Collage de Mariana, cortesía de El Dibujadero.
Por: César Bedón Rivera
Se te había ocurrido una idea.
Ibas a escribir un cuento que transmitiera la sensación que aparecía en ti cuando pensabas en este personaje.
Era un personaje que tú habías empezado a imaginar, un poeta de edad mayor al que visualizabas sin muchos detalles aún, porque dabas vueltas en torno a su modo de ser callado, eso era lo que te fascinaba de él. Y rompía con dificultad su silencio para leer un poema en un recital. Esa era la escena central del cuento que ibas a escribir.
Tú lo veías desde el fondo del auditorio lleno, leyendo en voz baja. Estaba sentado tras una mesa de mantel blanco, sobre un estrado. A su lado dos hombres en terno, académicos que lo admiraban, se esforzaban en oírlo. Tenías la sensación de que podías señalar con el dedo algo que te conmovía. Su poema decía algo muy puro. Tú no habías ido aún a ningún recital pero imaginabas los recitales de poesía como eventos de gran importancia. Tenías 22 años.
La idea estuvo cerca de ti una semana. Cuando la tocabas con la mente empezaba a estructurarse sola en forma de pensamientos. Pero te contenías de entrar en ellos. Veías los pensamientos de lejos.
Una tarde te sentaste ante la computadora y no supiste cómo desanudar la idea, cómo hacerla vibrar con tu mente para que a lo lejos aparecieran los pensamientos tronando en el cielo, soltando hilos de palabras que tú podías agarrar si corrías tras ellos.
Escribiste una primera oración, “W llegó tarde al recital”. Luego de pensarlo un rato sombreaste la oración y escribiste encima “W llegó temprano al recital”. Seguiste pensando y tipeando.
Leías lo que tú mismo habías escrito: “W llegó temprano al recital porque tenía miedo de perderse. No había nadie en el auditorio cuando llegó, alguien en recepción le dio la mano y vio sus zapatillas gastadas”.
Añadiste con esfuerzo unas oraciones más y lograste que W se sentara en una silla a esperar. Pasaste el resto de la tarde ante el documento abierto, leyendo con hastío lo que tú mismo habías escrito. También jugabas Buscaminas.
Qué mierda iba a recitar ese poeta.
Cerraste el documento sin salvar y la idea se fue.
***
Probablemente la idea vino a ti porque en esa época leías poesía y te interesabas por las vidas de los poetas peruanos. Comprabas revistas de arte que ni a tu mamá ni a Tati interesaban, recortabas artículos de las secciones culturales de El Comercio y El Mundo y guardabas esos papeles en la parte alta de tu clóset, dentro de un maletín que había sido de tu papá. También escribías poemas y los guardabas en un directorio de Mis documentos al que llamaste “Creación”. Había un directorio para los poemas, otro para los cuentos y otro para la novela que tenías planeada. La computadora nueva estaba en un mueble de fórmica al lado de tu cama, la anterior la dejaste para tu mamá y Tati en el segundo piso y no te interesaba lo que ellas hicieran. Ellas no usaban internet, solamente tú. Los textos que escribías tenían contraseña pese a que nadie más usaba tu computadora, usabas la misma contraseña de tu correo electrónico, era un nombre difícil de escribir: Nietzsche. Habías memorizado en orden la t, la z, la s, querías escribirlo bien siempre. El año anterior habías creado una cuenta de correo electrónico en Yahoo y le habías comprado “El anticristo” a un ambulante que vendía libros a una cuadra de la Filmoteca, un hombre mayor parecido a Klaus Kinski, de pelo blanco y con un buzo de franela marrón. Habías descubierto ese libro curioseando entre los ejemplares usados o piratas que el hombre había ordenado en filas sobre la lona de plástico tendida en la vereda, en cuyo margen superior un rótulo de cartón rezaba en plumón negro TODO EL SABER UNIVERSAL. Había una piedra encima del cartón, para que no se volara con el viento: sentado sobre un banco de madera el hombre miraba sus libros con los brazos cruzados, y luego miraba hacia la avenida. Tú tratabas de identificar cuáles eran los libros importantes, cuáles eran los que debías leer. Ocasiones como esa eran preciadas para ti.
Te agachaste para ver mejor, y como tu mochila colgaba de un solo hombro esta giró con su peso, golpeándote en el pecho con suavidad. Dentro de la mochila estaba tu discman y el libro que estabas leyendo, “1984”, que te gustaba mucho porque podías imaginar todas las escenas. Estabas en cuclillas ante las filas de ejemplares ordenados: había libros de Kafka, Platón, Sartre, Dostoyevski, junto con libros de autores cuyos nombres veías por primera vez como Kierkegaard. Musil. Trakl. Había una caja de madera con casettes de nueva trova que llevaban los títulos de las canciones escritos en lapicero azul, pero eso no te interesaba.
El título “El Anticristo” te intrigó. Pensaste en la película “La Profecía”, que aún te asustaba cuando la veías en la tele, y recordaste haber leído sobre la gran importancia de Nietzsche. Incluso reconociste su rostro de persona antigua, con el perfil recostado en una mano como si estuviera aburrido a muerte, y el bigote cubriendo toda su boca como una brocha, con la mirada clavada con fascinación en algo que estaba al frente de él, algo que no se veía, el filósofo inconsolable y peinado hacia atrás en la portada del librito de hojas de papel periódico que cogiste.
En la primera página decía:
Cuando “El Anticristo” se publicó por primera vez en 1895…
Tú no habías leído aún libros antiguos, pero imaginabas en ellos verdades más hondas, más difíciles. Empezaste a leer en cuclillas mientras la gente pasaba, y mientras te familiarizabas con el paisaje de palabras que iba creándose en tu mente pensaste que podrías seguir leyendo así durante mucho rato, y que el vendedor no te diría nada porque él también había leído ese libro y reconocía su importancia, y porque tu manera de prestar atención era especial. Preguntaste el precio y lo pagaste, y cuando el hombre te entregó el vuelto no te miró, esa misma tarde empezaste a leer el libro en tu dormitorio. Era un libro corto. Estabas echado en tu cama con las zapatillas puestas, unas All Star marrones que usabas para ir a todos lados en aquella época. No entendías muchas partes del libro pero sentías la cólera que había en aquellas combinaciones de palabras: la manera como estaban amarradas las palabras creaba una energía dramática, y esa energía te movía por dentro si tú lo permitías, aunque al mismo tiempo tenías que esforzarte para entender las ideas voluptuosas que Nietzsche articulaba y dirigía a la humanidad. Cuando entendías plenamente las ideas que formaban esos caracteres diminutos, ordenados en hileras de hormiga sobre las páginas, sentías que expresaban una gran soledad, una gran superioridad, una gran repulsión. Eso te atraía. “Más allá del septentrión, de los hielos, de la muerte, se encuentra nuestra vida, nuestra felicidad…”
Cerraste tu puerta con seguro y volviste a la cama. Nietzsche blasfemaba y trataba a los cristianos de imbéciles, nombraba realidades europeas del siglo 19 que tú desconocías, predicaba usando palabras que tú nunca habías escuchado, y eso oscurecía su prosa para tu entendimiento pero aún así sentiste que era posible alinearte con esa corriente de pensamientos que estaba abriéndose paso en el mundo y que deseaba demoler, ridiculizar. Era posible dejarse llevar por esa corriente. Cuando leíste la frase “Los débiles y los fracasados deben perecer” te asombraste y soltaste una carcajada, y sentiste que se abrían grandes posibilidades para tu vida imaginaria. Tenías una fecunda vida imaginaria, la mosca en la pared lo corroboraba. Tú le preguntabas mentalmente a la mosca si eras un genio y la mosca te respondía que sí.
Era extraordinario lo que estaba sucediendo con tu vida: ahora eras alguien que leía a Nietzsche. Leías deslumbrado en tu cama y pensabas que Nietzsche era magnífico diciendo cosas que nadie más había dicho, y cuando llegabas a entenderlo sus frases eran como campanadas.
Tenías conocimiento de varios aspectos del arte, un panorama empezaba a formarse en tu cabeza. Dos filas de tu estante estaban llenas de libros que tú mismo habías comprado o que habías rescatado de entre los libros de tu papá. Todos eran de enorme importancia artística.
Sentías que algo se afirmaba en ti y que cada vez estabas más cerca de tu realización como artista. No hablabas de eso con nadie.
A nadie de fuera de tu familia veías en esa época, excepto a Pedro. Pedro te acompañaba a la Filmoteca algunas veces.
César Bedón Rivera es un escritor peruano con más de una década de experiencia en el periodismo cultural y en la radio. En el 2004 recibió la beca Unesco-Aschberg para escritores, que se da una vez al año a un escritor en el mundo, y residió en el Sanskriti Kendra (Nueva Delhi-India). En 2013 dirigió el cortometraje «Hacer el corte» (Selección oficial del Festival de cine Lima Independiente). El fragmento que publicamos en esta edición es un adelanto de la novela que escribe actualmente.
Felicidades megusta leer no soy critica pero se aprecia ls buena lectura