Un sueño en empaque de cartón
Por: Juan Guillermo Ramírez
El negocio del cine es macabro, grotesco. Es una mezcla de partido de fútbol y de burdel.
F.F.
En 1935, los estudios italianos “Cines” son destruidos por un incendio; para sustituirlos, el industrial Carlo Roncorini levanta “Cinecittá”, la ciudad del cine, el Hollywood italiano, un enorme complejo industrial con más de una docena de foros y varias y gigantescas fuentes y albercas; sin duda los mayores y más importantes estudios cinematográficos construidos en Europa. Roncorini muere al poco tiempo de finalizar su obra en 1937 y Cinecittá pasa a manos del estado fascista italiano, interesado en el control y en el fomento de la producción fílmica. Su historia posterior ha sido variada y pintoresca: bombardeos durante la guerra, no recuperan hasta 1950 la posibilidad de trabajar a toda su capacidad; grandes y espectaculares superproducciones internacionales revivieron en sus instalaciones el esplendor de épocas pasadas –Ben Hur de William Wyler en 1959; Cleopatra de Joseph L. Mankiewicz en 1962-; pero Cinecittá sirvió también para desmitificar el propio espectáculo cinematográfico, en dos películas que llevan la marca del neorrealismo: Bellísima de Luchino Visconti, en 1951; La dama sin camelias de Michelangelo Antonioni, en 1952.
En 1987, Cinecittá cumplió cincuenta años y para celebrarlo, Federico Fellini filma Intervista, su película número veinte. Para Fellini, Cinecittá es el terreno de lo fantástico; el lugar mítico donde pueden coexistir los amenazantes indios hollywoodenses con las sensuales campesinas fascistas; el punto de encuentro entre una romántica y cursi historia de amor y unas igualmente cursis y desenfadadamente acartonadas aventuras en la India. Es también, el maravilloso universo donde sus tradicionales sueños pueden hacerse realidad: Mandrake aparece de improviso, encarnado nada menos que por Marcello Mastroianni; el tiempo se detiene, se hace retroceder, se maneja a voluntad; la línea divisoria entre realidad y ficción desaparece: la versión fílmica de la América de Franz Kafka se convierte en una especie de documental sobre Cinecittá y el homenaje a los estudios termina siendo una fantasía autobiográfica.
En el caso de Federico Fellini, la división vida-obra pierde en gran medida su sentido: protagonizada por el propio director, Intervista puede considerarse como un documental sobre él y sus amigos -Marcello Mastroianni, Anita Eckberg, el músico Nino Rota, el fotógrafo Tonino Delli Colli, el director de artes Danilo Donati-, en la misma medida en que Luces de variedad (1950) recupera sus difíciles años en la “troupe” de Aldo Fabrizi, que el caos de la posguerra lo acerca a los timadores que luego retratará en El estafador (1955); o que Roma (1972) presenta la imagen mágica y entrañable de la ciudad que ya había donado con sus plazas y sus fuentes buena parte de las películas anteriores de Federico Fellini –citada nuevamente en Intervista, en la emotiva y nostálgica revisión de la famosa escena de La Fontana de Trevi, de La dolce vita (1959)-. El tedio de la vida provinciana, el temprano intento de fuga de Rímini con un modesto circo, los duros y aburridos tiempos pasados en el colegio religioso, la fascinante y a la vez aterradora iniciación sexual, el descubrimiento de Charles Chaplin en Tiempos modernos (1936), la supervivencia en Florencia como caricaturista de café y dibujante de apócrifas aventuras de “Flash Gordon” –suspendido el envío de los originales estadounidenses a causa de la guerra-, la labor periodística en la Roma de los años treinta, la llegada a Cinecittá a finales de la década, como argumentalista y “gagman” ocasional, la miseria de los años de la guerra junto a un grupo de cómicos que trata de mantener su integridad frente a las peores realidades, su matrimonio con la modesta actriz, quizás sean episodios de una vida azarosa y pintoresca, pero son también las imágenes más recordadas de algunas de sus películas.
Nacido como cineasta al lado del “neorrealismo” –es más, siendo él uno de sus creadores, en la medida en que colaboró con Roberto Rossellini en obras claves como Roma, ciudad abierta (1945) y Paisá (1946)-, Federico Fellini no se limitó con su fidelidad a los principios del movimiento. Más que ceñirse a esquemas preestablecidos, el director se dejó llevar desde un primer momento por su fantasía, con la consecuencia de que La calle fue considerada por Césare Zavattini, padre y vocero del “neorrealismo”, como una traición a sus propuestas. Fellini, menos un intelectual o un formalista que un narrador de historias fantásticas y atractivas, se ha preocupado desde entonces y a lo largo de toda su carrera por hablar de “su” realidad; una realidad subjetiva y poética que tiene sus raíces en personajes y situaciones auténticas, en la vida misma. Intervista es un claro ejemplo de esa coherencia y de esa vocación. El maestro Federico Fellini pretende que carece de ideas generales. Pero, ¿es verdad o es mentira? Poco importa, pues él es así. Cuando quiere ir al encuentro de sus cuarenta años de relaciones exclusivas y apasionadas con el cine, sueña en imágenes que se desordenan siguiendo la coherencia de la lógica de sus sueños, de sus delirios y de sus anhelos. Intervista, una película magnífica y exaltante, sobre todo en la tonalidad de ese sentimiento esencial que hace palpitar al director; la felicidad nuevamente revelada y develada al hacer cine. Simplemente.
Si fuera absolutamente necesario describir la trama de la película de Fellini, se diría que ella se sostiene en un filo: el de la entrevista que un equipo de televisión japonesa le va a hacer al director cinematográfico italiano, mientras que él prepara una adaptación de la novela de Franz Kafka, La América. Película que será rodada en Cinecittá. Pero serán preguntas formuladas sin ser respondidas. Fellini no las quiere contestar y se las arreglará para justificar su silencio, y como si estuviera en un trapecio circense, eludirá los interrogantes y les ofrecerá, más bien, un constante paso por el tiempo, viajando hacia el pasado o el futuro. Él es el presente. Entre los recuerdos del joven periodista tímido que él era cuando golpeaba por primera vez las puertas de los estudios romanos, y la realidad de su trabajo de hoy. Fellini tiene una memoria prodigiosa; es decir, que rehúsa los prodigios de equilibrio entre la anécdota fugitiva y el fresco de época. Reinventa, recrea y reanima un mundo desaparecido. Por otra parte, reconstruye con un sentido de soberbia observación, los mil y un acontecimientos que alientan la vida cotidiana en un set de rodaje.
Federico Fellini no es un intelectual, es un artesano y muestra las labores de su oficio en la imagen. La increíble agitación, en todos los sentidos, en el “plateau”, las cóleras homéricas de un director de cine, los momentos de fatiga y sufrimiento, las exclamaciones de alegría. Los “extras” que se encuentran más “fellinescos” que de costumbre, los productores desesperanzados, las “estrellas” ridículas por su efímero baño de excentricidad. Las imágenes se imponen con una artimaña preestablecida, con una tramposa suavidad, el tranvía azul que se tomaba en otros tiempos para llegar a Cinecittá, un equipo de técnicos que se refugian, cuando llega el alba, en una bolsa de plástico. Y claro, no podían faltar los sublimes encuentros de Anita Ekberg y de Marcello Mastroianni.
Intervista está compuesta de momentos privilegiados por la mirada de un director. Entre él y la película sólo existe el placer de filmar y de ser filmado. Y es lo original de Fellini: la inspiración es más real que la misma realidad. Su propia mitología se consagra en el escenario.