Ilustración de Mauricio Robledo Arias. Cortesía de El Dibujadero.
Por: Damián Cabrera.
El panorama de las luces se prende en el perímetro y rebota contra el agua. Las turbulencias pequeñas multiplican la luz en porciones: se ciñe el silbido a los pastos y camalotes, al güembé. Desde la superficie horizontal del lago. Rojo de día. Negro de noche.
Es un paisaje de anillos en el que el agua es el núcleo. Hay una flora ictícola que brotó alrededor, y que coexiste con algunos intentos de paisajismo; los senderos abiertos, espontáneos, y los camineros de asfalto para el paseo vespertino de los deportistas; bajo una sombra de árboles, en la frontera mínima entre el lago y las avenidas; y justo ahí el cúmulo de cemento y luces. Del comercio a la cartelería. En la ciudad el lago. Es un respiro.
Artificial.
El equilibrio de su estructura reposa sobre la superficie vertical de la pared del corredor: la bicicleta nueva es el regalo que anima el apuro del hijo. Y la promesa de que el siguiente fin de semana la mamá se haría de tiempo para que recorrieran juntos la ciclovía del Lago recae sobre él como prohibición de andar solo en bicicleta.
Él se monta sobre ella y trata de andar por el breve espacio del patio trasero. Pero es un fracaso.
La empleada es la que está en la cocina. Mezcla la leche fría con el chocolate en polvo, pero la materia se resiste y se forman grumos; el azúcar, previamente húmedo en el recipiente poco hermético, se queda en el fondo de la taza. Él con disgusto sorbe la leche, espesa, y ve dibujos animados.
La mamá. Joven. Se demora. La cena demora —las verduras sin cortar, la carne cruda, sin mezclas— en la bolsa de hule. Por el camino más largo.
La novela no tarda en comenzar y la empleada se tranca, en la piecita de la empleada, a ver a sus actores favoritos padecer sus dramas en portugués. En 20 pulgadas.
El camino más corto, piensa él ahora. Antes de que llegue. Piensa. Ataja el pedal con una mano para no hacer ruido y camina agachado, con pasos cortos y rápidos, hacia el portón. La avenida baja hacia el Lago, y la fuerza del descenso desliza el viento en su oreja.
La indocilidad del artefacto, la falta de pericia en el manejo de sus mecanismos. Cuando alcanza a dos nenas Mbya que pasean tomadas de las manos —vestidos blancos demasiado estrechos para el volumen de sus cuerpos—, en las primeras vías de la acera, en el último anillo exterior del Lago, presiona el freno delantero y casi-casi se cae.
Van y vienen los autos, iluminan los vestidos blancos de las nenas, que se pierden detrás del hijo, que avanza veloz, que arrastra la luz de los rayos de la bicicleta formando un anillo anaranjado ahora.
El siseo de insectos es robusto, cuando llega. Las ruedas nuevas besan con sus bigotes, vírgenes, las vías.
Cuando el hijo alcanza el puente, en el límite de la ciclovía, ve difícil el tránsito y retorna. Ahora siente una dificultad al pedalear, y un ruido. El asfalto, antes amable, ahora áspero es. El hijo se baja y contempla horrorizado su llanta trasera. Destrozada está. Inspecciona con ganas de llorar, su pobre regalo estropeado. La arreglarán, piensa. Pero tardarían días. Le van a reprochar su fuga. El camino más largo, piensa.
El hijo dirige su mirada hacia la avenida empinada que lleva a su casa. Titubea, pero camina con miedo al castigo, mirando hacia adelante, mirando hacia atrás.
Entre los árboles, entre la maleza junto al agua, de repente, el silencio de los animales le acompaña. Con amenaza.
No hay siseo alguno en las copas de los lapachos. La luz del agua se ve lentamente empañada por una niebla que crece irregular en las orillas y en el centro, y que se expande hacia las flores oscuras de los matorrales que destilan olor, de donde no se ve al hijo salir.
La luz proliferada, ahora en fragmentos móviles. Pero el agua es negra. El vigor de su transcurso es interrumpido por una presa que a la vez funciona como puente. Al atardecer, el entrenamiento de los remeros suele perturbar la dirección de la corriente y agita los sedimentos que bajo la superficie se expresan en volutas gordas. Pero por las noches, el efecto de espejo en el que la luz se reproduce da una impresión de limpidez. Ahora que la niebla cubre el Lago, pero también revela las aureolas de los alumbrados superiores donde los coleópteros bailan borrachos, hay una opacidad renovada, pero esta vez es blanca, es espesa, y es exterior.