Jonathan Demme: para un obligado adiós

Por: Juan Guillermo Ramírez

El amor es la más fuerte de todas las pasiones, porque ataca al mismo tiempo a la cabeza, al corazón y al cuerpo. Voltaire.

 

Fue humanista, viajero y cinéfilo, gastrónomo y amante de la música. Muere en su apartamento de Manhattan a los 73 años, víctima de un cáncer de esófago. Era piel.

Existen películas que tienen la particularidad de seguir presentes en la memoria. Son las que se denominan, con el tiempo, clásicas. Otras, finalmente ingresen al sombrío mundo del olvido. No pasan la prueba máxima del tiempo. Con Totalmente salvaje (1986) de Jonathan Demme ocurre algo muy distinto. Cada vez que se observa, su historia se abre en múltiples alternativas de lectura. Nunca pasará de moda.

Las mujeres bellas y sensuales, las perturbadoras del orden mental y temporal, las ingenuas y tramposas, las que llevan una existencia ordinaria, las sorprendentes que dominan toda alteridad con sólo una mirada, un soplo de presencia, las enfermas y melancólicas, las devoradoras y enigmáticas, las de poca belleza y las de abundante sensibilidad epidérmica, las que nada dicen, pero están ahí. Simplemente la mujer, ha sido, al interior del panorama cinematográfico mundial, la verdadera acentuación del amor, del sexo y la pasión; la contradicción apodíctica entre la libertad y los celos; la carcajada satírica del sufrimiento y del dolor. Su suicidio es, casi siempre, el chantaje elegante de la muerte.

En Totalmente salvaje existe una aparente similitud con tres películas estadounidenses: Buscando desesperadamente a Susan de Susan Siedelman, Después de las horas de Martin Scorsese y Blue velvet de David Lynch. Este parentesco estriba fundamentalmente en que el personaje central es el mismo: el muchacho decente y bien ordenado en Lynch, quien va a buscar en los bajos fondos de la ciudad “la otra parte de mí mismo”, como diría la bella y seductora Lulú, la heroína maldita de Demme (Melanie Griffith, la hechizante dama de Doble de cuerpo de Brian de Palma y la atrevida Secretaria ejecutiva de Mike Nichols). La primera cualidad de la película es su tema. La segunda, que hace que la primera sea posible, es el talento con el cual adorna a sus personajes dentro del contexto social, al cual ellos pertenecen. Como una verdadera trastienda de ropa vieja, los planos acumulan los signos, los objetos, los fetiches auténticamente estadounidenses. Charles (Jeff Daniels) es el auténtico arquetipo de la formalidad y la decencia de alguien que ha nacido en Nueva York, posee todos los “tics” ritualizantes de una sociedad –en donde debe trabajar el marido de Rossana Arquette en Buscando desesperadamente a Susan-: tarjetas de crédito, sonrisa transparente, última perversión de un mundo que transforma a los humanos en payasos y etiquetas con la utópica ilusión de convertirlos en hombres originales, auténticos, únicos.

SOMETHING WILD - American Poster, Revista Literariedad

Jonathan Demme entiende, por supuesto, el sentido del signo, el de la normalidad como el de la marginalidad, encarnada por Lulú, hermosa bruja pecadora cubierta de negro y continuamente tintineando a cada paso, debido a toda su parafernalia rococó que lleva consigo. Son sus emblemas lo que caracteriza una religión pagana y actual, en donde se mezclan raíces mitológicas y marginalidad urbana. Evidentemente se podría reprochar al realizador el transformar a sus héroes en “clichés” ambulantes, en tanto que la música, muy presente, se añade a este mestizaje contemporáneo, en donde la tradición re-apropiada –el blues, la salsa y el reggae- se mezclan a los sonidos falsos, fríos de la música de la ciudad –el new wave y el rap-. Pero la apariencia, la uniformidad y la manera de desembarazarse son, justamente los temas de la película.

El pobre Charles comienza a establecer su papel en el de un hombre nómada, convirtiéndose en un rebelde, hasta el extremo de salir de una cafetería sin pagar lo que ha consumido. Este acto de rebeldía no escapa a la mirada de Lulú. Charles toma el dedo entre sus dientes, buscando una cómplice muda, pero Lulú no va a dejarlo nunca más. Su gran viaje de iniciación comienza. Una vez cortado el cordón, la máquina se acelera y pasa por la maravillosa secuencia del mágico acoplamiento en un cuarto sombrío de un motel a la orilla de la autopista. Lulú, la sacerdotisa, da inicio a su gran juego: después de haber encadenado a Charles sobre la cama, se le lanza violentamente, de un manotazo rompe sus prendas íntimas y rebela su cuerpo desnudo. El viaje podría detenerse y la película también, aunque Lulú –que ahora se llama Audrey- persuade, mediante el engaño a su falso marido en la casa de su verdadera madre. Cubre su peluca negra con una nueva peluca rosada, como si pudiera así recuperar sus sueños adolescentes.

El vestido salpicado de flores que cubre el bello cuerpo de Lulú y el vestuario ligero de Charles, deben ser puestos en su verdadero sitio. Y es Ray (Ray Liotta) el marido olvidado de Lulú, quien va a tener el papel de mártir vengador y desgarrador que transformará el evidente y pronunciado final feliz de la historia en un camino violento hacia el infierno de los celos enfermizos. El diablo surge del “paraíso de la apariencia” y de la hipocresía en una de esas famosas fiestas de exalumnos de colegio –Francis Ford Coppola lo llevó también a la pantalla, con este mismo propósito en Peggy Sue-. Allí, de nuevo el nudo temático comienza su marcha infernal, obligando a Charles a romper definitivamente el molde de la apariencia, a perder su natural inocencia, acosando y empujando su propia voluntad para alcanzar los límites de su última transgresión: la muerte de Ray. El bucle se ha erizado, ya no hay más enmascaramientos que oculten una relación sustentada en el engaño. Quedan finalmente las imágenes de un país destruidas al recrear un universo que deambula entre la lucha salvaje de dos cuerpos y los marcos formales a los cuales ellos aspiran.

Literariedad

Asumimos la literatura y el arte como caminos, lugares de encuentro y desencuentro. #ApuntesDeCaminante. ISSN: 2462-893X.

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