Cuita

Imagen: David Santaolalla

Se sabe que los dioses cada tanto enferman, sin falta, por ejemplo el día que nace un poeta de los de verdad, como Vallejo, por mencionar sólo uno de tan pocos que habrá. Yo, por poner otro ejemplo, casi nazco un día que uno de los infinitos dioses estuvo enfermo, por poco y broto ese grandioso día. Por eso soy de los malos, como dije, porque tengo tan mala suerte con la divinidad que, pudiendo coincidir con uno de miles de motivos, nací un día que ningún dios estuvo enfermo, quizás el único posible. Desde entonces, y sin que me lo explicaran, como casi todo, como casi siempre, escribo poemas malos a mucho honor, orgullosa e infortunadamente, con el pecho inflado para aguantar las balas de la paz. Pero cada quien carga con lo que sus hombros pueden, y a mí, como a usted, que lee esto ahora, me correspondió la maldición del poeta malo que hace lo que puede con lo que quiere. Por esto es que tengo que contar esta historia de esta manera, porque no soy capaz de hacerlo en un poema que no sea malo, aunque quisiera, soñaría con hacerlo aunque fuera una sola vez.

Al grano. Hay dos ojos que me observan desde la ventana de enfrente desde que vivo aquí. Y que lo hagan no es lo que importa, sino todo lo contrario. Tengo que decirlo porque siempre que lo cuento los demás imaginan es que es por algo malo, algún complejo que sufro o simplemente porque no me gusta que me vigilen. Y, lo repito, es por todo lo contrario. Ellos iluminan el camino que recorro a medida que lo crean. Lo que hacen es disparar un chorro de luz invisible que nadie más ve, y por el que soy capaz de ir a donde sea y volver casi a tientas sin tropezar con algo que ya haya olvidado o que haya crecido mientras tanto. Pero la historia, sin alargarla tanto, se trata de lo que son esos ojos, que no pertenecen a alguien, sino que más bien son dos seres vivos y autónomos que sobrepasan el entendimiento de un humano como yo que está muy por debajo del promedio de brillantez. Y lo mejor de todo es que cada uno tiene la autonomía para moverse a su antojo, para iluminar adonde quiera, como quiera y cuando quiera. A veces he creído que sólo coincido con ellos, y que no soy ningún elegido por los dioses para caminar sobre la luz como se camina sobre el agua. Pero pasa tan rápido que ya estoy dando el siguiente paso, y ya estoy pensando el siguiente, y sintiendo el que sigue, e imaginando el otro. Pero la mejor parte de la historia es que siempre que quise atraparlos, con un movimiento brusco de mi cabeza o mirando la ventana fijamente hasta que aparecieran, resulté encerrado en una celda diminuta en mis sueños. Así una y otra vez, en una especie de matrioska borgeana que no me deja salir jamás y que se multiplicaba a la vez con mis intentos. Es desde donde escribo esto con la esperanza de ser hallado por algún valiente que no tema a los dioses, a los tantos ojos que están más vivos que quien los observa.

Ellos, ese par de ojos de dios, son los únicos dioses que conozco y los únicos que me observan, y no quiero que dejen de hacerlo. No quiero que dejen de serlo, porque se sabe que los dioses se enferman cada tanto, sin falta, pero también que se curan a toda velocidad, como cuando olvidamos por falta de quórum algo que acabamos de inventar o descubrir y que olvidan tan fácil que desaparecen de la faz de la tierra lo que todavía no se inventó si se les da la gana, desde su posición perfecta de flor de loto, o de gato indiferente.

Sergio Marentes

Animal que lee lo que escribe. Cabecilla del colectivo poético Grupo Rostros Latinoamérica. Fue fundador de «Regálate un poema» y editor de la revista Literariedad. Colaborador de diferentes medios Hispanoamericanos con aforismos, poemas, articuentos, cronicuentos y relatos de diferentes tipos. Ha publicado el libro de relatos «Los espejos están adentro» y ocho libros de poemas que no ha leído nadie.

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