. La mesa es una mesa insolente, se sabe demasiado grande para caber por la ventana y por eso me mira desde el centro del comedor con insolencia. Intenté destrozar la mesa con mis manos. No tengo un serrucho y por eso intenté destrozarla con las manos, pero mis viejas manos son débiles, y están aún más débiles por el dolor que sienten, se extienden ante mí mostrándome su inutilidad y su desazón como si estuvieran enfermas. Mis manos están enfermas, son débiles, quebradizas, pero tienen voluntad. Me han dado la idea para mi venganza. Me han dicho usanos que a través de nosotras podrás vengarte. Por eso estoy escribiendo sobre la espalda de la mesa del comedor, que es el único mueble que ha quedado, y la voy llenando de heridas de cuchillo a medida que escribo. Escribo con un cuchillo y voy cortando la piel de la espalda de la mesa con palabras. Es un cuchillo de cocina el que utilizo y todavía huele a la mayonesa de la cena de anoche. No me siento en una silla para escribir en la espalda de la mesa sino que me recuesto sobre ella con las piernas colgando como si ella fuera una muleta y yo una mujer coja a punto de caerme al bajar una empinada escalera. Una mujer coja que tiene una pierna rebanada por encima de la rodilla. Es con el muñón de la pierna rebanada que escribo. El muñón es el cuchillo que no alcanza para rebanarme la garganta sino solamente para garabatear sobre la espalda de la mesa. Me gusta la expresión espalda de la mesa pues con ella sintetizo que es el mundo entero que se olvida de mí ahora que sufro aparatosamente. Yo soy la pantorrilla que le falta al muñón y no me atrevo ni me atreveré a cortarme la garganta ahora que he descubierto que ya nunca jamás ni por un descuido podré ni deberé por la memoria de Dolly tener plantas en el departamento. Ni siquiera flores de plástico. Ni siquiera gente apellidada Flores o Romero o Gardenia, de haber gente con estos espantosos apellidos. Ni permitiré el paso a mujeres llamadas Lila, Violeta, Jazmín, Magnolia, Primavera, Celeste, Rosa, Hortensia, o Alelí. Ni nombres alusivos a vegetaciones minúsculas. Ni siquiera nombres alusivos a vegetaciones inexistentes o vegetaciones extraterrestres. Tapiaré mi jardín y lo llenaré de cemento. Menos mal que no tengo jardín porque de tenerlo habría estado aún más desesperada de lo que estoy ahora. Tapiaré de todas formas mi jardín, mi jardín pensado y deseado alguna vez por mí, pues también he deseado como lo haría toda mujer un jardín donde entretener a Dolly. Este jardín lo llenaré de cemento. Oh, Dolly, oh, Dolly. Estoy completamente descorazonada. Estoy completamente deprimida y descorazonada, tengo ganas de arrancarme el corazón con las uñas pero soy tan cobarde, Dolly, que no me atreveré más que a arrancarme el corazón metafóricamente sobre la espalda de esta mesa. Mi corazón destrozado, chorreante de lágrimas. Es la tinta que uso sangre que mana de mi corazón destrozado. Estoy diciendo, con todo esto, que soy una mujer al borde de caerse de la mesa. Mi corazón de mujer dolida tendido sobre la espalda de esta mesa que ya no tiene lugar para contenerlo. Soy una mujer al borde de caerse de la mesa pues la superficie de su espalda es tan pequeña que no alcanza para tatuarle más palabras. Me deslizo por sus bordes como una oruga rasgando con el cuchillo todo a mi paso y siento contra mi pelo y mi cara el viento de abismo que se extiende a mi lado. La espalda de la mesa es la cima de un peñasco, abajo hay un mar embravecido dispuesto a tragarme sin piedad de ninguna clase. Yo sé que el piso no sentirá piedad por aquella que por descuido caiga y se reviente contra él. El mar no siente piedad. Las cosas no sienten piedad y tampoco las plantas. Oh, Dolly. ¿Dónde caeré cuando se me acabe la mesa? ¿Se convertirá el piso al recibirme en una cloaca que me ahogará con su pestilencia? ¿Se me clavará (ojalá) por accidente el cuchillo en la garganta? Soy una mujer estúpida. Ya no tendré plantas nunca más y estoy preocupándome por la posibilidad de caerme de la mesa. Todavía me queda un borde, luego podré deslizarme como una araña por debajo de la mesa para recibir su abrazo y escribirle la parte más dura de la historia en el pecho. Hasta ayer a la mañana adoraba las plantas y pensaba en tener un níspero creciendo sobre mí cuando mi cuerpo fuera enterrado por considerados parientes lejanos en un nicho familiar. Ya no seré enterrada por familiares lejanos, pues sin vos, Dolly, estaré eternamente enterrada en el tempestuoso ventarrón del desconsuelo. Oh, Dolly, estoy enterrada como una mujer sin peso en los vientos del desconsuelo. No se apiada de mí el viento este. Me mueve sin consideración de aquí para allá. Es por eso que no debo soltarme de la mesa y seguir escribiendo en ella. Esta mesa es el ancla que me mantiene en el centro del departamento que ocupamos todos estos años, vos y yo. Todo sobre lo que escriba irá sedimentando en esta mesa. Nuestra mesa compartida, nuestra mesa adorada, desde donde te miraba desplazarte como un pájaro de luz de aquí para allá. Yo adoraba las plantas y ahora sé que ellas son responsables de mi desgracia. Es mi amor por ellas el responsable de mi desgracia. Voy deslizándome a la primera de las cuatro patas de la mesa para continuar el relato. Voy observando a la vez que el cuchillo empieza a desgastarse. Tal vez tendré que recurrir más tarde o más temprano a mis uñas y a mis dientes, tal vez termine gritando abrazada a la mesa las últimas partes del todo que quiero componer y olvidar. Pero no olvidaré. Olvidar es absolutamente improbable para mí. Donde hubo tanto amor. Dolly sabe que mi amor era tan grande que año tras año mi cuerpo fue creciendo para poder contenerlo y aún así no dejaba de desbordarme y ocupar todos los rincones del departamento. Mi amor desbordado por Dolly era el que cuidaba las plantas. Este amor está huérfano de mí y de Dolly, veo cómo va disolviéndose en el vacío y me siento a mí llenándome de aire viciado como un globo a punto de reventar. El aire viciado que me llena es aire caliente, el peso de esta mesa a la que me aferro es lo único que impide que me desprenda del suelo y termine volando por ahí. ¿Dónde iría a parar si me desprendiese del suelo? Pues en el techo. Es más, con solo pararme sobre la espalda de la mesa podría tocar el techo con las manos y continuar allí mi relato. Pero si lo hago profanaré con mis pies las palabras que ya he escrito. El cuchillo sigue desgastándose. Mi cuerpo sudado por el esfuerzo de mantenerme en equilibrio vuelve resbaladiza la superficie de la mesa. Numerosas planteras poblaban los espacios de mi departamento y en ellas había romeros, gladiolos, aloes, ciclámenes y, por supuesto, rosas. Hasta esta mañana en que las he arrojado por la ventana perfumaban de naturaleza el ámbito del departamento. Humedad de riegos. Oh, nunca más olor a tierra mojada. Tapiaría y llenaría de cemento si pudiera todos los jardines y bosques del mundo, incluso los minúsculos, inclusive los imaginarios. Voy mudándome de pata con esta frase carente de importancia. Hasta esta semana tenía planeado conseguirnos a Dolly y a mí una de esas planteras largas y profundas para colocarlas en el balcón. Para que Dolly las huela cuando se pusiera a mirar por la ventana. Está tan lejos de mí el balcón. Podría hacer caminar a saltos la mesa hasta llegar al balcón y arrojarme de allí contra la calle. Pero no me atrevo. Soy una mujer cobarde. Mis cabellos se pegan por el sudor a mis ojos y me impiden ver si mi letra sigue siendo inteligible. Tengo tantas ganas de abrazar a Dolly. No sé cómo despertaré en las mañanas sin sus húmedos besos. Tal vez me duerma ya por siempre pues no la tendré para despertar. O tal vez despierte en la hora acostumbrada con el recuerdo de sus besos. Menos mal que sus besos aunque húmedos no olían a vegetación sino a carne, a exudación de Dolly. En este mismo instante adquiero conciencia de que la amaré por siempre. Las imbéciles plantas me la arrebataron. Cuando me lo dijeron no me lo pude creer. Siempre pensé que eran inofensivas. En realidad salvo las plantas carnívoras las plantas son inofensivas. Y las carnívoras sólo comen insectos. Pero en mi departamento nadie comió a Dolly porque de ser así le hubiera abierto el vientre con las manos. Es una lástima que las plantas no agonicen con estertores. Me hubiese gustado verlas temblar mientras iba estrangulándolas esta mañana. Voy como navegando a la deriva en la mar de mi odio hacia las plantas. Pero no navego a la deriva sino que me dirijo diligente hasta la tercera pata. Está fresca y marrón y cepillada como todos los días para mantener su limpieza inmaculada. Ya sólo queda el mango del cuchillo, la hoja se ha desgastado completamente. Menos mal que el mango es de metal pues si hubiese sido de madera sería posible una alianza con la mesa para atentar contra mí. Ya lo vegetal atentó contra mí al arrebatarme el objeto de mi amor. Pierdo el equilibrio por culpa del sudor que me chorrea por todo el cuerpo. El sudor va limpiándome la piel y me cubre de una capa de aceite protectora contra cualquier ataque plántico. Todo reluce limpieza en mi departamento. Desde el piso del baño a las paredes de la cocina, incluso los colchones carecen de la más mínima cantidad de polvo. Y me costó mantener la casa limpia. Es como un hospital, pero un hospital de gente sana. Pues aunque a Dolly lo de la limpieza la tenía sin cuidado siempre fuimos limpias. Y muy bien alimentadas. Es por eso que no entiendo el acto de Dolly, y me lo pregunto y me lo pregunto una y otra vez buscando una respuesta en algún rincón rebelde a mi entendimiento. Es posible, pensé, que la excesiva frondosidad de los rosales la haya llevado al delirio de necesitarlas dentro de sí. Eran bellas las rosas, menos mal que no quedó ninguna porque me hubiese dolido tener que matarlas. Pues las hubiera matado. A no dudarlo. Y con mucho más ensañamiento aún que cuando rompí esta mañana las planteras contra el piso inmaculado y arrojé llena de rabia cada rastro de vegetal a la calle. Incluso vacié el refrigerador. Incluso vacié las latas de tomate que estaban en el refrigerador. Y los zapallos, cebollas, locotes, etc. Todo. Hasta las naturalezas muertas colgadas de las paredes fueron a parar en caída vertiginosa contra la calle. Y vi con una especie de mueca atormentada en la boca que quería fuese una risa pero que no pudo serlo cuando los coches pisaban indiferentes todo lo que alguna vez me podría recordar a Dolly. Pero Dolly está dentro de mí. Ni aún en esta última pata de mesa donde aún no he escrito nada que me lleve a Dolly y que permanece por tanto ajena a mi dolor consigo no recordarla. Ya estoy manchando de escritura esta última pata. Siento como si la mesa temblara de miedo de mí por estar sometiéndola a mi voluntad criminal de mancharla. El cuchillo ya casi no existe. Es sólo un pedacito de metal que uso como carbonilla para trazar el retrato trémulo de mi desventura. Puedo sentir debilitarse los latidos antes vigorosos del pecho de la mesa, que desde hace ya un rato está cerca de mí, sobre mí, alrededor de mí, tocándome, ya en mis mejillas, ya en mi nuca, ya en mi espalda. Observo el pecho de la mesa que va estriándose aún antes de que el terremoto de mi voluntad arremeta contra él. La mesa está desvaneciéndose. Puedo sentirlo. Aunque es posible que sea yo quien esté desvaneciéndose. Es posible que el departamento y yo nos estemos desvaneciendo. Pero Dolly permanece aún, imperturbable. No debo permitir que nada se desvanezca antes de cumplir mi cometido. Después que se desvanezca lo que tenga que desvanecerse. Después es después, y a mí no me concierne. Se ha desvanecido el cuchillo. Era el cuchillo el que estaba disolviéndose y no pude hacer nada al respecto. Ay de mí. Ay. Esta última astilla con que acabo esta frase la clavaré contra la última axila inmaculada de la mesa. Empiezo con el dedo gordo de mi pie izquierdo, pues los dedos gordos son los únicos que tienen uñas. Mi carne no es lo suficientemente fuerte como para rasgar la madera. En un momento más deberé desplazarme al pecho de la mesa y soportar su abrazo o intento de abrazo sin enternecerme. Es casi imposible no enternecerse al recibir abrazos, especialmente los abrazos agónicos como el de la mesa, pero lo tengo que hacer. Yo abrazaba mucho a Dolly. Ella no podía pero recibía mis abrazos observándome llena de ternura y entrega con sus grandes ojos marrones. Oh Dolly. Tus ojos. Ya no me reflejaré nunca más en ellos por culpa de las espinas de rosa. Cuando vi a Dolly escupir sangre esta madrugada quise beberme su sangre y transfundírsela de nuevo a besos, pero Dolly no tenía fuerzas para tragarse nuevamente su sangre. Ya estoy contra el pecho de la mesa, mis piernas sudorosas le envuelven el torso pues mis pies ya no sirven sin uñas y además empieza la parte más convulsa de mi relato. Me sirvo primero del meñique de mi mano izquierda. En la clínica me dijeron que Dolly tenía la garganta desgarrada como si hubiera tragado vidrio. La doctora me miró al decírmelo como si fuera lo más espantoso del mundo. Y era lo más espantoso del mundo. La doctora me miró y se compadeció y probablemente si me hubiese mostrado un poco más abatida me hubiera abrazado, loca de amor por mí, como me abraza ahora esta mesa. Oh Dolly, sólo ella pudo hacerse heridas tan poéticas. Ya desde el primer instante en que escuché de sus heridas supe que había sido por las rosas. Las vi despedazadas ayer en la mañana y recordé el amor de Dolly por ellas y cómo olía y masticaba las flores que se nos cruzaban en nuestros paseos vespertinos por plazas y jardines. Fuiste demasiado tonta o demasiado inteligente. Nunca lo sabré. Voy por el anular de la segunda mano y dejaré de describir las uñas que utilizo porque se desgastan rápido. Siento cómo la mesa empieza a abrazarme con las patas debilitadas por los cortes que les infligí. La mesa no sangra y yo sudo. Sudo y lagrimeo. Soy sólo voluntad y dolor en este momento. Mi sudor es la sangre que pierdo por el esfuerzo de escribir el dolor de la muerte de Dolly y las lágrimas son la sangre de mi alma que va muriéndose poco a poco por las heridas causadas por la muerte de Dolly. La mesa es tan dulce, Dolly, huele tan bien. Mi sudor me protege de ella pero la mesa no me hará nunca daño, se ve, está completamente enamorada de mi desesperación. Quiere contenerme. Quiere amarme y ser amada por mí, pero yo nunca podré amar a nadie más. Tengo hambre. El esfuerzo me ha agotado y estoy completamente ciega por tener tan cerca de mí el pecho de la mesa pues al acabárseme las débiles uñas he comenzado a morderla. Estoy segura de que mi letra resultará espantosa. No sé por qué debo preocuparme por mi letra. No sé por qué deba preocuparme por algo más. Dolly ha muerto. Dolly ha tenido una muerte horrible, desangrándose en el piso del departamento, luego en el ascensor y la calle y finalmente en la cama de la clínica. Sin Dolly a mi lado ya nada más debe preocuparme. El calor del pecho de la mesa me mueve a la ternura. Quisiera contonearme para ella un ratito pero carezco de fuerzas. Voy a desgastar todos mis dientes por Dolly. ¿Podré comer sin dientes? He dejado de sudar. Me alimentaré de mi aliento y de los recuerdos, Dolly. Después de todo, esta mesa ha sido amable conmigo que sólo quise humillarla. Ya no importa. Voy a abandonar el abrazo de la mesa porque ya no queda espacio libre que me pueda contener. ¿Dónde caeré? Pues al piso. Si es que hay todavía un piso. Y si no hay un piso seguiré cayendo para siempre sin uñas ni dientes ni ninguna gota de sudor o lágrima en mi cuerpo. Estoy seca, pero ya no importa. He acabado. Pertenezco a esta mesa, ni siquiera pertenezco más a Dolly. Tal vez abajo podré volver a reflejarme en los grandes ojos marrones de Dolly. Oh, Dolly. Dolly. Oh, mesa, mesa.
(2007)
[1] Publicado en el libro “OSOBUCO”. Ed. Pánico el pánico, Buenos Aires 2011.
* Ever Román. Nací en Paraguay, el año de 1981, en un pueblo llamado Mariscal Estigarribia, que tenía 200 habitantes, entre indígenas, menonitas, colonos de Europa del Este y algunos pocos paraguayos. En mi adolescencia me mudé a Asunción, donde estudié Ciencias de la Comunicación. Fui uno de los fundadores del Semanario el Yacaré, una publicación gratuita de la movida cultural asuncena, que sacó 250 números en 5 años (2000-2005). La publicación marcó un hito en la producción literaria paraguaya, pues de allí salieron varios escritores que siguen produciendo hasta ahora.
Publiqué los libros de cuentos «Falsete» (2016) y “Osobuco” (2011), en Paraguay y Argentina respectivamente. Además, relatos en antologías de Argentina, Paraguay, Alemania y España. Tradujeron un relato mío al alemán para «Neues vom Fluss: Junge Literatur aus Argentinien, Uruguay und Paraguay», Ed. Lettrétage (Berlin, 2010).
Vivo en Buenos Aires desde el 2007. Allí estudié Cine y dirigí los cortometrajes “El pedido”, en 2013, y “Día libre”, en 2016. Actualmente estoy en la producción del cortometraje “Caracoles”, y de “Pelirrojo”, mi primer largometraje, que se rodarán en 2017.
Trabajé en radio, televisión, de telemárketer, vendedor, camarógrafo, fotógrafo, entre otras cosas. Actualmente doy talleres de literatura en instituciones psiquiátricas y alterno trabajos de fotografía en audiovisuales. En Buenos Aires, dirijo el ciclo de lectura «Literapunk», que está en su 4to año.