Después de crear el sol, y dar origen a la luz y a las tinieblas, de separar el agua, de llenar el mundo de árboles y vegetación, de crear los animales, y antes de descansar, Dios creó su alter ego, su imagen y semejanza, creó la raza humana puesta en pareja para que se reprodujera y se sostuviera en El Edén.
Eso es lo que dice la Biblia en su libro Génesis.
Y a partir de ese momento literario la humanidad se creyó el cuento. Se creyó el cuento de que nosotros, los humanos, somos superiores, y pusimos al hombre en el centro de todo, y eso ocasionó que personajes como Copérnico o Galileo, se vieran enfrentados a la iglesia que seguía al pie de la letra lo que decía el libro sagrado. Otras formas de pensar la historia del universo y de nuestra existencia eran imposibles.
Y aún lo siguen siendo. Nosotros, para el cristianismo, somos el último eslabón de la creación, somos los seres superiores, lejos de la naturaleza, lejos de las plantas, lejos del resto de los animales que los llama bestias. Los animales son inferiores a nosotros. Una muestra de ello es que existan espacios como las corridas de toros, los zoológicos y los circos. Y existen, entre otras cosas, por una razón: para el judeocristianismo, y para filósofos como Descartes, los animales no razonan, no tienen ese don dado por Dios, por ello no sienten dolor, no sufren. Matarlos es simplemente un acto que no debe traer consigo nada de culpa, porque no se le está causando dolor al animal.
Esa condición religiosa es la que ha gobernado nuestra forma de concebirnos, de entendernos dentro de este mundo. Tengo un recuerdo remoto de una de mis profesoras de Ciencias Naturales, en el colegio en primaria, que nos decía que los animales actuaban por instinto. Es decir, la inteligencia es una cualidad divina concedida solos a los humanos. Los demás, de ahí para abajo, ni siquiera saben que existen en este mundo. Y recuerdo ver a la gata negra de mi casa en aquel entonces y pensar en ello: este animal no siente y actúa por instinto…
Y nuestra educación durante décadas se ha dedicado a promover esta tradición judeocristiana (acabo de recordar el día en que, estando en séptimo grado, otra profesora de Ciencias Naturales, nos puso a abrir un sapo para ver qué tenía por dentro, recuerdo que el mío tal vez quedó mal dormido con formol, porque uno de sus órganos, parecido a un pulmón, se infló como un chicle y terminó estallando…)
Pero si damos una ojeada objetiva a nuestro comportamiento, es sencillo darnos cuenta que somos simples animales, igual que los otros, que somos parte de la naturaleza y que no somos más que eso.
Construimos ciudades para vivir. Los animales también, las hormigas fabrican hormigueros, los topos casas subterráneas, las abejas construyen panales y los pájaros nidos. ¿Cúal es la diferencia?, ¿Netflix?
Cortejamos a las hembras como lo hacen los demás machos, las palomas inflan el pecho, los loros se acurrucan y se besan y se vomitan entre ellos; el hipopótamo empuja estiércol con su cola hasta que la hembra es tocada por ese bello detalle y se entrega a su amor; los delfines, en combo, bailan alrededor de la hembra, saltan y hacen acrobacias sobre el agua, hasta que ella decide con quién debe quedarse; los pavos reales muestran su bello plumaje, y nosotros también mostramos nuestras plumas, que no son más que lo que hacemos con nuestras vidas: títulos, profesión, dinero, deportes, bailes, lenguaje, arte… Y la hembra elige.
Protegemos y nos sacrificamos por nuestros hijos, como lo hacen los pulpos que no se mueven del “nido” ni siquiera para buscar alimento, para abastecerse son capaces de comerse sus tentáculos; el oso polar se queda dentro de la madriguera las primeras semanas de nacido de su cría, y lo amamanta sin tampoco alimentarse; el caimán se lleva sus huevos en la boca hasta el río donde los protege de los depredadores que pueden ser de su propia manada; la gacela deja sola a su cría en medio de la nada, lo hace para atraer la atención del depredador en ella y no en su hijo (y perdonen el concepto de hijo, tan humano, pero no encontré otra palabra para que no se repitiera con cría).
Todo ello, creo, no es un simple instinto. Es inteligencia que sobrepasa los genes y se convierte en acción aprendida gracias a la vida misma.
Los animales son depredadores, unos se comen a otros solo para sobrevivir, si la barriga de un depredador está llena lo más probable es que su víctima pase por su lado y sea completamente desapercibida. Y nosotros también somos depredadores en mucho sentidos: nos alimentamos de otros animales, matamos por diversión a otros animales, y nos matamos a nosotros mismos. Las guerras no son más que formas de depredarnos entre nosotros, es la manera más estúpida de querer acabar con nuestra especie. Las armas son nuestras garras y dientes artificiales para poder depredar: una cebra puede estar tranquila en un momento, dándose un delicioso baño en el río, y en otro momento aparece corriendo por su supervivencia para no ser alcanzada por su depredador. A nosotros nos pasa igual, podemos caminar tranquilos por las calles de nuestra selva de cemento, como dice Hector Lavoe, y de repente vernos rodeados por nuestros depredadores, unos ladrones que nos amenazan con matarnos con sus armas (porque no nos comerán) si no les damos lo que ellos quieren. En la selva verde o en la gris, las cosas funcionan igual.
Ni siquiera el lenguaje nos diferencia de los animales, ellos también se comunican. Los gatos maúllan para poder comunicarse con los animales humanos, no con los animales gatunos… con ellos se comunica a través del silencio.
Al final, hacemos parte del inventario de Natura, no estamos fuera de ella, ni son otras las leyes que nos acogen: son las que la naturaleza, de manera emergente o predecible, nos impone todos los días de nuestra vida. No somos diferentes a nada de este mundo, de este universo desconocido, porque sí fuésemos diferentes, más allá de la fuerza natural, ni la muerte se atrevería a tocarnos.