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Por más que lo intenté desde siempre, nunca he podido perder al hombre que me persigue en todos los espejos en donde me he reflejado y en los que lo haré. Es imposible lograrlo, es como si fuera una especie de dios omnipresente que, como si nada, sin cansancio de ningún tipo, se aparece siempre tan parecido a mí que me produce terror. Terror de ser un dios que ocupa todos los espacios y no de ser un humano ordinario sin opciones de volumen, claro está. Nada más hoy, por ejemplo, que me levanté con todo el ánimo del mundo porque tenía una cita importante que cumplir y que, de salir bien, como lo esperaba, me cambiaría la vida laboral, él, otra vez, estaba ahí, como yo, sin bañarse, con el nido de pelo iracundo en la cabeza, un ojo más grande que el otro que, por cierto, siempre me distrae, además de la panza degenerada y sus ojeras de insomne vitalicio, de lector achacoso, diciéndome en silencio que yo no estaba listo para salir y que no obtendría victoria alguna en cuanto me propusiera y que dejara de mirarlo con si fuera un objeto de un museo. Y fue tan convincente que de inmediato me regresé a la cama para continuar con lo que había dejado pendiente la noche anterior mientras pensaba a la vez que decidí no asistir a la cita. Pero quisiera poder olvidarlo, siempre que mis planes cambiaron por su culpa, tan pronto me alejo del espejo, cosa casi imposible, aunque según la ciencia, en no mucho tiempo, podremos elegir qué recordar y qué no. Sin embargo, hay que aclarar que hasta ahora el experimento sólo ha sido realizado en los cerebros de caracoles marinos, con los que compartimos, además de células de la vida misma, del universo en bruto y de la nada, unas proteínas relacionadas con la memoria y todos sus atajos y laberintos. Ojalá, por algún efecto del azar o de la suerte, yo sea uno de sus ratones de laboratorio, porque necesito olvidarme de ese hombre que no me deja en ningún lugar al que voy y que, con su silencio malicioso, me lo dice todo sobre la vida.
Lo que me preocupa es que la ciencia no siempre está al tanto de todo, ni más faltaba. Porque en China, por ejemplo, se está construyendo una ciudad-bosque, una especie de animal con carne de cemento y huesos de acero, y con una piel tan verde que no tiene nada qué ver con el cine, justo al lado de Shangai, la bulliciosa y descarriada ciudad que es casi un país propio, casi un agujero negro de bolsillo. Se trata de algo así como su némesis, su reflejo distorsionado. Como el del hombre que cada mañana me mira al espejo y me dice, mientas contiene una carcajada, que todo estará bien, que no haga lo que tengo que hacer, que mejor escriba todo lo que tengo por escribir. O que si no soy capaz de hacerlo, por lo menos intente disminuir la montaña casi infinita de libros que tengo pendientes por leer. Digo casi infinita porque ni siquiera la ciencia del siglo treinta podría calcular los libros que tengo en la fila de espera que, valga aclarar, no tienen nada qué ver con los libros que todavía no he leído.