Imagen: paulbloms
Recupera la fe en la humanidad aquel que lee que un hombre devolvió un libro a una biblioteca cincuenta y dos años después de haberlo tomado prestado y que, además, la directora del centro aseguró que no habría multa alguna qué cobrarle al infractor, porque a lo mejor creyó que se trataba de un acto puramente literario aunque no dijera nada al respecto. Se trata de un jubilado, que bien hubiera podido argumentar en el juicio contra su propia conciencia cada una de las dieciocho mil novecientas ochenta noches, contando además las trece bisiestas, su falta de fe en la humanidad para no hacerlo, para dejar que aquel ejemplar, que por cierto ya había visto morir a su autor, además de una adaptación cinematográfica de sí mismo, muriera con él en su vieja biblioteca que ya era más suya que la vieja biblioteca de su memoria, a donde perteneció décadas atrás. Porque, imaginar que la biblioteca que recordaba el libro era la misma de hoy sería no tener fe en la humanidad y en la teoría de la evolución de los libros, así como creer que el libro todavía fuera el mismo que abandonó aquel lugar hace tanto tiempo.
Hago ahora mismo un paréntesis, porque no puedo evitar recordar que muchos de mis libros se quedaron en el camino, que algunos son compañeros caídos en el campo de batalla o están impresos ya en la memoria del mundo, así como que entre ellos se cuentan ejemplares que nadie sabe cómo llegaron allí, otros que sólo yo sé cómo lo hicieron y hasta algunos que nadie sabe que están allí o dónde es allí. Lo digo porque no quiero que vengan dentro de medio siglo los dueños o herederos de algo a reclamarlo o, peor aún, los que no lo son a robarlo. No quiero que cuando me muera los duendes de la inspiración se adjudiquen el mamotreto de manuscritos que tengo en aquel cajón, ni que alguna mujer afirme que le prometí mi fortuna de separadores de libros a cambio de sus encantos. Porque, quién que no haya querido robar no lo ha querido hasta el final. El ladrón, como el lector, tiene tiempo de sobra, se sabe.
Y sí, volviendo a lo principal de esta historieta mal tejida, recupera la fe en la humanidad el que se entera de un acto de valentía tan genuino, pero la pierde el que se entera, y ni hablar del que lo vive, que a unos maestros indefensos los atacó la fuerza pública con gases lacrimógenos y agua a presión por el simple hecho de que marchaban hacia el aeropuerto principal del país protestando por sus pésimas condiciones de igualdad laboral y por su asqueroso sistema de salud. Pero ojalá fuera sólo eso, porque al fin y al cabo es más fácil de solucionar de lo que uno se imagina, aunque los del dinero no lo quieran, ojalá fuera sólo eso y no que, por ejemplo, alguien a quien mantenemos con nuestro dinero se atreva a lanzar un arma contundente contra personas de la tercera edad que sólo saben transmitir conocimientos y educar, o peor aún, que lo haga obedeciendo ciegamente a alguien que ni siquiera tiene rostro, porque tiene demasiados títulos académicos. Y hay algo más, para el que no lo vio. Un buen maestro siempre tiene algo qué mostrar. O si no que lo diga la máquina gigante que no pudo arremeter contra una mujer que la miró a los ojos y la hizo retroceder.