Oro verde, oro negro

Foto de Luis Mogollón y un relato de Ricardo Montiel*

1

A Eugenio lo conocí en “El Dado”, una modesta pensión en el centro de Buenos Aires. En ese entonces yo estaba por llegar a los treinta y era un desempleado en otro país. Vivía de los pocos ahorros que había hecho trabajando de arquitecto en Venezuela, pero al no recibir llamadas de devolución a mis postulaciones, el dinero fue menguando a una velocidad inconcebible. No conocía a nadie en la ciudad, así que dedicaba mi tiempo a caminar larguísimas distancias hasta la hora que se supone cenaría, momento en el cual experimentaba una sensación de invisibilidad, de fantasma sin lugar de pertenencia, y entonces me olvidaba del hambre.

Eso fue lo que me llevó a dejar el departamento que alquilaba y decantarme por El Dado. Primero porque la mensualidad se ajustaba a mi contingencia económica; segundo porque, el roce inevitable de la convivencia, iría reduciendo la soledad que me excedía, o al menos eso pensaba.

En El Dado conocí gente de todo tipo: viajantes que pernoctaban una noche sin relacionarse con nadie; oficinistas instalados en la misma habitación durante años, y que solían imponerse a los nuevos con cierto aire de belicosidad; jóvenes del interior del país que estudiaban en el día y trabajaban por la noche; espíritus errantes enemistados con la higiene, abducidos por el fútbol y concursos de baile televisados.

De toda aquella fauna de predominio argentino (yo era el único extranjero hasta entonces) fue Eugenio quien me resultó familiar.

2

Lo primero en llamar mi atención fue su forma de hablar. Su sh era casi imperceptible, como si su yio (y no su sho) atravesara una fase intermedia hacia el yo. La pronunciación fue una señal de paridad. En El Dado, decían que nuestros acentos se asemejaban.

Lo segundo tenía que ver con su cordial insolencia.

Cuando todavía trabajaba, Eugenio volvía al final de la tarde, ponía a calentar agua en la cocina, y de un paquete de arpillera que guardaba en su habitación, extraía la yerba. “Oro verde, chamigo”, decía ufanándose. “Oro negro”, añadía yo, “le llamamos nosotros al petróleo”.

Como un enfermero haciendo ronda en un campo de refugiados, recorría los dos pisos impulsado por unas ganas muy suyas de encontrarse con todos, de saludarnos, de hablar con quién notase con cara afligida, de sentarse y escuchar sin aburrirse. Y allí, en la habitación de cualquiera, en los fríos pasillos o en la terraza donde se hallaba el lavadero, Eugenio inclinaba el termo y repartía su oro verde. Como un cáliz, entregaba la infusión con ambas manos. En la yerba se formaban burbujas como cráteres. Eugenio las veía desintegrarse mientras chupabas de la bombilla. “La nostalgia”, decía, como si el amargo sabor te exorcizara.

Pero ahí no terminaba su faena. Eugenio casi todas las noches se esmeraba en agruparnos en el comedor, en darse a la tarea de ablandar la dureza individual que reinaba en El Dado. Lo cierto es que su poder de convocatoria era asombroso, y en cuestión de minutos ya no entrábamos en la mesa.

Entonces preparaba una comida abundante, por lo general tortas fritas o fideos con manteca, platos que él solía pagar de su bolsillo.

3         

Una de esas noches, cuando la mesa quedó desocupada, Eugenio serruchó a la mitad una botella acostada de Coca-Cola. Volvió a verter el contenido original y lo mezcló con vino tinto de caja. Prefería improvisar una jarra porque así era “fácil deshacerse de evidencias”. En El Dado el alcohol no estaba permitido, y su historial de borracheras, me dijo, había convertido a la encargada en detective. Luego hizo un repaso por nombres comúnmente conocidos de la mezcla: rifle, dos tonos, vinola… pero que él prefería llamarle simplemente la jarra. Yo le hablé de mis primeras impresiones de Buenos Aires, de lo difícil que era conseguir trabajo de arquitecto o de lo que fuere, de la situación política en Venezuela que, en fin, me llevaba casi siempre a hablar de mi propia situación.

Entre otras cosas, él me contó que era de Misiones, de la ciudad de Apóstoles, “Cerca de los saltos de Moconá, no de la turística Iguazú”, que llevaba tres años en la capital haciendo suplencias como asistente contable y que, su libro favorito, era el Martín Fierro. Luego, encendiendo un cigarrillo, me dio ánimos para no desfallecer en mi búsqueda, aunque después insinuase una especie de advertencia: “Esta ciudad”, decía, “Te empuja sin que vos te des cuenta. Un día te empuja hacia adentro, y entonces te sentís victorioso y agradecido. Pero otro día te empuja hacia afuera, y vos lo que querés es partirle la cara”.

Recuerdo el silencio posterior que nos contuvo. Eugenio empinaba la jarra sin respirar. Apagó el cigarrillo en el plato y me dijo que lo habían echado de una óptica, lugar donde llevaba cuatro meses trabajando. Sobre el motivo del despido, no quiso hablar. Le pregunté qué haría, y pasándome la jarra ya seca, contestó: “lo mismo que vos”.

4

Transcurrieron los meses y mis ahorros se evaporaron. Así pues, sin darle vueltas al asunto, se me ocurrió vender (rematar) algunas de las cosas que había traído en la maleta y que, a decir verdad, me resultaban un tanto innecesarias, o de eso quise convencerme cuando me vi en apuros. Poco a poco me fui desprendiendo de zapatos, un reloj, ropa, e incluso (y lo que más dolía) de los libros que me disponía a releer.

Eugenio, por su parte, pedía prestado a un tío que vivía en Buenos Aires y del que, cada quince días, recibía una bolsa de supermercado con uno o dos paquetes de arpillera: oro verde enviado desde Misiones.

Por esos días me presenté a un aviso de un call center. Superé la entrevista, pero luego debía completar una tediosa capacitación de una semana. Sin embargo, una parte de mí se había entusiasmado. Le conté a Eugenio, pero su reacción fue más bien parca, como si descreyera de mi optimismo.

No sé si fue al segundo o al tercer día, pero lo cierto es que a esa altura ya me había desilusionado del curso. “No importa si quien atiende el teléfono es un jubilado moribundo bajo un techo que se cae. El objetivo es convencerle. Que piense que la juguera es la solución instantánea a su soledad, a la indiferencia aplastante de sus hijos”, advertía la instructora. En esa época, el precio del dichoso electrodoméstico rondaba lo que yo había pagado para venir a Buenos Aires. Me costaba imaginarme en el papel. Me costaba no pensar que era yo el moribundo solitario. Tal vez exageraba, no lo sé, pero en aquel entonces esa extraña sensación me poseía. Aún así persistí, y en un momento en que nos dieron un recreo de quince minutos salí a fumar a la vereda.

Para mi sorpresa, allí estaba Eugenio, de brazos cruzados, como esperando por mi eventual aparición. Nunca supe cómo diablos me había encontrado, pues no recuerdo haberle mencionado del curso. “Vamos, chamigo, rajemos de acá”, exclamó, haciendo un gesto con la cabeza. Y entonces caminamos sin rumbo, él dando pasos largos y firmes, yo sabiendo que no completaría la capacitación.

5

En los días que siguieron mi suerte no cambió. Había bajado de peso, y prácticamente no quedaba más nada que vender de la maleta. Eugenio me prestaba del dinero que le prestaba su tío. Buena parte lo invertíamos en los mantecosos fideos, en las tortas fritas y en los ingredientes de la jarra.

En el ínterin, tuve una entrevista con unos arquitectos. Había que terminar en tres días el proyecto de un teatro para Neuquén, una ciudad entre La pampa y la cordillera. En lugar de una paga, me ofrecieron un puesto en la oficina si se ganaba el concurso. Acepté las reglas del juego, aunque Eugenio previamente me incitara a rechazarlas. “Aguantá, chamigo”, decía, “Se aprovechan de que estás seco y ansioso”.

Pasé el fin de semana dibujando y no dormí. El lunes, cuando volví a la pensión, Eugenio se burló de mis ojeras.

6         

Con el tiempo fui sabiendo más de él. Su madre era costurera, y unos meses atrás había sido intervenida en Apóstoles. Al parecer, le dieron rápido el alta. Eugenio se informó de los detalles por teléfono. Desconocía el paradero de su padre, pues un día impreciso de la infancia lo vio irse de la casa para siempre. Eugenio no tenía 28, sino 22, y no llevaba tres en la capital como afirmaba, sino cinco. Se quiso inscribir en la Universidad de Buenos Aires, pero aún le faltaba terminar la secundaria. Por la mala situación en la que había quedado la casa sin su padre, se vio obligado a ser autodidacta desde los quince, primero como obrero en Apóstoles, después como asistente contable en Buenos Aires. Y desde entonces no dejó de mandar todos los meses una parte del dinero a su madre, una parte que luego financiaría su tío sin saberlo, una parte que a mí me salvó de la indigencia.

7

Una noche en que me pareció raro no verlo durante la cena, fui a buscarlo a su habitación. Lo encontré prendido a la jarra, pero a una más alta y potente. Había cortado la botella más arriba de la mitad. Parecía beber de un florero. Estaba encorvado sobre la cama, con la mirada fija en el piso de madera, al que arrojaba cenizas de un cigarro que no llevaba a su boca. Arrastré una silla y me senté frente a él. No supe qué decirle. O sí, quería asegurarle que, apenas pudiese, le devolvería lo prestado. “Rajemos al New Fama, yo invito”, me dijo, mostrándome la palma blanca de su mano, como pidiéndome que no pensara. Entonces tapó la jarra con una toalla mugrienta, la deslizó bajo la cama, y de un bolsillo de su mochila sacó un billete arrugado. 

8

Nos instalamos en la barra. Relámpagos de neón que un humo blanco empaña en la oscuridad, eso era el New Fama, y de ese humo la vi salir y caminar hacia nosotros. Era rubia, esbelta, con un escote bajo y ajustado. Mientras avanzaba, sus brazos se extendían hacia mesas a ambos lados. Seleccionaba cabelleras que penetraba con las uñas.

Entonces se instaló entre las banquetas, y tras un minuto de silencio, Eugenio alzó la mano varias veces, pero el barman no lo veía o lo ignoraba. Recuerdo el perfume de la mujer. Era tan fuerte que mitigaba el olor a sudor y tabaco del ambiente. Tan fuerte que si cerraba los ojos me mudaba de lugar. Le vi hacer una seña con los labios, o con la lengua, o con toda la boca. El barman no tardó en atendernos.

En un momento, al volver del baño, los encontré bailando cumbia delante de la rocola. La rubia luchaba para mantenerlo en pie. Vi cómo lo sujetaba por la cintura, para después de apoyarle las tetas en la cara, meterle las manos en los bolsillos traseros del pantalón. Fue cuando de pronto él pareció recuperar el equilibrio. El empujón hizo que la rubia tropezara con la mesa contigua. Una botella rodó hasta explotar en el piso. Un tipo se levantó y descargó su puño derecho. Eugenio trató de escudarse poniendo los brazos en X. Cuando me interpuse ya era tarde: una cortina de sangre ya bajaba de su nariz. Tuve que limpiarlo con mi camisa. El barman amenazó con llamar a la policía. Eugenio le estrujó contra el pecho el billete arrugado.

 9

En la calle, Eugenio balbuceaba. Y tras un momento en que parecía relinchar como un caballo, comenzó a cantar o recitar: “Que no se trabe mi lengua”, y elevando su afonía: “Ni me falte la palabra… cantando me han de encontrar, aunque la tierra se abra”, para después callarse, girar y tumbarse en la vereda como un perro. La sangre se detuvo pero su conciencia se desvaneció. Lo cargué sobre un hombro e intenté retroceder por Rodríguez Peña. El Dado nos quedaba a una docena de cuadras, pero en aquellas condiciones sólo un taxi podía alcanzarnos. Le revisé los bolsillos, pero en su billetera no había más que una foto carnet descolorida. Deduje que podía ser la madre, o una hermana mayor que él. Lo cierto es que al llegar a la Plaza del Congreso me desplomé. A Eugenio lo acosté en una banca, y yo me senté junto a él sobre la arena.

10

Recuerdo el bullicio del tránsito despertándome, y a Eugenio fumando con los ojos clavados en la mancha seca en mi camisa, palpándose incrédulo el tabique, confundido por la ley de la resaca. Recuerdo el fuego del sol en los párpados, la absurda réplica de El pensador de Rodin. Los chinos imitando la postura, turistas de cámaras voraces. Recuerdo el olor a garrapiñada, a pasto cortado y orín. Recuerdo haber sentido que nuestro dique particular había empezado a resquebrajarse, y que, de un momento a otro, una ola colosal nos arrastraría hacia un lugar del que ya no podríamos volver. Cuando caminábamos por Solís, ya se amontonaban en la calle los que sabían a dónde ir sin preguntar, los que avanzaban a prisa, mirando de frente, penetrando los umbrales de edificios de otro siglo. Buenos Aires despierto, sucediendo sin nosotros. De golpe comprendí que vivíamos en la pobreza, en la fragilidad más absoluta, apenas resistiendo la fuerza del empuje.

 11

Por esos días me llamaron para trabajar en un centro de copiado. Acepté. Por mi experiencia de arquitecto, me encargaron el área de impresiones. La paga no era desdeñable, y el contrato incluía los almuerzos.

Saber que yo tendría trabajo y no Eugenio, me pareció injusto. Sin embargo, quise contarle. Pensaba decirle que no desfalleciera, que buscara tranquilo; que con mi sueldo, aunque irrisorio, aguantaríamos los dos.

Pero en las semanas que siguieron fue imposible hablar con él. Su comportamiento se tornó esquivo, indiferente. Dormía poco en El Dado, y cuando lo hacía, las noches ardían a la altura de la madrugada.

Una vez lo encontraron tanteando las paredes: había confundido la cocina con el baño, llevaba el cierre abierto, dicen que meó en una olla.

Una mañana lo hallaron inconsciente en el pasillo, boca abajo a unos pasos de su habitación. Tenía los brazos extendidos; una mano sujetaba un tramontina, la otra una botella de plástico sin etiqueta. Dicen que la encargada entró con guantes a la habitación, hurgó debajo de la cama, y cuando vio la cucaracha que flotaba en la megajarra, el grito llegó hasta el Obelisco.

Los de Tandil se quejaron: lo oían cantar o recitar a las tres de la mañana. Las de Rosario complementaban la versión: oían portazos y ruidos en la escalera.

Lo cierto es que Eugenio desobedeció el ultimátum, y la mayoría alegó en su contra. A El Dado se le agotó la paciencia. Le dieron unas horas para desalojar.

12

Durante un tiempo me dediqué a rastrearlo. Llamaba a su celular, pero primero caía la contestadora, después daba fuera de servicio. Fui a la óptica en la que él había trabajado, pero sólo supieron ofrecerme un descuento en la segunda montura. Luego quise contactar al tío, pero no tenía la dirección ni el teléfono, en realidad ni sabía su nombre. Entonces resigné mis esfuerzos. Me fui haciendo la idea de que ya no lo vería.

13

Una noche en que cenaba solo, sonó mi celular. La pantalla mostraba un número desconocido. Pensé en los arquitectos del concurso en Neuquén; pensé en Venezuela y en todos, menos en Eugenio.

Me avisó que estaría en Retiro en una hora.

14

Yo no conocía la Terminal, pero no me fue difícil localizar las plataformas de salida. Al ingresar al edificio vi una serie de vidrieras iluminadas. En una había mates y termos de múltiples formas y colores. En otra un arsenal de paquetes de arpillera.

Seguí la progresión de números a lo largo de la rada: 21, 22… y ahí lo vi, echado en el piso, a metros de la fila que embarcaba. Me dijo que el tío había pagado el pasaje. También me dijo que ella podía estar muriendo, o que eso era lo que él interpretaba. Le habían dicho poco y no sabía a qué atenerse. “Y yo acá, chamigo, sin decidirme a arrancar…”. Quise contarle que tenía trabajo y que me gustaba lo que hacía, pero en aquel momento mi suerte no era relevante.

El abrazo fue breve, de esos que se dan sobre la hora.

15

No recuerdo cuánto tiempo pasé en la Terminal, sé que me quedé contemplando los buses que llegaban y partían, como si aguardase mi turno de embarcar, o como si esperase que alguien al bajar me reconociera.

Un bus, emitiendo un pitido intermitente, dio marcha atrás hasta ponerse de perfil. “Tigre Iguazú”, se leía entre los vidrios polarizados. Luego, reiniciando la marcha, se fue apartando lentamente de mi campo de visión: fue como el descorrer de una ancha cortina. Más allá de la Terminal, en el vasto horizonte aéreo, cuadros de luz parecían flotar en un cielo sin estrellas, o en siluetas oscuras de imponentes edificios, o en la sombra de una ola que se yergue en la ciudad.

Buenos Aires aún estaba allí.


 

*Ricardo Montiel (Maracaibo, Venezuela, 1982). Colaboró para medios impresos y digitales de Costa Rica (Revista Gente Tuanis), Venezuela (Movimiento poético de Maracaibo, Las malas juntas, Digo.Palabra.txt, Prodavinci), España-Francia (Triadae Magazine), Argentina (Revista Otra parte, Revista UR Arquitectura, Periódico de distribución gratuita Notifíquese) y México (Carruaje de pájaros). Publicó el libro de poesía Ciudad blanca sobre fondo blanco (Ediciones del Movimiento, 2015) y junto a autores de distintas partes del mundo el libro de relatos y ensayos La revolución peatonal (Editorial El caminante, 2015). Obtuvo el Tercer lugar en el género poesía del Concurso internacional de poesía y narrativa “Roberto Arlt” 2015. Actualmente reside en Buenos Aires, Argentina. Más del autor en: paisessinnombre.blogspot.com

Literariedad

Asumimos la literatura y el arte como caminos, lugares de encuentro y desencuentro. #ApuntesDeCaminante. ISSN: 2462-893X.

Un comentario sobre “Oro verde, oro negro

  1. Hola Montiel, reconozco en tu relato esa ciudad amada y cruel donde la soledad y el hambre pueden vencerte. Vivimos allí 18 años, en un barrio de laburantes, de gente con ilusiones de tener un futuro mejor. Mis hermanos y yo nos educamos allí, para mí Buenos Aires era algo tan natural y tan previsible, nunca pensé que me faltaría, que un día volveríamos a Paraguay. En ese momento supe que esa capital tan triste como el tango y tan luminosa como la presencia de amigs y de amigos pueden brindar, ya no sería nunca más mi casa.. Sigo exiliada aquí, en mi patria, solo cuando sueño vuelvo a esas calles asfaltadas, con luces que ya no me alumbran. Una milonga por tus nostalgias y las mías.

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