Imagen: David Santaolalla
Dice el corresponsal de guerra que la niña detuvo una bala de cañón con sus manos y mi cabeza explota de inmediato con semejante imagen. Se trata de una pequeña rubia de unos seis o siete años que, en medio de una nube de polvo denso, ubica sus manos a la altura de su rostro en el momento exacto en que la bala de cañón golpea en ellas como si fueran de hierro y termina por caer como una pluma indefensa junto a los pies de la pequeña. Y pienso después que si en cambio el proyectil hubiera hecho blanco en mi nuca, lo que escribo ahora lo escribiría pronto alguien del otro lado del mundo, luego de leer la crónica respectiva al ver cómo su cabeza, u otra parte de su cuerpo, explotaba con tal imagen. De eso se trata este negocio reproductivo de fabricar imágenes con lo que leemos, por cierto completamente diferente y superior al de ver las imágenes preconcebidas del cine o la televisión, eso es lo que hacemos cuando traducimos del lenguaje limitado de lo escrito al lenguaje ilimitado de lo imaginado. Así funciona desde que se inventó y lo hará hasta que deje de existir. Es por eso que no podemos evitar convertirnos en lo que nos cuentan, ni mucho menos podemos evitar convertir lo que nos rodea en lo que contamos, trenzando la realidad con nosotros y lo ficticio en una sola carne, en un solo dios verdadero.
La lectura de la noticia me hizo recordar de golpe aquella vez que leí de un hombre que se sacaba los sentimientos con todo y las tripas, no de manera metafórica, y los ponía sobre la mesa a la hora de la cena para alimentar a toda su familia. El rito consistía en algo tan simple y primario como repartir las entrañas en partes iguales y comerlas en trozos pequeños sin afán. Luego de masticar cada bocado veintitrés veces, de preguntar y responder algo, y de algún sorbo de agua o de vino, se repetía las veces que fuera necesario hasta terminar con todo el alimento. Según él, y según el álbum familiar, que comprendía más de dieciocho generaciones, así lo habían hecho siempre los hombres de su estirpe, desde los primeros a falta de habilidad para cazar y recolectar hasta los más recientes que eran incapaces de valerse por sí mismos y todo lo conseguían hecho por algunas monedas. Y, contextualizando, la tradición alimentaria los había mantenido hasta hoy con la fortaleza de la era del silencio, y con la fortuna del que no tiene que mover un solo dedo para que se le mueva la mano. Afirmaba al final que en eso radicaba su singularidad para pertenecer a esa historia anónima.
Y luego de que se enfrió en mi cabeza la idea de la explosión y de la niña poderosa, y la del hombre que se comía a sí mismo y se servía como cena, acudí a mi biblioteca para investigar sobre la guerra, su historia, su geografía, su evolución y todo lo demás. Y el resultado fue el mismo de siempre: la guerra es la humanidad, y por eso esta afirma estar en guerra siempre.