Por: María Afa

Hay ciudades que se disfrutan,o que se padecen. Hay ciudades que se trabajan. Atrás quedó la aldea precolombina, atrás quedó la villa de castellanos prepotentes con apellidos de gramáticos o poetas. Sobre ella la nueva colcha de retazos, un tapiz para las pisadas del gran capital. Acá un intento de contar ese lugar que es muchos a la vez y ninguno definitivamente, esa urbe que se construye y se destruye a sí misma, como todo ser viviente. Bogotá: el lugar común de este país, narrado desde otro lugar común, sus manos.

“Hágale a ver mamita que estoy cogida de la tarde”. Doña Gloria 20 años vendiendo verduras en la calle 10.

“Déjame la plata con mi hija”. Bladiht Gómez costurera de barrio.

“Uno se acostumbras hasta a jalar la carne con las manos engrasadas” Camilo, mecánico de motos en la Avenida Caracas.

“Podría sacar un libro de todos los epitafios que he leído”. Carlos, desde los trece años talla lápidas para el cementerio central.

“Tratando de poner el inodoro”. Reyamundo, desplazado de Tumaco, recién llegado a la localidad de Santa fe.

“Usted sabe social, acá haciendo lo real” Mauricio, desde niño líder, desde niño reciclador.

“A Dios gracias que tengo trabajito y no ando montada en un bus vendiendo confites” Ana María, aseadora en la Biblioteca Luis Ángel Arango.

“¿Cómovai? ¿Bem? o ¿muitobem?” Maestro Santiago García, fundador del Teatro la Candelaria.

“¿El Eucalipto?, toca traerlo desde el barrio Egipto”. Anónimo, cuidador de perro, vendedor de hojas de eucalipto y contador de historias.

“¡Ah no! lustra botas que sepa quién fue Jaime Garzón esta jodido, ¿no vecino?”. Jorge, lustrador a mucho honor.

“Mija… usted ni se alcanza a imaginar cuantas vergas han pasado por estas manos”. Grupo de prostitutas en el barrio Santa fe.