Imagen: Son Avalos
En el televisor hay unos doscientos ciclistas que deben recorrer más de doscientos kilómetros para terminar una de las veintiuna etapas de una de las carreras más importantes del deporte pedal, entre los que se cuentan varios colombianos que son miembros del deporte que más glorias le ha dado a este país, experto en la guerra y en el olvido, y entre los que se cuenta desde antes de su retiro, según los especialistas, a uno de los mejores ciclistas de la historia. En la pantalla del computador hay un documental sobre la canción política de Latinoamérica en los años setenta, entre los entrevistados está quizá el cantautor más grande de este tipo de música, alternado con sus más altos representantes, diciendo que una de las principales funciones de esta es educar. En la mesa de noche hay siete libros nuevos esperando la lectura ansiosa de la primera vez antes de pasar a la interminable lista de libros por leer, y entre ellos que se cuenta una antología de narrativa breve que, según un amigo suyo que lo ojeó mientras esperaban por una autora veterana en la feria del libro, pudo haber sido escrita por él, así como, según el hombre, también pudo haber sido escrita por el amigo lector. En la biblioteca que está junto a la cama hay un cuaderno con varios libros de poesía escritos con el puño y la letra de sus respectivos autores, todos ellos poetas de diferente especie y calibre, pero al fin y al cabo poetas, una sola cosa, y hay todo tipo de caligrafías y colores de tinta, hay rastros de líquidos y del tiempo inevitable, toda una antología. Todo esto está acompañado por alguien que escribe un artículo para una revista colombiana de literatura, cine y cultura en general para la que escribe desde hace meses una colaboración semanal, en la que intenta que la realidad y la ficción sean una sola cosa, por lo menos mientras lo está escribiendo, quizá el requisito mínimo que tiene con estos textos. Entonces el hombre, que no tiene la menor idea de lo que está diciendo en lo que escribe, y que le está dando tantas vueltas que ya no sabe para dónde va ni de dónde viene, se detiene un momento para reflexionar sobre lo que escribe mientras estira los tendones de sus manos, desde la punta de los dedos hasta más arriba del hombro y así dejar de sentir ese dolor sin nombre que se cuela entre lo más blando y lo menos blando de sus extremidades superiores. De pronto, con el dolor en la segunda falange del índice derecho, viene una visión inminente de lo que va a decir en el texto, aunque sin la menor explicación, como las visiones grandes y chicas de la humanidad, y comienza a escribirlo. Lo alterna, como casi todo lo que hace, con poemas cotidianos que se han venido plasmando en un cuaderno a las horas menos imaginadas desde hace varios años. En uno de esos poemas se habla de alguien que piensa debajo de un árbol sin frutos y que, justo al querer irse, nota que el árbol ha dejado caer a sus pies varios frutos en su más alto grado de maduración. En otro, sin mucha musicalidad, se habla de un hombre que escribe sobre lo que escribe y, en lo que escribe, sobre lo que escribe quien escribe allí, una especie de milhojas de trigo y realidad que, quien lo come ni se lo imagina, como debe de ser.
El hombre que escribía, escribió para su revista lo que debía, lo envió a tiempo, terminó de ver a los titanes pedalear y de admirarlos un poco más, luego leyó unas cien páginas nuevas por primera vez, tomando notas en sus cuadernos e investigando un poco en Internet, terminó de ver el documental y vio otros y, sin darse cuenta, ya había empezado el siguiente artículo para otra revista para la que escribe, pero de él no se escribirá nada ahora porque es una historia completamente distinta, y porque es la misma.