Tómbola

Imagen: Elena Mazzanti

Me gané en la lotería algo más o algo menos de treinta millones de dólares luego de los descuentos fiscales, o sea de los abonos voluntariamente obligatorios que se le dan a la bestia insaciable de la corrupción del país más corrupto del mundo, más por indolente que por deshonesto. Sin duda, para un todero como yo, que sobrevive gracias a la literatura mientras trabaja en cualquier otra cosa que le dé de comer, es una cantidad más que considerable y suficiente para cambiarle la vida, porque si se los ganara, por ejemplo Angelina Jolie, ni cuenta se daría. Así de valioso es el dinero y así de costosa la fama, qué le vamos a hacer. En primera instancia se supone que tengo que pensar muy bien qué hacer con el dinero y con el tiempo, pero yo creo que del tiempo se encarga el dinero y del otro el otro. Perdonarán.

Al enterarme de la noticia, lo primero que hice fue dar un paseo por mi memoria para saber qué tantos libros me faltaba por tener. Luego, sin remedio, calcular el tiempo que necesito comprar para poder terminar de escribir lo que tengo en proceso y, por fin, ir en paz a leer hasta que me muera leyendo. Después, recorrer mentalmente el planisferio y elegir la ruta a seguir para darle la vuelta al mundo las veces que mi humanidad lo crea posible. Al fin, luego de tomarme un café, lógicamente comunicarme con la empresa de los sorteos para reclamarlo. Hecho esto, me pidieron información sobre el papel en donde constaba mi premio, y me sorprendió bastante que tantos números y símbolos estuvieran encriptados en donde yo apenas si había visto los números ganadores. Algo que me pareció imprudente fue que los agentes de la empresa de lotería me dijeran que no me sería entregada la totalidad en dinero sino en forma de ganancias, es decir que me convertiría en propietario de un sinfín de acciones y empresas de las que ni siquiera tendré el nombre. De nada sirvieron mis plegarias por hacerlo a la antigua, porque lo propuse. Les dije que yo iba en un acarreo y trasladaba el dinero directamente a la librería más cercana. Por más súplicas que hice, no pude evitar a los parásitos mejor vestidos del mundo, a los criminales más respetados del mundo. Hablo de los bancos. Entonces me asignaron un agente financiero, algo así como que le dieron todo mi dinero a otro para que lo multiplicara, aunque más creo que lo dividiría porque debe de ser colombiano.

Lo primero que haré será deshacerme de todo eso, de los bancos, las propiedades y el agente, y comprar unos libros que tengo pendientes por tener, ya veremos si por leer también, porque no es lo mismo. Y a lo mejor haga lo mismo que el magnate sueco que compró doscientas mil hectáreas de selva amazónica sólo para preservarla, porque dónde más voy a guardarme de tanto enemigo de la cultura y de la riqueza ajena. Las compraré para preservar mi vida, y la de unos cuantos libros, los que me deje pasar la policía aduanera que sólo deja pasar lo que le conviene. Y cuando esté allí instalado, invitaré al resto del mundo a la biblioteca más verde del mundo.

Antes de terminar, déjenme decir que todo esto fue un sueño, y que además de no haber sido mientras dormía lo fue a plena luz del día, valga la aclaración por si un mecenas sin tiempo lee esto y le sobra espacio y unos billetes, porque uno nunca sabe quién lo lee ni quién lo escribe. O, por qué no, a lo mejor las diosas de la fortuna tienen mucho tiempo libre por estos días y buscan algo malo para leer y perder el tiempo y van a dar a este rincón de protesta en contra del valor de los libros.

Sergio Marentes

Animal que lee lo que escribe. Cabecilla del colectivo poético Grupo Rostros Latinoamérica. Fue fundador de «Regálate un poema» y editor de la revista Literariedad. Colaborador de diferentes medios Hispanoamericanos con aforismos, poemas, articuentos, cronicuentos y relatos de diferentes tipos. Ha publicado el libro de relatos «Los espejos están adentro» y ocho libros de poemas que no ha leído nadie.

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