por: Juan Manuel Eslava Gordillo
(Ilustración de Geraldine Gómez en El Dibujadero.)
Se podría decir que tuve un lado femenino bastante desarrollado desde que quise una muñeca a los tres o cuatro años. ¿O más bien era una expresión temprana de heterosexualidad desbordada que me llevaba a querer poseer mujeres, así fueran en miniatura? El caso era que me gustaba mucho como se veían. Mis padres eran lo suficientemente progres para no verlo como un mal signo, pero no tanto para comprarme una.
Por otra parte, no fui gran amante de los carros, aunque tuve algunos; pero incluso hoy en día mis conocimientos automovilísticos son vergonzosos (casi 30 años y no he hecho un solo intento por aprender a conducir). Los juguetes que más me gustaban eran los animales salvajes.
Si bien no era un niño rudo, en general mis comportamientos e interacciones no eran para preocupar a nadie, ni a mí mismo, sobre mi identificación con el género masculino. Claro que la época exigía ocultar algunos datos, como que me gustaba ver Sailor Moon y telenovelas mexicanas.
Pero para el año 96 o 97 empezaron a aparecer situaciones difíciles de digerir. Estaba en tercero de primaria; la sexualidad empezaba a despertar de a poco con una fijación mayor en una de mis compañeras, aunque había varias a las que ya encontraba deseables en los términos de alguien de ocho años (querer estar cerca de ellas, mirarlas durante un buen rato, imaginarse besos muy inocentes en los que solo se tocan los labios).
Sin embargo, mi hombría ya se veía cuestionada por culpa de mis limitaciones atléticas. Algo estaba mal en mí, en mi torpeza. Una torpeza que me ponía al nivel de las mujeres según lo consideró mi profesora de educación física cuando me evaluó como incompetente para realizar la misma práctica que los varones, por lo que determinó que debía ejercitar en el grupo de las niñas. Eso lo notificó a mis padres en una nota que nunca dejé que vieran y que devolví con una firma falsa de un cómplice, una adulta allegada a la familia.
La profesora pensaba que mi falta de fuerza, agilidad y coordinación podían ser producto de un problema de salud, por lo que quería que me prestaran atención. Pero me sentía avergonzado. Uno no quiere que sus padres se enteren de que es un debilucho, por muy estudiante destacado que sea. A partir de ese evento, empecé a entender mi rol como uno de esos nerds estereotípicos de los programas de televisión, y obviamente no estaba muy feliz. A esos no los buscan las chicas. Y en efecto no me buscaron, ni en ese ni en los años venideros.
Por problemas económicos, para cuarto grado me cambiaron al colegio de menor estrato en el que estaría hasta graduarme de secundaria. No volví a toparme con profesoras de educación física que se mostraran preocupadas por mi falta de aptitudes deportivas ni que intentaran reclasificarme como chica, pero eso no implicó que las cosas fueran necesariamente mejores.
En el nuevo colegio sentí aún más la exigencia de desempeño físico como requisito para ser considerado uno de los buenos, uno de los cool. Y cuando la torpeza física se acompaña de la social los resultados no son bonitos. Descubrí eso que ahora llaman bullying, física y verbalmente, y una hostilidad incomprensible tanto de hombres como de mujeres (no todos, pero sí los suficientes para desarrollar aversión a la convivencia escolar). Dolía más la que provenía de ellas, porque mi deseo heterosexual en ebullición anhelaba algún tipo de atención.
En la medida en que avanzábamos de niños a adolescentes, el terreno se volvía más hostil. Contrario a lo que a veces pasa con los nerds débiles, nunca se cuestionó mi orientación sexual. Eso podría verse como un alivio, pero la condescendencia —que obviamente es preferible a la agresión— de los populares del mismo sexo y la invisibilidad/indeseabilidad ante el sexo opuesto pueden lastimar más. Más insultante que piensen que no besas chicas porque no quieres es que crean que no lo haces porque no puedes.
Si de alguna forma lograba validar mi hombría es porque no di papaya: nunca dejé que me vieran llorar, pese al abuso. Me desahogaba siempre en casa. Participaba en el intercambio de recortes de revistas porno, y con mi pequeño grupo de amigos progresivamente generamos una comunidad de apreciación del atractivo erótico de las mujeres del curso y de todo el colegio. Incluso elaboramos complejos sistemas para clasificarlas.
También, a pesar de todo, amaba genuinamente el fútbol, una pasión heredada de mi padre y mi hermano mayor. Lo veía y hablaba todo el tiempo de eso. Siempre quería estar en el juego y me enfrentaba a mis limitaciones a cada momento. Ese espíritu esforzado me dio para un inolvidable doblete en séptimo, incluyendo un gol de media cancha, aun cuando jugaba como defensa. Probablemente soy la única persona que aún recuerde esa tarde de hace casi dos décadas, pero forma parte de las páginas doradas de la épica de mi vida. Más adelante nos fusionaron con otro grupo, donde la proporción de hombres era aún mayor, por lo que volver a figurar de esa manera se volvió imposible.
Pero si aún recuerdo el día de ese partido en la cancha del barrio es porque fue un oasis en una historia de maduración donde la relación con el cuerpo trajo muchas frustraciones, donde muchos intentos por usarlo de manera hábil (incluyendo el baile) resultaron en burlas. Tanto que aún hoy en día una de mis pesadillas recurrentes es la de prácticamente no poder despegar mis pies del piso o sentir que avanzo de una forma dolorosamente lenta, ya sea en medio de una actividad deportiva o tratando de escapar de algún peligro.
Cierta transformación hubo en mí en los últimos años de la secundaria. Empeoraron las notas, respondía mal a los profesores, insultaba y golpeaba a mis compañeros cuando me sentía atacado. Me refugié más en la música fuerte, que me mostraba otra manera de ser hombre, que en el fondo implicaba tener más actitud y furia que los demás. En medio de esa necesidad de reforzar en mí una forma de masculinidad alternativa, hasta experimenté por un tiempo una misoginia lowkey, en la que sentirme intelectualmente superior a ellas me ayudaba a lidiar con la frustración de no poder intimar. Eso desapareció en la universidad cuando, por primera vez, pude hacer amigas.
No glorifico nada de lo descrito, porque podría ser un coctel de emociones e ideas parecido, al menos superficialmente, al que ha llevado a suicidios o atrocidades de inadaptados tipo Columbine o lo de Elliot Rodger. Algunos, afortunadamente, resultamos relativamente bien, y esta fase nos sirvió para acercarnos a la masculinidad que queremos. En mi caso fue como si en un punto reclamara «puedo ser tan hombre como tú», para enseguida resolver «pero no me interesa ser el tipo de hombre que eres tú». Necesitaba poder sentirme duro y radical para ganarme el derecho de ser también suave, infantil, femenino, hasta que todo se funde y ya no es necesario calificar mis comportamientos de una u otra forma: soy siempre yo.
Sin embargo, no es que en la universidad ya no hubiera conflictos y presiones con respecto al ideal de macho. Ya en un entorno más progresista, donde las exhibiciones de fuerza y pericia deportiva habían perdido protagonismo, así como los gustos o intereses eran menos juzgados, todo se volcaba al éxito sexual, a la urgencia por sumar conquistas, pasar rápido las bases y deshacerse de la virginidad. Un escenario donde hablar de masturbación ya no era divertido como con mis amigos del colegio, sino una evidencia de fracaso, un amarre a la adolescencia.
«Esa vieja quería, ¿por qué no aprovechó con ella? ¿Ya lo hizo? ¿Cuántas veces? ¿La vieja se vino? ¿Cómo que no le funcionó? Ya debe de estar diciéndoles a las amigas que es un mal polvo. ¿Que la nena prefirió meterse con otra vieja?» Probablemente la parte con la que más tiempo lleve ponerse en paz. Aún lidio con estas cosas como hombre heterosexual, pero no pienso que hombres homosexuales o bisexuales, o las mujeres de cualquier orientación, o los indefinidos, ni ninguna otra forma de vida humana —tampoco los asexuales— la tenga particularmente fácil en lo que a esto respecta. Todos tenemos nuestras cárceles, todos sentimos a veces que la biología y la tradición nos pesan, que nos proponen múltiples juegos que no entendemos, que bajo ninguna circunstancia seremos realmente libres de la opinión de otros y de nuestro juez interno.
Mis luchas están lejos de haber sido las más duras y tan solo pueden darme una pequeña idea de lo que pueden ser las de aquellos que transgreden de forma fuerte los roles sociales. Pero imagino que a veces en esas pequeñas desviaciones también residen grandes revelaciones. Lo más importante es que estamos hablando de esto.