Ilustración de Angélica Jhoana. Cortesía de El Dibujadero.
Por Javier Viveros.
Soy el último amigo que le queda a Jeremías. Fuimos vecinos toda la vida, compartimos la infancia y atravesamos juntos el accidentado camino de rocas de la adolescencia. Digan lo que digan, yo estaré con él hasta el final. Podría decirse que todos los trofeos de goleador que vieron sobre el aparador de la sala se los debo a él. Tantos torneos interbarriales hemos conquistado y casi todos gracias a él. Yo marcaba los goles, pero era Jeremías quien me alimentaba de balones. Yo era Schevchenko y él era mi Rebrov, escudero silencioso que labraba las jugadas y me hacía llegar la pelota, vía pases telepáticos, entre laberintos de piernas rivales. Yo entraba al área justo cuando su diestra zurda metía el balón para romper el fuera de juego, la sincronía era perfecta y me tocaba tan solo empujarla. Para mí eran los gritos del público, los récords de goleador y los flashes de la gloria. Él estaba contento con su papel de líder en la sombra, de sol abrazado de nubes.
Con el paso del tiempo, Jeremías acabó una carrera universitaria. Algo de poco repetida suerte y su buen manejo del inglés lo llevaron a encontrar trabajo en un banco multinacional, cuando mediaba la década del 90. Tenía como base a Ghana, un país que llegó a adoptar como suyo y del que hablaba en términos casi amatorios. El calor eterno del lugar tenía no poco que ver en ese amor confeso, porque quienes lo conocemos sabemos que Jeremías es un friolento de primera magnitud. En una ocasión, antes de volver a Paraguay, tuvo que ir a Sierra Leona, solo por una semana, el tiempo necesario para conseguir una visa de entrada múltiple, en la embajada que Ghana tenía en Freetown. Después de sufrir los papeleos de rigor, decidió entregarse al turismo hasta que la visa estuviera lista. Recorrió la capital primero, alquiló después una camioneta y manejó hasta Kono, al este de Sierra Leona, un territorio rico en diamantes. Según Jeremías, el distrito de Kono tenía el suelo más agujereado que un hueso en romance con la osteoporosis. Tierra acribillada a golpes de pala; montañitas de color cobre provenientes de la tierra excavada. En el suelo de Kono dormitaban las piedras preciosas y encima de él se movilizaban los rebeldes del Frente Revolucionario Unido y los militares que los combatían.
El día en que llegó a Kono todo cambió. Punto de inflexión en su vida. La historia nos la contó miles de veces sin contradecirse jamás. Yo podría repetirla palabra por palabra. Jeremías conducía su camioneta por sobre la superficie gruyère de Kono y por una urgencia de vejiga se detuvo a regar el tronco de un baobab de poquísimas hojas. Cuando la tierra caliente se bebió las gotas rezagadas, Jeremías vio claramente a pocos metros un fragmento rojizo que brillaba en complicidad con el latoso sol de enero. Se acercó y pudo entender que se trataba de un pequeño diamante, “rojo como aceite de palmera”, según sus propias palabras, una pieza de gran hermosura y de todavía mayor valor comercial. Esa piedra se le antojó como la repentina solución a todos sus problemas financieros: los diamantes rojos son muy bien cotizados por su escasez y belleza.
Tomó la piedra entre sus manos y la levantó como a una copa hacia el cielo del mediodía. El silencio era espeso, cargado de sospechas, obviamente culpable de algo que no podía ocultar, un delito que su lenguaje corporal y ese abundante sudor delataban sin ambigüedades. El rugido de un motor a la distancia produjo estrías profundas en el silencio y logró que Jeremías volviera del ensueño al que lo indujo la preciosa piedra. Subió al techo de la camioneta y con sus binoculares pudo ver que un camión repleto de soldados camuflados se dirigía hacia él, a toda máquina. El vehículo venía radiante bajo el solitario sol de la hora sin sombra. No alcanzaba el tiempo para emprender una huida. Los diamantes de Kono eran extremadamente importantes para los rebeldes, pues los intercambiaban por armas a un liberiano señor de la guerra; eran las leñas del conflicto, preciosas rocas coaguladas de pólvora y polvorientas de sangre.
Nunca pudo determinar si los soldados que venían eran del ejército o de los rebeldes. Para dedicarse a la minería de diamantes, aún en baja escala, había que portar una licencia. Licencia que, por supuesto, se compraba y con la que, como era de esperarse, Jeremías no contaba. Sabía que si los uniformados lo encontraban con ese diamante su muerte sería instantánea. En aquellos tiempos, en Sierra Leona importaban todavía un poco menos los incidentes internacionales. Jeremías no quería perder la preciosa roca por nada del mundo. Entonces, sin pensarlo dos veces, se la tragó en seco, veloz como un acto reflejo.
Espinado de ametralladoras, el destartalado camión llegó hasta su posición. Una veintena de soldados saltó de las entrañas del vehículo. El que sin dudas era el jefe, se dirigió a Jeremías en idioma krio primero, y en inglés luego. No obtuvo respuesta porque Jeremías estaba mudo de pavor y con los brazos en alto. Los soldados le revisaron, lo llamaron orpotho y “desteñido”, le robaron la billetera, el reloj y la camioneta alquilada, lo empujaron y le escupieron nada más que un poco. Alguna AK47 masajeó su nuca en una caricia enternecedoramente bruta. Como nada encontraron, los soldados se fueron y Jeremías quedó dando gracias al cielo porque le permitieron conservar la vida.
Luego del incidente y ya en Freetown, retiró su pasaporte con la visa y regresó a Paraguay a disfrutar de sus vacaciones. Acabadas las mismas, debía retornar a Ghana, pero jamás volvió a pisar suelo africano. Renunció a su empleo y su obsesión se convirtió en el diamante que tenía adentro, el diamante que se ocultaba en alguno de los vagones del tren de su estómago. Incurriendo en lo que algunos llaman el primer signo de su locura, al diamante que se había tragado lo bautizó como Deimi (¿una personificación estrafalaria? Sí, pero también paternal). Deimi pasó a ser como uno más de nosotros en las reuniones de amigos.
—¿Alguna novedad?
—Ninguna, pero intuyo que Deimi no tarda en salir.
Cuando Jeremías iba al baño no tenía trato directo con un inodoro común sino que en un recipiente de aluminio hacía eso que la hipocresía social traduce como «sus necesidades» y que en algunos libros españoles se conoce como «aguas mayores». Jeremías va al baño y nada se arroja directamente al río que dormita en el inodoro. Hay filtro allí; un laboratorio químico habita entre esas paredes. Las arenas son interrogadas, se las mece como en una cuna, en busca de pepitas de oro; el recipiente es como un bebé que llora y que es afanosamente columpiado sobre una hamaca de cúbitos y radios.
—¿Algo de Deimi?
—Todavía nada.
Uno de nosotros le sugirió el uso de un remedio yuyo, una hierba medicinal que encerraba un poderoso laxante natural. Lo probó, sin éxito. Otro recomendó un infalible cóctel farmacológico que podía “hacer caer hasta porciones del intestino”. Nada. No hubo resultados positivos. El caprichoso diamante seguía negándose a abandonar la oscura cueva que le daba cobijo. Nuestro grupo se dividió entre quienes dudaban de él y entre a quienes preocupaba. Estos últimos, tras mucha insistencia, logramos que lo viera un psicólogo. Casi todos sostenían que lo más probable fuera que él haya defecado enseguida y enviado así el bendito diamante a las cañerías. Pero Jeremías aseguraba que no, que para nada, que todavía guardaba la riqueza en su interior, como una ostra de labios sellados. Jeremías comulgaba con aquel viejo pensamiento: en tu interior está la solución a todos los problemas. Lo importante no es lo externo, sino lo que llevas adentro. Estaba completamente seguro de eso y por ello empapelaba de fotos de diamantes las paredes de su habitación y esperaba, aguardaba pacientemente porque estaba convencido de que su tiempo llegaría. El psicólogo mencionó algo así como “la identificación con un objeto amado” o alguna parrafada que no sirvió de nada en lo absoluto.
Los amigos empezaron a abandonarlo de a poco. Al Jeremías monotemático dejaron de visitarlo diciendo que su charla era de mal gusto. Todos lo condenaron al ostracismo, espantados por su repetido monólogo escatológico, por su indecente obsesión excremental.
Yo le creo y soy su amigo, soy la última persona que puede conjugar esos verbos en tiempo presente. No lo voy a dejar y seguiré apoyando su relación tantálica con la gema en la que tiene cifradas todas sus esperanzas para el futuro. Porque Jeremías está absolutamente convencido de que, de un momento a otro, va a llegar la deposición millonaria que lo elevará a un nivel de vida diferente. Y sé que cuando eso pase, él sabrá recompensar mi fidelidad y confianza inagrietables.
Accra, 9 de mayo de 2010
De “Manual de esgrima para elefantes”, 2013.
*Javier Viveros. (Asunción, 1977). Magíster en Literatura por la Universidad Nacional de Asunción, es además cuentista, poeta, guionista y dramaturgo. En el 2012, la editorial Hapa-no-kofu de Tokio tradujo al japonés sus haikus de En una baldosa. En el rol de editor ha publicado Punta karaja – Cuentos paraguayos de fútbol y Epopeya I, II y III. Ha sido galardonado en concursos locales y extranjeros, entre los que cabe destacar el Premio Internacional de Cuento «Juan Rulfo» (año 2009), en el que su trabajo “Misterio JFK” resultó finalista. También fue elegido por la revista Luvina como uno de los más destacados escritores latinoamericanos menores de 40 años.
Hasta el momento lleva publicados los libros de cuento La luz marchita (2005), Ingenierías del insomnio (2008), Urbano, demasiado urbano (2009), Manual de esgrima para elefantes (2013), Una cama para Mimi (2013), Alonsí (2014), Fantasmario (2015), Por debajo del radar (2016) y Tana, la campana (2017), además de los poemarios Dulce y doliente ayer (2007), En una baldosa (2008), Panambi ku’i (2009) y Mensajeámena (2009). En cuanto a guiones ha escrito la obra teatral Flores del yuyal, el largometraje El supremo manuscrito y numerosos guiones de historietas para los libros de historieta bélica Pólvora y polvo, Epopeya I, II y III.
Algunos de sus textos integran antologías de narrativa de Alemania, Argentina, Chile, Cuba, España, Escocia y Paraguay. Es el vicepresidente de la Sociedad de Escritores del Paraguay.