So I guess I’ll go home
Into the arms of the girl that I love
The only love I haven’t screwed up
She’s so hard to please
But she’s a forest fire
– Lorde canta en “Liability”
Ando buscando, además de canciones, series de televisión que me digan algo sobre la vida, especialmente mientras me atrevo, cada día, a salir de la cueva de la depresión ansiosa. Cuando me preguntan que cómo estoy, les contesto, “Pues, tú sabes, en la lucha”. Y siempre me causa placer dar esta respuesta porque la aprendí de pequeña. El conserje de la escuela, Sabino, siempre le daba esta respuesta a mi mamá. Todas las mañanas. En aquellos tiempos su respuesta me hacía reír. Ahora entiendo, truly, que no hay mejor respuesta.
Me levanto y lo primero que pienso es que sería tan cómodo quedarme en la cama, pero eso no se vale, me dicen, es mejor para uno salir de la cueva. Hay que crecer. Y estoy de acuerdo, por eso salgo, me levanto. Ya me esfuerzo un poco más cuando me visto. Finalmente estoy usando el par de zapatos que compré hace cinco meses: unos zapatos serios o finos o elegantes: adecuados para el ambiente laboral. Los uso casi todos los días, excepto cuando soy más honesta conmigo misma y me pongo mis Vans cuadriculadas. Trato de que se vea que hice un poco de esfuerzo cuando me vestí en la mañana pero todavía no me maquillo. No me gusta. Sólo el pintalabios rojo en ocasiones especiales. Tampoco me peino, aunque le fastidie a mi madre. Escondo algunos flecos detrás de las orejas y eso basta. Desayuno un yogur alto en proteína para tomarme el antidepresivo. Y en menos de diez minutos la cabeza comienza a clamar por su merecidísima taza de café.
Subo al carro con el corazón medio acelerado pero gracias a la práctica, cada día voy más segura de que las probabilidades de que me desmaye mientras guío son bajas y si me pasa, no podré controlarlo. Pasará y punto. Me veo bajándome del carro y entrando a la oficina y no me reconozco. Tengo la sensación de que vuelvo a habitar el mundo de tantos otros.
Apunto reuniones, almuerzos, clases de spinning y fechas límites en un calendario electrónico. Redacto listas de tareas por completar en mi cuaderno. Me aferro al trabajo y la rutina lo más que pueda, para reducir los momentos en que me quedo demasiado sola con mis pensamientos. Hablo en voz alta con más frecuencia, aunque todavía me desespera cuando me hablan demasiado o cuando la gente habla demasiado o cuando hablan a mi alrededor y no me puedo concentrar en la tarea o lectura que me toca completar. Sigo escudriñando y reviviviendo casi todas las conversaciones que tengo. Eso nunca cambiará. Me veo caminando hacia el baño de la oficina sin esa falsa sensación de desbalance. Ya no me desplomaré en cualquier momento. Mis pasos son firmes, sólidos, rectos. El brazo derecho a veces se siente y a veces no. Pero eso ya es “normal”. Sólo bebo café en la mañana y ése es uno de los mejores momentos del día porque esta bebida como que le da una patada al antidepresivo para que acabe de asentarse. Este ajuste es delicioso.
Soy otra empleada más que finge que esto que hacemos todos los días es lo normal y es lo que nos mantendrá fuera de la cueva. Fake it ‘til you make it. Eso dicen, ¿no? Eso trato. Como quiera sigo yendo al psicólogo para hacer ajustes: hablar, reconocer y tratar de nuevo. Es que todavía no me he rendido en la onerosa, búsqueda absurda del propósito. Por lo pronto, él y yo sabemos que esta ficción, esta normalidad que practico todos los días, es necesaria. Porque hay algo en esta ficción que es la mejor medicina para alguien como yo, que a veces no sabe qué hacer con todo lo que piensa.
Hace un par de días, la serie original de Hulu, Casual, me sugirió algo sobre la vida. En el episodio “Troubleshooting,” uno de los protagonistas, Alex, explota desesperado en su primer día de trabajo. Grita sus sentimientos y frustraciones por cinco segundos en plena oficina, dejando a todos los demás perplejos, avergonzados. Y yo me reí y me conmoví mucho porque me vi reflejada en el tántrum de Alex. A veces me gustaría que ese tipo de explosión humana fuera más permitida, menos frowned-upon. Por ejemplo, dos o tres veces a la semana, antes de montarme al carro, no me vendría mal echarme un grito en el estacionamiento. O una vez al día, tirarme a cualquier suelo a respirar. O en algún instante imprevisto, salir corriendo un momentito para sacudirme un ataque de ansiedad. Y luego seguir, «como si nada», sentarme en mi silla y continuar responsablemente con mi trabajo. Pero todavía no hemos llegado a ese nivel de self-care o no hemos retrocedido a ese “primitivismo”. Por algo estas explosiones casi siempre suceden en las series de televisión o en las películas. Porque son como esa normalidad que se finge, o esa ficción que se vive: tan creíbles hasta que te enloquecen. Claro que mientras más normales estas explosiones se vuelvan en nuestro día a día, menos necesarias nos parecerán. No sé, piénsenlo. Pudiera ser liberador. Pudiera ayudarnos a vivir. ¿Por qué nos empeñamos en disimular el dolor?
Mientras tanto, en este mundo de comportamientos pre-establecidos, me queda esta fiel columna. Después de cenar, ver Casual, ducharme y comer mierda en las redes sociales, me queda esta columna. Cuando todos los demás duermen y las luces amarillas de mi habitación me acobijan, ya no quiero gritar, no necesariamente, ya me toca Y QUIERO Y NECESITO escribir. Gozosa, finalmente, a las once de la noche se cuaja un tiempo suspendido para sentarme con mi pote de helado a escribir esta columna. Y esta imagen mía con el pote de helado frente a la laptop fue la primera imagen que anoté cuando empecé a darle vueltas a este texto. Porque caminando desde la cocina a la habitación, con el pote en la mano y la cuchara en la boca me di cuenta que esa sería mi imagen final (quizás ideal) para decirles algo bueno sobre la vida.
Posdata: mis luces amarillas,
Es verdad…. tenemos que parar de disimular el dolor…. sería mejor expresarlo para manejarlo…. no importa el lugar….