Por: Marcela Galeano
Las últimas veces que te entrevistaron fueron confusas, dicen, mezclabas tal cantidad de acontecimientos que los pobres entrevistadores quedaban con cara de desconcierto sin siquiera ser capaces de reproducir en un texto lo que decías, tus recuerdos se perdían súbitamente, y era entonces cuando respondías con un semblante preocupado: ‘no me acuerdo’.
Te imagino en las mañanas, Nicolás, te veo despertar en medio de anaqueles llenos de libros que leíste y olvidaste, preguntándote cada tanto «¿quién soy? ¿Quién es Nicolás Suescún?» Y después nada, otra vez un mar de confusiones.
Yo no puedo responderte eso, porque lo verdaderamente importante en la vida de un hombre está oculto en un lugar del cuerpo asequible solo para quien lo vive: está en tu rostro cubierto por cabellos blancos donde se conservan las imágenes de las ciudades que recorriste, de las personas que conociste. Está en tus labios ocultos bajo la gruesa barbilla, capaces de modular diferentes idiomas. Está en tus brazos, ahora blandos y cansados, que sirvieron de móvil para transportar las imágenes atrapadas en tu cabeza hasta el papel: 530 páginas de poemas, varios libros de cuentos, una antinovela y montones de dibujos.
¿Qué dice esto de la vida de alguien? Nada, nada importante puedo decirte. Sin embargo, quiero darte unas pistas esperando despertar algún recuerdo escondido.
Puedo contarte, por ejemplo, que colaboraste con la revista Eco, un proyecto humanista que quiso rescatar autores y textos alemanes y de todo el viejo continente que pudieran dar un viso sobre lo que era la cultura occidental. Eso fue poco después del final de la guerra, aún con el desconcierto en ciernes por todo lo que había sucedido. Eco es ahora una revista que solo existe en el recuerdo de quienes hicieron parte de ella, y en algunas bibliotecas convertida en un referente para todo aquel que se ha preguntado por el humanismo, por occidente y por la literatura. ¿Lo recuerdas?
Dirigiste Eco por cuatro años, Karl Buchholz, quien fundó la revista, te había conocido por las visitas frecuentes que hacías a su librería; le agradaste lo suficiente para legarte el trabajo de la librería y la revista. No fue un trabajo conseguido por amiguismo, estuviste ahí porque además de todo lo que sabías, empezaste a encargarte del engorroso trabajo de traducir textos. Así es, otra de las proezas de tu vida fue que hiciste la labor de traducir a los más grandes: a Stevenson y a Yeats, a Flaubert y a Rimbaud.
Aprendiste inglés desde joven porque estudiaste en un colegio militar de West Virginia. Allá llegaste como castigo luego de un año de falsificar notas en Bogotá, haciendo creer a tu familia que estudiabas con juicio cuando en realidad te ibas al Parque Nacional a leer, a estar, a ver a la gente. Quién sabe qué tanto disfrutaste de esa experiencia, si acaso te disgustó pudiste al menos aprender con presteza otros idiomas, y hablo en plural porque allá mismo, gracias a un profesor rumano, aprendiste a hablar francés. Eras políglota, Nicolás. Eres.
Muchas personas hablan otros idiomas, pero traducir un texto es diferente; es desarmar un manojo de grafías y convertirlas en algo legible para otros que, de otra manera, nunca hubieran podido comprender. Un verdadero hito. Hiciste muchas, muchísimas traducciones. Una de ellas fue El Río de Wade Davis: donde el mismo autor cuenta sus experiencias con la etnobotánica mientras, de forma paralela, explica todo lo relacionado con el trabajo de Richard Evan Schultes y sus estudios. Tanto trabajo, Nicolás, que queda oculto tras bambalinas, con apenas un pequeño reconocimiento en la portada del libro.
Viviste un tiempo de becas creativas, primero en Iowa y más tarde en Berlín. Ya Estados Unidos te era familiar así que disfrutaste tu estadía mientras conocías gente y escribías, pero Alemania te desconcertó, la división que se había levantado con el muro de Berlín superaba al hecho físico de la montonera de ladrillos, se notaba en todo, en las maneras de las gentes, en el vestir, en las actividades. Ese contraste, según has dicho varias veces, te deprimió. Así que empezaste –no sé por qué- a dibujar, renunciaste a la escritura un tiempo para hacer trazos y construir unos collages con recortes de revistas y libros pornográficos, collages violentos y contestatarios que llamaste Nicollages. Fueron exhibidos en Berlín y Bogotá con mucho éxito, pero yo no estuve ahí ni los he visto.
Lo que sí he visto son algunos de tus dibujos. Están en un libro tuyo que se llama Los cuadernos de N. Es tu única novela, aunque en realidad dicen que es una ‘antinovela’, la llaman así porque es imposible clasificar un montón de frases cortas, aforismos e ideas que de repente decidiste reunir en un libro. El protagonista se llama N.
«Cuando N toca fondo, sobrenada.
Cuando se interna en la espesura del bosque, no encuentra un claro,
pero sale a la luz.
Cuando apaga la luz, se ilumina.
Cuando dice estupideces, piensa genialidades.
Cuando dice genialidades resultan serestupideces.
Cuando trata de comunicarse, se le olvida hablar.
Cuando no tiene nada qué decir, sin embargo, encuentra otra manera de expresar que no tiene nada qué decir. Es su último recurso.»
N es un personaje incómodo con el sitio que habita, no logra adaptarse al movimiento a su alrededor y a veces tiene un tono triste que compagina con los dibujos de los hombres amorfos que hay en todo el libro.
Alguna vez en una entrevista dijiste que N eras en cierto modo tú pero “con algo de exageración”. Quizás allí, leyendo lo que construiste tú mismo, encuentres todo lo que no he logrado decirte, porque como te decía, no tengo acceso a ello. Pero está ahí. Allí sigue lo importante.
«No depende de mí,
porque nada de lo que he escrito
ha sido razonado, pensado, planeado,
o hecho con alguna intención
que no sea el acto mismo de escribir
lo que siento muy hondo, muy hondo.»
Acuérdate, Nicolás.
Muy lindo homenaje. Me fascina la capacidad de hacer un ensayo como contándole al personaje sus andanzas. Esa capacidad de mezclar teoría y datos informativos con un carácter, con una trama. Sin duda eres una muy buena ensayista, pero serás incluso una mejor narradora si te lo propones.
Muy conmovedor el ensayo, está impregnado de un profundo respeto por Suescún,, la utora se atribuye una confienza que nosuena para nada petulante, al contrario trasnmite admiracón por el escritor y su obra. Lo leo hoy cuando me entero que murió el poeta.