Un cuento de Farides Lugo Zuleta
Ilustración: GARABATOS DE UNA SOMBRA
de Julian Sombrilla en El dibujadero
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La idea llegó para quedarse. Le taladró la cabeza, hizo su nicho y comenzó la descomposición. La obsesión nació un viernes por la noche. Ella estaba frente al largo espejo de su cuarto, ajustaba su vestido para salir a tomar cerveza con sus amigos. Regresaría a casa en la madrugada del sábado y nunca más volvería a poner un pie en la calle.
“Espejito, espejito. ¿Quién es la más bella?”. Preguntaba simulando voz de tonta. Fue en ese momento. Contemplaba su reflejo en el espejo, desplazó la mirada hacia el marco, recorrió las cuatro líneas que lo limitan y su vuelo de ideas la llevó hasta una clase de historia en el bachillerato. “Sí, sí, ahora que recuerdo, nos dijeron que a los pobres indígenas los engañaron vilmente. Los españoles se llevaban su oro y sólo les dejaban baratijas”. Empezó a dudar de la naturaleza de ese engaño. “Si los espejitos y los collares de vidrio les gustaban, ¿qué hay de malo en eso? Debió ser sorprendente mirar por primera vez el propio reflejo nítido en un espejo. Debe ser parecido a conocer el mar a los treinta años. Aunque seguro los indígenas ya habían visto su reflejo en el agua de los lagos, en los ojos de sus íntimos. Realmente no conozco a nadie que recuerde el día en que se vio por primera vez en un espejo. Mágico, sí, algo mágico, pero ya sabemos que no hay tal magia. ¿Acaso la gente no sigue sorprendiéndose ante los números de los magos? A pesar de saber que cada truco debe contar con una práctica y sencilla explicación. El arcoíris tampoco ha perdido su inmenso poder de serenidad y de momento sublime ante el descubrimiento de que no es ningún símbolo de pacto con Dios, sino el resultado de condiciones específicas del ambiente. ¿Y es que no podría ser ambos: pacto divino y fenómeno natural?”.
Se le hacía tarde para la cita. Un barril sin fondo de cerveza la esperaba para aplacar la sed de toda la semana. Estuvo callada, no podía seguir el hilo a la tertulia porque ya la idea estaba allí. Todavía rodeada de dudas, pero con una presencia contundente. Quiso abrirse, contarle a sus amigos la naciente certeza. Necesitaba opiniones. Corroborar con otros sentidos comunes lo que la embargaba.
«Chicos, tengo una pregunta». Nadie le hizo caso. Estaban animados en otra conversación. Debió esperar unos minutos para tener la oportunidad de volver a intervenir. Suspiró. “Y pensar que salir a charlar con los amigos es esto. Simplemente traer tus propias preocupaciones y preguntas para soltarlas apenas puedas. Escuchar distraídamente a los otros, simulando concentración, no vayan a creer que soy una maleducada. En el fondo, no hago sino esperar el instante en que se callen para soltar mi propio vómito”.
«Amigos, tengo una pregunta». Silencio general. La lengua le pesaba y no se movía tan ágil como esperaba. Se apresuró para que no le robaran el turno. No manejaban la caracola de la palabra de El señor de las moscas, pero la decencia no daba demasiado tiempo para expresarse. Todos querían llenar el aire con sus propias articulaciones. Cuando los demás hablaban era el momento preciso para ir disimuladamente al baño, picar las papas fritas que estaban en el centro de la mesa y bajar el nivel de cerveza en el vaso. Incluso, preparar mentalmente la próxima intervención. Finalmente, la chica pronunció:
«Ustedes deben recordar que cuando los colonizadores llegaron a América intercambiaron espejitos por oro a los indígenas. Se burlaban de ellos por su ignorancia sobre el verdadero valor de las cosas. Pero, ¿no les parece que la auténtica conclusión de ese hecho histórico debería ser que, en últimas, el oro no tiene ningún valor trascendental al igual que el espejo?»
«Es interesante tu punto. Pero, mira: no es que el oro no tenga valor. Lo que pasa es que es valioso en sí por todo el tiempo, esfuerzo y recursos que el hombre debe invertir para obtenerlo».
«Eso se aplica para un contexto en el que el oro sea escaso. Pero, por ejemplo, toda el agua que se desperdicia para obtener un gramo de oro, ¿no indica que es realmente una mala inversión? Cuando todos estemos muriendo de sed, ¿qué haremos con el oro?» replicó la chica.
«No, lo que pasa es que el oro sólo representa un valor de acumulación. Si tú cultivas manzanas suficientes para consumir durante cinco años, no podrás guardarlas por todo ese tiempo. Debes cambiarlas por ‘algo’ que perdure y que represente su valor».
«Entonces, no es más que un valor simbólico. ¡Es un símbolo! Nada más, pero no lo puedo comer, beber, no me da oxígeno, no es algo vital. Más útil en mi vida es un espejo que un gramo de oro», concluyó.
«El oro es muy útil, querida, es un excelente conductor de electricidad, se usa en chips de memoria, protege de la radiación, por eso lo usan en los visores de cascos espaciales», bosteza y va al baño porque el tema se estaba alargando más de la cuenta. La chica responde:
«Todos esos usos vinieron mucho después del momento histórico que sirve para ejemplificar». Ella sintió el desespero del grupo. Era el momento de parar y dejar que otros lanzaran sus asuntos.
Se sintió profundamente decepcionada. No había sido capaz de transmitir ni una mínima parte de su nueva certeza. Deseó poder tomar una mano ajena, apuntarla a su propio pecho, inspirar aire y compartir al instante el sentimiento; las palabras son mediocres traductoras.
Ella le dio vueltas a todas las respuestas de sus amigos. Eran argumentos cargados de sentido. Tenían lógica. Pero, para ella todo se tornó en una gran contradicción. Ni las explicaciones del mejor economista del mundo serían suficientes. Imaginarse bóvedas en los bancos repletas de lingotes de oro, la impresión de billetes, el poder adquisitivo, todo esto se le antojaba de lo más absurdo. La chica podía comprender la sorpresa del indígena al ver su reflejo en el espejo, pero no la fe ciega que todos ponen en el valor del oro.
La conversación tuvo cientos de giros. Ella no esperó hasta el final de la noche. Pidió un taxi y se despidió entre besos y sonrisas. Deseaba volver a casa. Internarse en lo profundo de su cuarto. A duras penas soportaba su propia compañía. “¿Cómo es posible que ese choque cultural se enseñe en casi todas las escuelas y la conclusión no sea que todo es ridículamente relativo? Si miramos bien, tanto el oro como el espejo son una baratija, están lejos de lo vital, de lo esencial”. Desesperación. Recordó el maravilloso espejo de obsidiana de Sor Juana. Sintió que esta nueva idea, esta revelación del absurdo, no era muy diferente al terrible y dominador Chac Mool de Fuentes. Era prisionera de la corrupción de la realidad que se desvanecía entre el humo de tabaco que, de repente, inundó su cuarto. Quiso partir. No. No quería ser “El inmortal” de Borges para presumir ignorando a Homero. Su existencia aún tenía tiempo y muerte, pero no sentido. “¿Cómo compartir el resto de mi vida con una humanidad que da por sentado tamaños absurdos? Es más fácil imaginarnos migrando a otros planetas, antes de concebir que este sistema colapse. Antes de reconocer que hemos madrugado, trabajado, trasnochado, incluso, asesinado por espejitos insignificantes”.
Fue al baño por última vez. Partió el espejo que tantas mañanas la duplicó, pasivo. Los espejos y la cópula son abominables porque multiplican el número de los hombres. Tomó un pedazo afilado. Se instaló en su cama. Recostada, miró horizontalmente su biblioteca. Como una ruleta rusa su mirada terminó posada en un libro en particular. Leyó con cierta dificultad el título en el lomo. Era un mensaje más que directo: Las venas abiertas de América Latina. Cerró sus ojos e imaginó que buscaba entre la muchedumbre de inmortales, no a Homero, sino a los hombres que habían participado del primer intercambio de baratijas: oro y espejos. Cuando los encuentre, les gritará en su cara que han entendido todo muy mal.
Farides Lugo Zuleta. Barranquilla, 1987. Magíster en Historia de la literatura de la FURG (Brasil). Profesional en Estudios literarios de la Universidad Nacional de Colombia (Bogotá). Es docente de la Universidad del Norte (Barranquilla) y colaboradora de los procesos editoriales de las revistas ESAL y Huellas. Es de su interés investigativo: la nueva novela histórica colombiana, la esclavitud y la alteridad desde una perspectiva ética. Entre sus últimas publicaciones se encuentran: «Novela histórica en Colombia 1988-2008. Entre la pompa y el fracaso de Pablo Montoya» (Universidad del Norte, revista Huellas, 2016); “Labor y dolor en La ceiba de la memoria” (Universidad de Antioquia, revista Estudios de literatura colombiana, 2016); “Fusão mítica: O descenso de Orfeu aos infernos em Onde andará Dulce Veiga?, de Caio Fernando Abreu” (University of Illinois, revista Jangada, 2016). Algunos de sus cuentos han sido publicados por Libros & Letras, Aurora Boreal y Corónica. Actualmente prepara su proyecto editorial Mackandal.