La lógica de lo peor

Por: Juan Guillermo Ramírez

Las historias de Patricia Highsmith tienen algo fascinante para mí, algo que solamente conozco a través del cine, no por los libros. Un trastorno. Sus personajes me afectan profundamente y me conciernen muy directamente. Al contrario de los libros policíacos corrientes, en los cuales los personajes son impulsados por la acción y por el desarrollo del relato, los de Patricia Highsmith son el centro a partir del cual se desarrolla un relato. El motor de la historia son los temores, las pequeñas cobardías, los pequeños errores que todos conocemos demasiado bien, hasta el punto en que ya no les prestamos atención. Al leer estas historias nos observamos a nosotros mismos… Wim Wenders.

 

Aun siendo consciente de lo vidrioso que resulta dividir la obra de un artista, y máxime de un artista de las características de Wim Wenders, que gusta de volver una y otra vez sobre los mismos temas para ejecutar variaciones acaso infinitesimales, suscribiendo la rancia y sobre explotada noción joyceana de la obra en progreso como una sucesión lineal de períodos definidos y autónomos a la manera de compartimientos suspendidos, no parece del todo incorrecto hablar de un antes y de un después de El amigo americano, aunque sólo sea atendiendo a sus aspectos más formales, por ejemplo, las cuotas de calidad que alcanza el trabajo del operador Robby Muller, la solidez de las interpretaciones de Bruno Ganz y Dennis Hopper, o el destacado lugar que ocupan en la cinta dos largas y magníficas secuencias, las de las andanzas de Ganz en el metro de París y en el tren, que descubren a un Wenders inédito e impensable.

Sin menoscabo por la anterior producción de su autor, En el curso del tiempo, reconocemos que El amigo americano es, por los factores más diversos, una obra importante, crucial, con un peso específico que se deja sentir en varias direcciones. Desde la perspectiva industrial, conviene no olvidar que supone el lanzamiento a escala internacional del cineasta y, haciendo frente común con algunos títulos de Rainer Werner Fassbinder y de Volker Schlondorff, la más sólida tarjeta de presentación con que contó el Nuevo Cine Alemán. Para Wenders señala un segundo intento, después del fracaso de Letra escarlata, de operar partiendo de un material literario ajeno al cien por cien, y un primer acercamiento al producto de género, o sea al cine que debió de consumir en generosas dosis durante sus años de aprendizaje en París, cuando pasaba las tardes en la Cinemateca Francesa -la película lleva una escueta pero significativa dedicatoria a Henri Langlois-. Ningún cambio, empero, se produce a la ligera, y Wenders no dio el paso sin una previa serie de dudas y vacilaciones: fue Peter Handke quien le puso en contacto con la escritora estadounidense, afincada en Europa, Patricia Highsmith, y la pretensión inicial del director fue adaptar El grito de la lechuza o El temblor de la falsificación, dramas psicológicos centrados en la descripción pormenorizada de conductas al límite de lo patológico, cuyas estructuras cerradas y sus tramas mínimas y con tendencia al estatismo, las acercan a la particular manera de pensar el mundo y sus cosas que Wenders ha ido desarrollando a partir de El miedo del portero ante el penalti, película que contiene un nada encubierto guiño a El temblor de la falsificación. Por fin, una indeterminada serie de problemas relacionados con la negociación de los derechos de la escritora dirigieron la atención de Wenders hacia el manuscrito de Ripley’s Game, la tercera y más atrevida aventura de Tom Ripley, el antihéroe polimorfo y perverso, que guarda notables semejanzas con Extraños en un tren, el texto más divulgado de Patricia Highsmith merced a la adaptación que del mismo hiciera Alfred Hitchcock en 1951.

No sobra recordar que la obra de Patricia Highsmith  no es de fácil adaptación, así hayan reclamado su atención directores tan dispares como René Clement, Claude Autant-Lara o Claude Chabrol, y uno de los más poderosos atractivos en El amigo americano consistirá en observar cómo Wenders, amigo de escritores, además de Handke, Sam Shepard y Peter Carey y escritor ocasional él mismo, flexibiliza sus constantes estilísticas: ausencia de parámetros argumentales nítidos, disolución del punto de vista, planificación en el vacío; en busca de algo que rara vez se encuentra en las pantallas: establecer un área de consenso entre el original escrito y la obra visual, capaz de enriquecer a ambos.

Pese a que una construcción algo anómala, sometida a bruscos cambios de ritmo, abundantes elipsis y planificación a ratos artificiosa, más el constante goteo de referencias cinéfilas, la presencia del reparto de Nicholas Ray y Samuel Fuller, disfrutando el primero de un emocionado reencuentro con el actor Dennis Hopper, a quien descubriera en 1955 con Rebelde sin causa, y ejerciendo el segundo de comerciante de cine porno y pistolero; consigan enmascararla, la historia que narra El amigo americano es tan antigua como el mundo y ha sido abordada, directa o indirectamente y con los más dispares resultados, por todos los géneros y subgéneros posibles. Se trata, nuevamente, de la dialéctica elemental del mundo de la luz enfrentado al mundo de la oscuridad, del bien midiendo fuerzas con el mal, expresada aquí mediante la conjunción de un recurso tan caro al género negro como es el retrato de una amistad entre hombres, inmediatamente pensamos en Philip Marlowe y Terry Lennox, sin ir más lejos; con un hallazgo de notable brillantez, que funciona al mismo tiempo como detonante de la acción y como metáfora: me estoy refiriendo a la enfermedad que padece Jonathan (Bruno Ganz), identificable como leucemia, pero cuya existencia real se pone continuamente en duda, pues su médico de cabecera le promete que está curado, y puede tratarse de un montaje de Raoul Minot (Gerard Blain).

Wenders no parece temer el calificativo de maniqueo, y los trazos con que caracteriza a sus personajes son cualquier cosa menos sutiles, estirando hasta el límite de lo caricaturesco las descripciones originales de Patricia Highsmith. Jonathan recuerda a un artesano de fábula infantil, con una esposa (Lisa Kreuzer) y un hijo que le quieren y a los que, a su manera un tanto retraída (los sentimientos desbordados no son el fuerte de las películas de Wenders), también ama, y un trabajo, restaurar obras de arte y juguetes ópticos, que le conecta con el pasado, le confiere una historia y, por qué no, una sensación de destino. Ripley (Dennis Hopper) resulta todo lo contrario, puro caos, entropía personificada; viste como un cowboy en pleno Hamburgo, habita una ruina decorada como un museo del pop art, en el centro del cual brilla un rótulo de Canada Dry y una jukebux Wrulitzer, sin embargo, para él, una jukebox, como antes las cabañas de los campos de labor, era un objeto de calma, para tranquilizarse, escribe en 1990 Peter Handke; apenas si controla sus nervios y la cámara lo sorprende monologando de la siguiente manera: Cada vez entiendo menos quién soy, o quién es cualquier otro. El mismo énfasis puesto en la caracterización de la medida de la incompatibilidad de ambas criaturas (en realidad, mundos), y ya desde la primera vez que se encuentran (se observan, Ripley hace amago de saludar y Jonathan le retira la mano), es obvio que podrá existir un acercamiento, una fascinación e incluso un intento de seducción, pero jamás una relación en profundidad, un verdadero intercambio.

El amigo americano es, pese a todo, una película optimista, esperanzada: la corrupción no es completa, Jonathan cae dos veces en la tentación y su pecado no es tan terrible pues, como le hace notar Minot, no afecta a nadie que merezca nuestra piedad, pero a la tercera reniega del tentador y se sacrifica para expiar posibles culpas, convirtiéndose en uno de los tipos más positivos, prácticamente un héroe, del cine de nuestro autor, o del cine que éste hace en la década de los setenta, lejos aún de París Texas y Cielo sobre Berlín.

Del mismo modo que la enfermedad no tiene rostro, los criminales que rodean a Jonathan carecen de identidad o van camino de perderla. El mal es siempre inexplicable, y cuando su mujer le pregunta por los motivos de la antipatía que siente por Ripley, Jonathan responde con vaguedades, dice haber escuchado historias, anotado rumores; más tarde, el acuerdo con Minot le abre las puertas de una realidad gaseosa, flotante, hecha de viajes de vértigo a cualquier parte del globo, de estaciones de tren y habitaciones de hotel al otro lado de cuyas ventanas acechan grúas amenazadoras (pocas películas han conseguido retratar el paisaje urbano con tanto tenebrismo, aún a la luz del día, recogiendo y reciclando una cierta herencia del expresionismo), de desarraigo y conjuras de origen ignoto y destino inconcreto, una realidad para la cual tampoco encuentra más vocabulario, probablemente porque es un mundo cuya constante situación de precariedad lo hace refractario a cualquier forma de lenguaje establecido. Ripley, fantasmagórico hasta el punto de necesitarse fotografiarse y registrar su voz en un magnetófono (contando sus acciones al tiempo que éstas suceden) para cerciorarse de que vive o existe, deambula por el taller de Jonathan, lo explora comentando lo agradable que debe de ser vivir allí y decide echar una mano a éste en sus “trabajos clandestinos” a fin de ponerle en deuda, de forzar una amistad o una camaradería que confía le reportará la fórmula mágica que le permita cambiar de identidad, escapar de sí mismo y ser otro (Jonathan, por ejemplo). Proyecto vital a toda luz imposible, quimérica, que se saldará con todavía más soledad y paranoia. Jonathan ya había probado el mundo de Ripley y sacado de él todo lo que necesitaba: el gris artesano que afirmaba que solamente hay que temer al miedo, ha penetrado hasta el fondo de la otra cara de la realidad, ha jugado con la muerte propia, en el baño del tren, frente al espejo, Jonathan ensaya sobre su cuello el lazo con el que ha de asesinar, ha adquirido los conocimientos prohibidos y ha decidido abandonar. Ripley, tirado en la playa (¿es casual que el último camino propuesto por la película conduzca al mar?) es un ser definitivamente burlado, sin otro futuro que descender los pocos peldaños que aún le quedan en la escalera de lo patético.

 

Wim Wenders escribe sobre El amigo americano *

Para elaborar las imágenes de En el curso del tiempo nos inspiramos en las fotografías de Walker Evans sobre la Depresión en el sur de los Estados Unidos. En el caso de El amigo americano, nuestro modelo no fue un fotógrafo, sino un pintor: Edward Hopper. La película surgió porque estaba deseando trabajar sobre una novela de Patricia Highsmith, aunque no era esa la que yo había buscado. Lo intenté con otras cuatro, pero de ninguna de ellas estaban disponibles los derechos. Entonces ella se apiadó de mí y me dejó el manuscrito que acababa de terminar. Peter Handke la conocía, me la presentó y nos escribimos durante algún tiempo. La historia de El juego de Ripley transcurre en Francia y Alemania: el protagonista vive cerca de París pero mata en Hamburgo, y eso me pareció divertido. Pero le dimos la vuelta al asunto y el cambio resultó mucho más importante de lo que yo había pensado ingenuamente al principio…

Desde el primer momento vi con claridad el personaje de Ripley, sobre todo desde que supe que iba a interpretarlo Dennis Hopper, pero no me sentía cómodo con el de Jonathan, a quien veía como una simple víctima. Empecé a entenderlo mejor cuando comprobé que tenía un oficio bastante parecido al mío. Pensé que podía dedicarse también a restaurar aparatos y objetos relacionados con los orígenes del cine, y eso me permitió definir mejor su entorno.

Tratando de dar forma física a los numerosos gángsters que pueblan el relato, se me ocurrió que los interpretaran cineastas amigos míos: Samuel Fuller, Daniel Schmid, Gérard Blain, Peter Lilienthal, Jean Eustache y, finalmente, Nicholas Ray, cuyo papel no estaba previsto. Pero en la novela había un pintor que hacia falsificaciones. Mientras esperábamos en Nueva York, para rodar con Sam Fuller, que estaba en Yugoslavia, conocí a Ray, jugamos al backgammon, me pidió que le contara la historia y poco después me sugirió que no esperase más y cambiara el guión. Escribimos juntos las escenas del pintor y, cuando regresó Fuller, pudimos rodar un plano con él.

*WENDERS, W. Le souffle de l’ange. Cahiers du Cinéma, Paris, 1988.

 

Literariedad

Asumimos la literatura y el arte como caminos, lugares de encuentro y desencuentro. #ApuntesDeCaminante. ISSN: 2462-893X.

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