Imagen: David Santaolalla
Cuando me preguntan en las entrevistas qué leo para poder escribir tanto, como si no hubiera más preguntas precocidas en el supermercado o en el aire para inventarse, trato de inventar lo primero que se me ocurre para que, de modo recíproco, ellos reciban lo que merecen, es decir, de lo mismo que dieron. Sobre todo porque me preguntan nada más por lo que han leído y no por lo que todavía no escribo. En esta ocasión, cuando me lo preguntó una periodista cultural desde el otro lado del océano a través del correo electrónico, paralelamente leía la noticia de la mujer que se está comiendo las más de mil páginas de La broma infinita, de Foster Wallace, entre tajadas de pan blanco y salsa envenenada para atenuar un poco el sabor amargo de la tinta y de la literatura; la dieta de la cómica estadounidense tardaría, según se calculó, diez años para lograr devorar la totalidad de las páginas de la obra. Y la pregunta no pudo venir más a tiempo. Entonces le respondí que me estaba comiendo mientras le escribía la primera novela póstuma de Bolaño, que también tiene más de mil páginas, y que si me lo permitía, cuando lo terminara le diría de qué tipo de cáncer me había enfermado.
Sin embargo, luego de que me quedara la duda de saber qué sería alimentarme de un libro completo, empecé con un viejo cuaderno lleno de poemas de mi adolescencia. Tuve que hacerlo en secreto, en las madrugadas, cuando nadie en la casa estuviera vigilando la salud de la familia. Arrancaba una hoja con cuidado de que el rasgar de la carne no despertara a los de sueño liviano o a los insomnes. Luego, cuando me aseguraba de no haber sido descubierto, lo llevaba a mi boca y lo humedecía con mi saliva lentamente para no tener que rasgarlo con mis colmillos. Sentía cómo la tinta me invadía la memoria y las amígdalas, y el amargo de la historia colgándose de la garganta que quería repetir lo que decían esas palabras. Así, noche a noche, repetí el pecado y el placer hasta que no quedaron sino las portadas plásticas, como queda la loza luego de la cena, abandonada a la espera del agua, la esponja y el jabón. Luego de eso, la primera noche que me sorprendí sin tener qué comer, escribí un cuento en el que un carpintero se dedica a pellizcar en el aserrín a lo largo de la larga jornada de trabajo sin una razón aparente; el hombre no come nada más que las cenizas de la madera, porque los alimentos que pide a domicilio se los da a un perro gordo llamado Papel, que lo acompaña en un rincón del taller en silencio, como lo hacen las hojas en blanco. Así sucede su vida hasta que una mañana Papel amanece muerto y el hombre, sin tener a quién darle sus huevos con tocino y su tostada francesa con café negro, los ingiere con no poca desconfianza, minutos antes de morir de indigestión.
Entonces, al comerme ahora ese cuento del carpintero, siento cómo la tinta vieja que lo dibujaba sobre el papel cuadriculado se torna menos ácida y se acerca más al dulce orgánico de la cáscara de algunas frutas, casi a lo mismo que sabe la victoria de terminar de leer un buen cuento escrito por otro, pero no tanto como dejar de escribir uno propio por saberlo de antemano malo, malévolo o maléfico y componente esencial de una mala dieta literaria que no se le recomendaría ni al peor de los amigos.