Por. Lina Gómez
Recogió tres piedras a orillas del río Hudson y las guardó en el portafolio, se acordó de los papeles que le habían dado esa mañana y aunque se sintió culpable por no haberlos leído no hizo nada al respecto. Saco cinco billetes para pagar el ferry. Tres paradas a North Williamsburg y no pudo parar de pensar en la anciana de Atlantic City y lo conveniente que sería tener un perrito como el de ella para pasear por ahí sin un motivo. Al bajar se recostó en una de esas sillas metálicas de un parque, poniendo el portafolio debajo de la cabeza y flexionando las piernas. En esa posición se puso a mirar atentamente las construcciones y lo asombró que una de las grúas no estaba funcionando. Tal parece que en la cabina de esa grúa había un tipo gordo con la cabeza hacia atrás o varias almohadas de diferentes tamaños, se puso a imaginar qué pasaba por la cabeza de ese hombre y se quedó dormido.
Cuando despertó eran las ocho y su portafolio ya no estaba bajo su cabeza. Un movimiento brusco y una de las lámparas con sensor se encendió. El portafolio estaba bajo la silla. Con esa misma luz pudo mirar de nuevo la cabina de la grúa. El hombre gordo seguía dormido, lo miró unos minutos con más atención y en ese lapso no se movió, pensó que seguro estaba muy dormido o muy muerto.
Caminó un rato, subió en un bus hasta Nostrand y después en otro hasta Hempstead. Llegó a la casa de Arturo, él estaba tirado en el sillón llorando y por eso decidió no contarle que se estaban muriendo todos los gruistas del mundo.
Sirvió un vaso de agua, se sentó en el comedor y examinó los papeles de su portafolio. Leyó la carta que le envió la administración del apartamento, no podría regresar hasta que eliminaran todas las plagas. Eso ya había pasado varias veces y Arturo estaba acostumbrado a prestarle un cuarto.
Salió a las diez de la mañana, fue al supermercado y desde lejos vio que había menos gente que de costumbre, compró comida para todo el día y volvió hasta el parque de North Williamsburg. Esta vez no vio al hombre gordo en la cabina de la grúa, seguro ya se lo habían llevado o habría despertado. Pero le entró una curiosidad enorme y miró cuidadosamente todas las cabinas, una de ellas tenía todos sus vidrios empañados.
Se aproximó a la reja que separaba la construcción del parque, ingenió un pequeño plan para pasar por debajo, recostó su cuerpo en el pasto y metió el portafolio dentro de la chaqueta. Cuando estaba totalmente listo para pasar le sonó el celular, contestó rápido para no llamar la atención.
—Hola ¿Es usted el dueño del 4215?
—Sí.
— Señor… umm… dueño del 4215 ¿Se encuentra por este sector?
—¿Qué necesita?
—No podemos seguir trabajando si no nos paga la mitad por adelantado.
—Bueno, bueno ¿Podría esperar un rato?
—Esperaremos una hora y si no está aquí nos vamos.
Entonces tuvo que cancelar la misión, sacarse el portafolio de la chaqueta, correr, ir hasta Nostrand, después tomar un bus hasta Hempstead, correr más y gritar ¡Mierda! Porque había llegado a la casa de Arturo y no a la suya. Tomó un bus hasta Nostrand, después caminó hasta North Williamsburg, pagó cinco billetes por un ferry, esperó tres paradas, se bajó al lado de un banco y para más facilidad subió a un taxi.
Llegó a las dos, los obreros apenas salían. Les pagó y decidió tomarse un café por ahí y esperar hasta la noche para volver a Hempstead.
Fue a la cafetería que frecuentaba cuando el apartamento no estaba lleno de bichos. Apenas entró fue al baño a lavarse la cara. Salió. Se sentó en una mesa de cuatro puestos y observó la carta un buen rato. Decidió pedir sólo café. El lugar estaba casi vacío. Sonó una campana cuando abrieron la puerta, era un hombre gordo, seguido de él entraron dos señoras, una pareja y cuatro niñas. Miró fijamente al tipo gordo y se acordó del gruista muerto, esto le amargó el día.
Abrió el portafolio para sacar un billete y pagar el café, se dio cuenta de que eso era exactamente lo que tenía y que tendríaque llamar a Arturo para que lo recogiera. Miró más a fondo del portafolio y sacó varias cartas. La primera era de una tal Elizabeth del banco tal, necesitaba que terminara de llenar sus datos, de lo contario la cuenta sería desactivada. La segunda tenía el sello de la compañía que administra su apartamento, ni siquiera la leyó. La tercera era una postal de su nueva sobrina. La cuarta era de una agencia de publicidad en la que le ofrecían trabajo. La única carta que no tiró a la basura: la de la agencia. Con un lapicero escribió el número sobre su brazo y al salir de la cafetería llamó. Necesitaban a alguien que revisara esos anuncios que dan en la calle, él aceptó.
El lunes por mañana estuvo allí cómo se lo indicaron, sin entrevista alguna comenzó a revisar los contenidos de los anuncios. Leyó anuncios de lavanderías, restaurantes, asesores de viaje, pero si hubo uno que le interesó fue el de una constructora que necesitaba operarios para grúas. Agarró el anuncio, lo guardó en el bolsillo y les dijo a los demás supervisores que saldría a fumar. Afuera llamó a la agencia de construcción. Presénteselomásprontoposible. Esa tarde renunció a la agencia de publicidad, igual no tenía nada que perder.
Un buenos días y ¿Quiere café? ¿Tiene experiencia en construcción? aunque todas las respuestas fueron no, el tipo dijo sí y ahora era empleado de la constructora “C”.
Movió una estructura de un extremo a otro. Se quitó el casco y movió la cabeza hacia los lados. Pasó un rato mirando atentamente los edificios frente a él, cuando se cansó bajó la vista. Allí estaba el hombre gordo, acostado en una silla metálica del parque de North Williamsburg, mirando las grúas moverse de aquí para allá.
(Fotografía de Felipe Chica)
Algún día morirán todos los gruístas del mundo. Algún día moriremos todo. En fin.