Imagen: avital levy
Cuando me sucedió, iba por una calle cualquiera, una de esas en las que suelo caminar hacia mi trabajo luego del primer café del día, una de esas en la que cualquiera camina un día cualquiera, a una hora cualquiera, sin que parezca ser una calle cualquiera ni un alguien cualquiera. Aunque no era una calle cualquiera del todo, una calle cualquiera no tiene una librería en ella. El que estaba adentro de la librería, una librería de viejo, y que me miró, a través de los espacios libres que dejaban los libros en las vitrinas exteriores, era yo. Pero el que estaba afuera, y que miró también, a través de los espacios libres que dejaban los libros en las vitrinas exteriores, era yo. No me preocupé por quién era quién ni cuál era el verdadero sino qué hacía yo leyendo contraportadas mal escritas en una librería mientras caminaba hacia el trabajo, qué hacía yo leyendo libros y libros de poesía sin pagarlos mientras caminaba esquivando personas que andaban sin afán, qué hacía yo leyendo el principio y el final de tantos cuentos que ni siquiera sabía que existían para saber si eran buenos, o para saber si había que leerlos luego, mientras caminaba registrando en mi memoria cuanta historia viera, oyera o imaginara. Así, preguntándome tantas cosas, llegué a mi trabajo a transcribir lo que escribí en mi cabeza durante el recorrido antes de que empezara la jornada laboral en la que, por cierto, se me prohíbe escribir a mano lo que no tenga que ver con las labores por las que me pagan, y llegué también a sorprenderme con el hecho de que recordaba todo lo que había leído el que estaba en la librería, además de que, si me concentraba bien, podía ver, además del lugar en el que me encontraba, los libros que tenía en las manos él, leerlos, pensarlos, sentirlos. Era dos personas a la vez y, al parecer, nadie lo notaba porque apenas si volteaban a verme al pasar y saludar entre dientes, o quizá yo no era capaz de percibirlo porque estaba haciendo dos cosas a la vez. Entonces aproveché para que, en algo así como un piloto automático, el yo del trabajo trabajara mientras el otro, en la librería, leyera lo que más pudiera. Las labores del trabajo, al ser tan mecánicas y sistemáticas, se realizaron sin problema alguno, y por eso tuve tiempo y energía suficiente para leer todo el día en la librería. Leí por lo menos unos trescientos poemas, unos cincuenta cuentos completos, además de muchos más principios y finales, y varios capítulos de novelas que jamás había leído en lo que duró la jornada laboral.
Pero no fue esto lo que me sucedió, esto apenas era el preámbulo. Lo que vine a contar fue que aquel día, justo cuando sonó la alarma de la salida del trabajo, el jefe de recursos humanos me mandó a llamar. Sobraría decir que temí que lo hubiera sabido todo y que hubiera decidido despedirme, sancionarme o castigarme con más trabajo. Pero me llamó para otra cosa, de hecho, bastante diferente. En cuanto me vio, me felicitó por mi productividad y me extendió su mano con un cheque cocido a una hoja en la que se certificaba mi aumento de sueldo por mi alto rendimiento y el compromiso de ascenso por parte de ellos si mi promedio productor se mantenía durante los siguientes seis meses.
Salí de allí convencido de que la literatura sirve para todo cuando se le consume sin temor. Hasta para ganar más dinero, me dije cuando vi la cifra del cheque.
De regreso a casa, el de la librería seguía allí sin dar la más mínima muestra de cansancio, así que sobra contar que desde entonces, mientras duermo, como o hago cualquier otra cosa obligatoria, él hace el trabajo duro por mí. O para mí, mejor dicho.