Imagen: Alpina Farben
En un tono tan amigable como indescifrable, mi voz interior me dijo que por qué no, mientras pasaban una película repetidísima mil y un veces en televisión, en canales de aquí y acullá, viajaba a los libros, que por qué no mientras perdía mi tiempo viéndola invertía mejor mi vida, que es tiempo. Y le obedecí, por supuesto, mientras observaba los movimientos mal entrenados de los actores que recordaba a la perfección, mientras predecía en voz baja lo que sucedería, es decir, mientras criticaba al director de la cinta desde el futuro y el pasado a la vez. Le obedecí, sí, porque no tenía otra opción, pero, eso sí, a mi manera: no viajé a los libros, a mis libros o a cualquiera, sino a Libros, un pequeño pueblo español en donde, por más que no me lo crean, sus habitantes son humanos y no personajes. Y fui como quien va su primera vez al mar, como el que ama sin imaginarse amando, como el que sueña sin preguntarse para qué. Pero yendo, lo que más me sorprendió fue que los avisos de carretera anunciaban más pueblos, provincias, lugares y ciudades en las que ni el más imaginativo hubiere podido hallarse, aunque fuera de camino a Libros. Entre otros, Libreros, la laguna Anaquel, el parque ecológico Separalibros, Marcapágina, la ciudad de las fronteras, la plaza Biblioteca, el río Librería o el lago Lector. Y si me pareció necesario explicar que en Libros los habitantes no eran personajes sino personas de carne y hueso, ya se imaginarán qué pensé de los demás. Pero como no vine a este mundo a evangelizar, me basta con atestiguarlo aquí y ahora. Y me basta con decir que cuando quieran ir a Libros basta que vayan a lo libros, incluidos los que están archivados en su memoria, o esbozados en su imaginación. Allí, hasta el menos imaginativo, hasta el menos lector, sabrá lo que es ir a un lugar único e irrepetible. A propósito, y hasta ahora lo pienso, la razón de que mi enfermedad esté tan aferrada a mis huesos es porque mi voz interior siempre me está enviando hacia los libros en lugar de estar perdiendo el tiempo lejos de ellos, como si no hubiera otro lugar para aprovechar el tiempo, y porque cree que no lo hay. Y porque mi voz es de alguien testarudo como una roca domesticada y persistente como el agua salvaje. Que valga de algo confesar recién que no siempre le hago caso, y que gracias a ello sigo habitando la civilización y no he sido incinerado o lanzado al olvido en un pozo sin fondo lleno de libros por leer.
Por cierto, la película de la que hablaba, trata de un hombre que discute durante toda una escena infinita con su propio yo que, por su parte, no se calla en ningún momento. Como es lógico, cuando terminé de viajar por el mundo, ellos seguían discutiendo como un par de locos mal dirigidos. Al regresar senté mi mente otra vez sin hacer mucho ruido y, como siempre pasa cuando regresamos a una película mala, nadie lo notó, y ni falta hizo.