La guardia de los olvidados

Ilustración de Andrea Agudelo. Cortesía de El Dibujadero.

Por: Rebecca Romero Coronel

Se habían deshecho por unas horas del cortejo de la muerte, esa hueste de animales carroñeros que olían a la guerra. Durante la marcha, con el sol crepitante en llamas sobre un cielo sin nubes y un camino sin final, se detuvieron a reposar en la sombra carbonizada de un árbol de palo santo y unos arbustos de espinos, esperando recuperarse.

—No se cansan.

—Iñembyahyi hikuai [1]—respondió el otro soldado a su camarada, usando una espina de los arbustos a modo de escarbadientes—.

Uno de los cabos, un niño demasiado verde para la vida y demasiado maduro para la guerra, estaba tendido en el suelo empolvado. Una sombra agujereada le protegía del sol, estaba ardiendo en fiebre, balbuceaba como el subconsciente de todos con una sola palabra intercalada con otro clamor.

—Tengo sed, agua—.

Nadie podía responderle, ni querían escuchar sus quejas y ver como la sed lo debilitaba con cada minuto que pasaba. Uno de los soldados del pelotón de los olvidados se levantó de un salto, hastiado, con una mezcla de rabia y desesperanza fue hasta el desdichado, lo tomó de los brazos con el afán de pedirle que se callara, de conseguir su silencio a punta de puñetazos, pero en vez de golpearlo, de sollozar como un niño desconsolado delante de sus demás compañeros, lo levantó y reanudaron la marcha. La esperanza era lo único que los mantenía en su búsqueda.

—Jahá jey atú, ¡eguatá! Nahendúseveima [2].

—Agua —le respondió el cabo—.

—Ya vamos a llegar, el pueblo y su tajamar, jaha atú [3], ¿na nde mandu´ai pio? [4] —se le quiebra la voz en vez de punto final.  

No había pueblo ni tajamar, era una mentira cruel que dijo en voz alta para sí mismo y para su compañero, él tenía tantas esperanzas de vivir como aquél que pedía agua ya con sus últimas fuerzas.

Un aullido lejano y a la vez demasiado cerca, la horda de los aguará les pisaba los talones. Habían perdido el miedo, el hambre inquietaba demasiado a las fieras y seguir a los sobrevivientes de ese pelotón era encontrar alimento seguro. Otros se unían al cortejo de la muerte, buitres, moscas y el Chaco se sacudía de los intrusos de la guerra sin distinguir bandos y los acorralaba contra la sed y el territorio de lo inmenso.  

Notas:

[1] Tienen hambre.

[2] Sigamos, camina, ya no quiero escucharte.  

[3] Vamos, sigue.

[4] ¿Qué no te acuerdas?    

Literariedad

Asumimos la literatura y el arte como caminos, lugares de encuentro y desencuentro. #ApuntesDeCaminante. ISSN: 2462-893X.

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