La oda mística de la libertad
Por: Juan Guillermo Ramírez
La luna ignora que es tranquila y clara y ni siquiera sabe que es la luna; la arena que es la arena. Jorge Luis Borges.
La visión de la última película de Federico Fellini, La voce della luna, es una prueba tremenda. Que al espectador le guste o no, es completamente accidental. Lo que sí es urgente es subir durante dos horas a las alturas de un flujo incesante de sonidos y de imágenes, en donde la resistencia retiniana, la atención ocular y los nervios, son confrontados, son atacados y son desojados de su propia sustancia. La voce della luna hace alternar, caóticamente los descensos y las subidas de la imaginación. Recurso ya establecido por el director en Ocho y medio o con La ciudad de las mujeres.
Una de las primeras secuencias de La voce della luna da el tono. Un grupo de hombres, eternos adolescentes en sus actitudes, se alista para observar un ‘striptease’ desarticulado de una de esas criaturas típicamente ‘fellinesca’ y de la cual es completamente imposible precisar su edad. Uno de los hombres, claramente el líder del grupo, se hace pagar la entrada para asistir el espectáculo. Pero, ¿cuál espectáculo? No precisamente el de la gran santa monstruosa con cuerpo femenino y maternal, sino más bien el espectáculo de una dinámica convulsiva y compulsiva, una energía menos natural que artificial. El espectador se pone atento y en guardia: debe pagar pero, ¿para ver qué?
Se sabe, desde hace mucho tiempo que Federico Fellini se ha desembarazado del problema de la historia y del relato. Esta verdadera aniquilación de la narración data desde La dolce vita, primera película enteramente discontinua en donde la línea narrativa era precedida por una construcción por acumulación de paquetes heterogéneos que formaban un ensayo de continuidad dispersa, diferente. A la lógica de la línea recta se sustituye la de la vuelta abierta, el mundo del círculo vicioso, de la línea curva ininterrumpida en donde la contaminación reina, en donde cada uno de sus elementos está unido a otro sin saber por qué, ni cómo. Ocho y medio será la más inmediata ilustración y la más clara. En La voce della luna, Fellini va a reducir al mínimo el espacio que separa a cada fragmento. Así, se pueden seguir los avatares de Ivo Salvini –interpretado por Roberto Benigni- y del profeta Gonella –Paolo Villagio-, pero no son más, el del uno y el del otro, más que viajantes de ficción, enrostrados y con los cuales el espectador podría asumir su deseo de transferencia. Ivo y Gonella, más que personajes son marionetas, o mejor aún, son ‘médiums’ que no hacen más que comunicar y que no mediatizan nada. En esto hay algo semejante al Snaropaz –Marcello Mastroianni- de La ciudad de las mujeres, en esa postración senil que permanece aún accesible en la memoria del espectador. Fácilmente se podrían tomar a Ivo y a Gonella como personajes de una tira cómica, personajes de papel,, como esas figuras que no tienen más que una dimensión que le ofrecen a la película. Así vemos a Benigni, un personaje que exhibe durante toda la historia fílmica, la misma gestualidad, el mismo rostro eternamente lunático, el mismo mal humor ontológico. Este tipo de personajes de series animadas no tiene estados de ánimo, así como tampoco de variación de humor, solamente tienen una máscara un poco fija que prefigura un cuerpo más elástico. Se comprende así que Gonella e Ivo son las figuras contemporáneas de un Roger Rabitt, son más reflexivos, más melancólicos y más inquietantes.
Pero, de todos modos intentamos encontrar un hilo a través de este juego de permanentes metamorfosis que irrumpen al interior de un universo desconectado, carente de centro. Este hilo es la luna, la que, desde el comienzo de la película, envía mensajes enigmáticos con una voz psicodélica, extra-lúcida, alucinógena, que transporta hacia lo invisible. Es esa voz que inspira las acciones de los hombres. Pero Federico Fellini señala menos el aspecto lunar que el carácter lunático de este astro femenino. No es solo la poesía, la pequeña música fellinesca, sino la locura pura. Luna perversa que lleva dentro de sí la génesis de la catástrofe, el caos. Sin ninguna duda, es la razón por la cual la obsesión de la película consiste en encerrar al asteroide en una imagen sin profundidad, plana. Reducir a la lejanía en una proximidad aparente, es el movimiento aberrante concretizado en la gran masa mediática con pantallas gigantes, proyectores y compañía. La luna es capturada por la televisión, es secuestrada por una pantalla plana: la ruptura de lo imaginario está consumada. La proximidad misteriosa que reina en el comienzo de la cinta, tiene lugar en una proximidad evidente, desunida de la ilusión. Al interior de La voce della luna resuena una pregunta no formulada pero que palpita: ¿Y la luz qué se hizo? La primera parte de la película está construida en una alternancia brutal, una especie de lucha de poderes entre el día y la noche. Pero insensiblemente se realiza la síntesis de estas dos luces. Los dos mundos tienden a reunirse, a fundarse en una sola identidad. En las tres grandes secuencias de locura –la fiesta, la danza furiosa y la captura de la luna- es la luz artificial, la híper-real, la que reina, la de las pantallas, la de los proyectores, la de los tubos de neón. La luz del mundo es la de un gran estudio de la televisión, la de un acuario gigante. La luna no es más que un inmenso aviso publicitario cuya luz baña a los humanos dándoles una claridad cruel y casi obscena.
Por lo tanto, La voce della luna parece un cosmos brillante, una cosmogonía que prolifera. Los primeros 15 minutos de la película, evocan el ambiente del comienzo del mundo. Y no es un resultado de la contingencia si Ivo Salvini relata el nacimiento mítico de la vía láctea. Un murmullo nace, se instala, se amplifica poco a poco hasta convertirse en algo insoportable, intenso, de un mundo en donde el silencio parece estar definitivamente abolido. Federico Fellini capta el rumor del mundo contemporáneo con una intensidad excepcional: historias inacabadas, sin sentido, elevadas a la dignidad de las bellas artes, salpicada de banalidades incongruentes, ruido de ‘walkmans’, ritmo obsesivo. Igualmente, la música se convierte en un elemento violento, así como también la famosa fiesta felliniana. El episodio en donde Sim ejecuta el clarinete y descubre los efectos perversos de los acordes, no dice nada. La música tiene extraños poderes: ella destruye la armonía del mundo. Esta palpitación sonora, eléctrica está registrada en ese sonido doblado tan típicamente italiano. Todo esto produce un efecto extraño, distanciador y ofrece un decálogo propio para nuestra percepción auditiva de hoy –dominada por la influencia de la televisión y de la totalidad de su ambiente. La referencia natural al ruido del mundo se esfuma, se evapora en provecho de un ruido de estudio distante, irreal, inextinguible. La búsqueda del silencio se confina al territorio del delirio.
La radicalidad crítica de Fellini no marca su existencia sino en el momento en que se contamina de su objetivo. En efecto, Fellini trasciende cada vez más lejos el movimiento de obscenidad que siempre trata de superar. Sus más grandes películas: La dolce vita, Fellini Roma, Ginger y Fred, Ocho y medio o La voce della luna justamente son como golpes de acelerador dados al interior del circo insensato que es este mundo. La voce della luna es una película sobre la juventud, sobre la publicidad, sobre la televisión, sobre el simulacro, sobre la condición solitaria del ser humano. Fellini exagera una lógica de la pérdida de la infinita significación de las imágenes, de los sonidos, de las palabras, de los gestos y hasta de las mismas significaciones. Simultáneamente parece espantarse por la caída catastrófica, esa inclinación que produce pánico del mundo. Fellini es como un niño maravillado ante las vibraciones del mundo, sus intensidades.
La voce della luna podría ser una versión delirante de Sobre el cielo de Berlín de Wim Wenders. En las dos películas, se trata de observar a la humanidad desde lo alto- es el sentido de la secuencia filmada desde los techos-, en donde el espíritu ‘angelical’ de Wenders es ocupado por lo ‘diabólico’ en Fellini. El mundo de La voce della luna es el de la ciudad planetaria, fácilmente localizable y por lo tanto, saturada de mundanidad. La acción de la historia se sitúa en una pequeña ciudad italiana típica con sus costumbres y sus modas; sin embargo, este espacio es una comunicación directa con el macrocosmos planetario cuyas dimensiones se reducen cada vez más a un consorcio audiovisual dominante. En suma, muchos tiempos coexisten los unos con los otros al puno que, de un instante al otro, se salta d elo rural de comienzos de siglo a un tiempo de ciencia-ficción improbable, pasando por los años 50. El presente se convierte en algo virtual y se asemeja a un acto mental. Todo pasa como si la modernidad tecnológica generalizada se despojará de un fondo arcaico poblado de locos y ancianos. Fellini es el genial creador para unir estas dimensiones contradictorias indisolubles. Es el único en poner en cámara lo grotesco medieval contrapunteándolo con la edad de los inmaterial. La voce della luna es una película primitiva que contempla la catástrofe de un aire contaminado y que es sólo el pretexto de los fuegos artificiales.
En “Federico Fellini, Imago. Appunti di un visionario, conversazione-intervista a cura di Toni Maraini”, Semar, Roma, 1994, pp. 29-30, nos dice: Mientras jugueteaba con la tierra que pasaba de una mano a otra, como si mis manos fueran un embudo, decía vhuuuu. Era un niño bastante tranquilo, podía divertirme con cualquier cosa. A un cierto punto mientras estaba jugando, me pareció que me estaba viendo desde arriba, desde muy alto, y que me estaba balanceando y sentía un viento ligero en el pelo. Luego, pero es difícil describirlo, me di cuenta de que estaba plantado muy firme en la tierra. Y las piernas de ese chiquillo que ahora veía -que era yo- estaban en la tierra; eran una piernas tan largas que daban la sensación de ser unas raíces. Todo mi cuerpo estaba atravesado por una especie de sangre cálida, densa, que subía, subía y subía hasta la cabeza con ese vhuuuu que hacía mientras jugaba. Y ese sonido lo oía con un oído diferente, grandioso, más fino… […] Luego, esa sensación de embriaguez, de ligereza y de potencia (potencia abajo y ligereza arriba) se difuminaba por el cielo: ¡me había transformado en un chopo! En La voce della luna este episodio se lo hago contar a Benigni.