La ficción literaria tejida por Juan Cárdena en Ornamento (2015) presenta un comentario social sobre los discursos de odio en contra de las mujeres. «Ornamento» se convierte en una idea clave en torno a la cual se exploran distintas retóricas de la belleza. El proyecto de Cárdenas así entendido no parece ser solo el de entreternos con una historia, por demás atractiva, sino exponernos a diferentes registros de pensamiento.
Por un lado, predomina el barroco de los narcos, visible en el gusto de los gerentes del laboratorio. Una “propensión a la hipérbole, a los gestos enfáticos, a los marcadores de poderes con letrero de neón y música incorporada” (59) que se parece al adorno excesivo de la voluntaria número 2, maquillada y operada hasta al punto de la deformación. La presencia de la voluntaria número 2 suscita un tipo de imágenes en el médico a cargo del experimento (y una de las dos voces principales de la novela): “los bordes del rostro se están derritiendo como velas de colores” y “hay instantes en que cierto efecto de iluminación le otorga una repentina velocidad al conjunto: es como ver a dos pájaros de la selva apareándose dentro de una jaula” (34). Las imágenes al respecto se propagan y por un instante se independizan de su función narrativa, como si la retórica se regodeara en la imagen por la imagen, el “gasto por el gasto, el adorno fuera de control”.
Por otro lado, la palabra “ornamento” contrasta con la idea de lo bello expresada por la esposa del narrador, una artista plástica para quien existe la necesidad de despojarse de cualquier pulsión interpretativa o de intencionalidad, en busca de un gesto puro, desnudo de excesos y del que emerge “algo que solo puedo atinar a llamar gracia” (43). Un gesto puede aspirar a la gracia, no así una obra de arte. La acción está por encima de la obra, ya que la misma posibilidad de que exista obra de arte está puesta en entredicho. La acción en cambio pre-existe a la voluntad misma de hacer algo. El trabajo del artista estaría en la depuración de movimientos. El discurso suena bonito. Sin embargo, la reseña sobre la última exhibición esta artista plástica la sume en un estado de desconsuelo por varios días: “Esta señora cree que se puede hacer arte simplemente amparándose en su buen gusto de señora fifí, pero a la larga ni fu ni fa. Eso sí, el estupendo andamiaje conceptual me ha sorprendido por su falta de coincidencia con la pobreza del lenguaje plástico” (93). La opinión del reseñista anónimo coincide con la del marido, por lo que descubrimos que las ideas medio vanguardistas de la «señora» solo dan cuerpo a una retórica de lo bello fundada en el “buen gusto” de la artista. La obra de esta, al ser equiparada con un ejercicio de decoración de interiores, no dista de constituir otra forma de adorno excesivo semejante a la de la voluntaria número 2 o al narco-barroco, lo cual además explica por qué el gerente-arquitecto compra cuadros de la esposa del médico.
Confío en la opinión del médico sobre el trabajo artístico de su esposa gracias a los pasajes de la reseña y no por la presunta objetividad con el que quiere seducirnos desde el principio de la novela. De hecho, el estilo sobrio del narrador es otra retórica en la que confluye una tensión crucial entre cinismo y precisión narrativa. Así, por ejemplo, una tarde, al final de la jornada, recibe una llamada de emergencia. Su mujer ha sido ingresada a la clínica por una taquicardia muy fuerte, producto del consumo de cocaína. Los atiende un viejo compañero de facultad. En el intercambio, el narrador se fija “en la excelencia de nuestra educación, en el profesionalismo que nos inculcaron en nuestra universidad, la misma actitud que impidió que estrecháramos cualquier lazo de amistad entre colegas” (25). El viejo amigo de la facultad será discreto con la situación del narrador a cambio de que conceda la “victoria” de haber eliminado a un “antiguo competidor”. El narrador concede. Porque no le importa. No parece haber nada en la vida de quien atiende a su esposa, probablemente un profesional muy respetado en el círculo de la medicina, que interese de manera genuina al narrador. La ironía del pasaje deja entrever el orgullo que el narrador siente por su propia práctica científica como investigador de las propiedades psicoactivas de una flor de la cordillera, del género de datura. Los efectos de la flor al parecer son neutralizados por la testosterona, de modo que el laboratorio se ha propuesto sintetizar una droga “exclusiva para mujeres”, que distribuirán en el mercado negro a muy bajo precio, pues los inversionistas que patrocinan el laboratorio se mueven en la línea gris entre la legalidad de una farmacéutica y la ilegalidad del negocio de las drogas.
Esta es la razón por la que, a diferencia de su colega, la práctica profesional del narrador es más bien desconocida y oscura. Nada de esto evita que se sienta menos orgulloso. En algún momento incluso llega a preguntarse si no merece el mote de artista, como su esposa, dado que ambos se ocupan de diseñar estados de ánimo artificiales (60). Aún más, de acuerdo con la retórica de aquella, “hay que negarse a hacer, vivir en la poética de la inacción. Y entones te caen millones” (52). El tipo de trabajo que el narrador realiza contradice la ideología del trabajo duro que le ha sido inculcada por su padre. Fue el padre quien, cuando el narrador era un niño, le ordenó botar un hormiguero montado en una urna de cristal quizá asqueado por el matriarcado de una reina holgazana. En cambio, la holgazanería es una virtud para el narrador. “Siempre fui un holgazán, desde niño, y nada, ni siquiera la estricta educación, consiguió infundirme ningún sentimiento de culpa ante la pereza” (52). El narrador entiende que este rasgo de su personalidad se ajusta muy bien a los modos de producción contemporáneos. Su rol de investigador en un laboratorio de ética dudosa provee dinero y tiempo libre a manos llenas. En ese sentido, la vida del narrador es una contravención del padre y del modelo decente del colega. El narrador encuentra satisfacción en esto sin necesidad de ostentarlo, es más, todavía más satisfactorio no experimentar el deseo ordinario (narco-barroco) de ostentación. El estilo sobrio entonces propone una indiferencia moral que le permite al narrador navegar con fluidez por temas espinosos, sin inmutarse o justificarse ante lo políticamente incorrecto, ni apurarse en explicaciones por las consecuencias de su trabajo. Hay allí otra retórica de lo bello, con su voluntad de persuasión y capacidad prescriptiva.
En el episodio del hormiguero y la reina holgazana, se imprimen datos sobre la educación de odio hacia las mujeres que ha recibido el narrador. La droga, finalmente sintetizada, se distribuye en todas las capas sociales, gracias a su bajo precio. El sueño de la democracia del consumo, sueño último de la lógica del mercado, sugiere incluso que el “arte” del narrador podría ser menos elitista que el de su esposa. Como quiera que sea, en una de las ollas del sur un grupo de mujeres adictas asalta a unos de los proveedores y roban alrededor de mil doscientas pastillas. En respuesta, los proveedores organizan una batida que acaba con catorce mujeres muertas y una situación crítica de orden público que amenaza definitivamente el negocio.
El negocio de una droga particular para mujeres es una iniciativa empresarial y científica emprendida y administrada por hombres. Al respecto, la opinión del taxista con el que conversa el narrador parece representar lo que creen este último, el papá del narrador, los gerentes, los inversores y los traficantes locales:
“… y usted sabe cómo son las hembras en este país cuando quieren algo, mire si no esas mujeres que son guerrilleras o paracas, esas son las más bravas pal combate, ¿oyó? Vea, le voy a decir una cosa: las colombianas son todas unas malparidas. En este país mandan las viejas, a los hombres nos tienen dominados, hacen y deshacen con nosotros. Y ahora con esas pastillas no me las quiero ni imaginar, todas entigrecidas. A mí sí me parece bien que las mantengan a raya”. (116)
El discurso de odio contra las mujeres sí parece capaz de atravesar las capas sociales de los personajes de la novela, de vincular de forma efectiva alta sociedad y “guacherna”. La novela de Juan Cárdenas se propone como una máquina de captar diferentes retóricas de lo bello. Transitan, por medio de estas, varios discursos en la novela. El discurso de la misoginia convive con el de los modos de producción contemporáneo (basados en una sofisticación de la plusvalía que ya no requiere el trabajo arduo) y con los discursos en torno a la belleza como adorno, exceso y decoración. A través del narrador médico estas lógicas y estas retóricas logran ser “sintetizadas”.
Y en seguida fisuradas. No habrá espacio más que para señalar una retórica adicional: la de los discursos que la voluntaria número 4 emite bajo los efectos de la droga. Se trata de un efecto secundario inesperado que llama la atención del médico y permite el desarrollo de una línea narrativa fuerte. La número 4 se muda al apartamento del narrador y su esposa, en un triángulo amoroso concertado (“el sexo es una forma de retribuir la hospitalidad” (79)). Los flujos del lenguaje de la número 4 se presentan como asociaciones libres de imágenes y de ideas que ofrecen posibles resonancias con el resto de la novela, pero sobre todo una fisura a la máquina de sintetizar retóricas en que se convierte la voz narrativa del médico. El narrador sugiere que, como en el caso de la anamorfosis, no importa el aspecto normal de las palabras sino “lo que sugieren en su estado deforme” (41). La anamorfosis supone una resistencia al sentido, a la interpretación (como quería la esposa del narrador). El tercer capítulo deja leer “lo que dijo la número 4 cuando nadie escuchaba”, con lo cual suponemos que el narrador no ha tenido acceso a lo que contiene esta sección. Hay un secreto en los discursos que no busca revelar nada en particular sino solo eso, la posibilidad del secreto: “fui al corazón del corazón y encontré un bucle de odio, mamá, un odio que no era tuyo ni mío, era el odio hacia el principio cósmico de lo femenino, una misoginia que rebasaba los estrechos límites de la psicología social y adquiría proporciones geológicas, la tierra odia lo femenino, entendí, convencida de haber topado con una veta de sentidos preciosos que no debía ser explotada por nadie” (147).
De este modo, la ficción especulativa tejida en Ornamento ofrece un comentario social y dialoga con otras ficciones recientes (pienso en la serie para TV, The Handmaid’s Tale (2015), basada en una novela de Margaret Atwood, y la novela de Yuri Herrera, Señales que precederán al fin del mundo (2009)) en donde el discurso del odio contra las mujeres es revisitado. Espero volver sobre este diálogo en próximas entregas.