Imagen: Marichu
Hasta yo que me la paso soñando despierto tengo tiempo para reflexionar sobre todo lo que tengo pendiente por hacer, o bien porque está todavía en una lista arrugada o porque hace mucho que espera empolvado en el cuarto oscuro reservado para viejos menesteres; a veces también porque descubro que otro ya lo había hecho antes y mi idea no era tal sino apenas una visión o por mucho un déjà vu. Así que recapacité y me propuse rescatar todo lo que vaga por ahí hace años en cuadernos viejos y bits olvidados en esa selva digital que, al contrario de la verde de afuera, no deja de crecer. A lo mejor eso fue lo que pensó en algún momento de su vida el italiano que ya tiene quince títulos universitarios, y que lo constituye toda una marca mundial; es un hombre como cualquiera pero que decidió deshacer tanta promesa y proyecto añejo y empezar a amasarlos con el barro que fuera teniendo a la mano que le venía del cielo.
Pues me demoré más en pensarlo que en ser pensado, como decía el abuelo. Apenas abrí la puerta de un cajón aleatorio y ya había saltado a mis manos una libreta vieja llena de moho café y hasta de caminos olvidados por legiones de comején del siglo pasado. Por la portada la recordé de inmediato, aunque estuviera casi destrozada por el tiempo, así como que allí rasgué uno de mis primeros poemas en medio de una ceremonia religiosa de mi colegio. La primera línea, escrita en unas mayúsculas afanosas y grotescas, decía que yo, el yo de aquel momento supongo, en realidad era hijo del presidente de la república de entonces pero que jamás había sido reconocido legítimamente. La historia empezaba con la descripción que hacía la abuela, uno de mis primeros intentos de taxidermia, del palacio presidencial y de sus habitantes, entre ellos, mi madre, que era la empleada del aseo personal de la familia presidencial y mi padre, el jefe de estado. Luego seguía la historia de cómo ellos dos se enamoraron y mantuvieron un romance secreto durante años nocturnos y extranjeros, y aunque hablaba poco de amor algo en ello lo sitiaba de forma clandestina. Y en la misma página, antes de terminarse, exponía los motivos oficiales que llevaron a mi padre a negarme los derechos propios del poder. Me detuve antes del final pensando si eso que yo había emprendido, por allá a mis quince años, era más ficción que realidad o viceversa. No supe si continuar leyendo, porque ya sabía que no iba a terminar de escribir esa patraña nunca, bien fuera por no tener que investigar o qué inventar. A veces es mejor volver pronto, antes de que el pasado se convierta en presente y este en futuro.
Y como no todo podía ser tan romántico, por supuesto, también tenía que ser contada allí la historia de la mujer que ganó un millón de dólares antes de cumplir dieciocho años y que luego afirmaba que el premio la había condenado a una vida de dispendio, estrés y desdicha, y demandaba a la lotería por daños y perjuicios, no se sabe si con fines económicos o sicológicos. El valor de la indemnización también era de un millón, para tener la oportunidad de volver a empezar a enloquecerse. Algo parecido a lo que nos sucede a los que empezamos a leer un libro otra vez justo al terminar de leerlo, o porque sí o porque no. Pero digo que no es nada bueno porque el otro día leí una noticia casi exacta en un periódico inglés. Así que si usted que me lee fue el que entró a mi cuarto de viejeras y transcribió la historia y la convirtió en noticia viviéndola, tenga la bondad de hacer lo mismo con las demás para ahorrarme el trabajo de estornudar tanto.