Imagen: Anne
Me acaban de informar que es posible insertar los libros en mi cerebro de manera automática a través de un cable, como casi todo hoy por hoy, sin necesidad de leerlos, lo que, sin duda, tendría un efecto temporal y espacial que beneficiaría a cualquiera. Imagino que la noticia está basada en el multimillonario que por querer fusionar tu cerebro con las máquinas terminó creando una empresa creadora de cyborgs, con cerebros humanos y recuerdos informáticos. Lo primero que dije no fue para sorprenderse, sólo agradecí a quien me lo ofrecía, y le dije que prefería el método arcaico de pasar la mirada por cada una de las letras y las palabras, tomarme el trabajo de elaborar imágenes según me fueran siendo descritas allí, llevarlas hasta el lugar en donde guardamos las cosas que inventamos al leer y, a partir de este lugar, irme reflexionando hasta este plano de la realidad o hasta el mundo de los sueños. Esto sin contar que me dedico a la antinatural tarea de escribir, así que no es de extrañar que yo, como soldado de la palabra, me revele a la facilidad que me ofrece la tecnología y a la dificultad y hasta imposibilidad literaria que esto conlleve. Porque los que leemos por placer jamás llegaremos a ser máquinas que almacenan, y en cambio siempre seremos molinos, herramientas poco celosas con larga vida útil. Pero como no todo puede ser ficción, ni literatura por supuesto, aunque sí lo sea, en cuanto pude me adentré en las entrañas de la empresa futurista para tener una visión más objetiva de la noticia y no tener que divagar.
En la puerta principal hay dos hombres que parecen estatuas, prueba inequívoca de que se debe de consumir los productos que se fabrican y no se morirá en el intento. Me miran a los ojos algunos segundos, quizá leyéndome la memoria, y me dejan pasar a la recepción. Por supuesto, el encargado de recibir y dirigir a las personas a donde deben ir es otro posible producto de la compañía. Me mira a los ojos sin pestañear y me indica la puerta que debo abrir para encontrar lo que busco. Tras la puerta, alguien que ya sabía que yo entraría, me recibe. Sobra decir que el hombre me observa rápidamente y me entrega un papel con la información necesaria sobre el proceso de inyección de ideas y recuerdos en el cerebro por medio de un chip diminuto que ni se siente ni se ve. Es casi tan chico como un olvido, dice al finalizar el texto. Ya en la planta de producción, soy guiado por el jefe del lugar hasta el control de calidad. Allí, sorprendido por el método, hombres conectados a cables delgados como agujas, se prueban tanto velocidad como efectividad de la inyección por medio de preguntas que podría hoy llamar de interés general, básicas para demostrar que el cerebro ha recibido lo que se pretendió. Porque también hay secciones, no a todos se les instala la misma información, y esta es a tal vez al mejor parte. Hay a quienes se les transfieren todos los archivos históricos conocidos, o quienes reciben todas las ciencias de los números y, por supuesto, los malos lectores que dejan que se les copien cuantos textos escritos produjo el hombre. Con dificultad no estaría absorto cualquier otro que viera lo que veo, pienso. Y decido que ya con eso me basta y pido la autorización para salir. El jefe de planta hace un gesto a quien me guarda la espalda y este, sin protocolo, me desconecta un pequeño cable que no supe cuándo me fue conectado. Me señala la puerta de salida y, tan pronto la cruzo, me pregunto por qué no emití palabra alguna durante toda mi estadía en el lugar, así como la presencia absoluta de hombres sin voz infectados con la información. Imagino entonces que a las mujeres no se les puede vencer la intuición, o porque son seres superiores o porque su cerebro está en el pecho. Me voy sin pensar si soy yo o algo nada más, porque así funciona el mundo cuando nos convertimos en un engranaje más.