Imagen: Calixto N. Llanes
Recorremos tantos caminos durante nuestra estadía en este mundo que no llegamos a saber a ciencia cierta cuántos fueron o, por lo menos, dónde fueron. Nos resultaría casi imposible saber las veces que nos cruzamos con lo que ya habíamos trazado desde que nacimos hasta lo que dejamos el día que morimos. Y eso sin contar lo que nos corresponda luego de la muerte, como es el caso de tantos exhumados por razones tan diversas como improbables y hasta insolentes, y ni qué decir de los que regresan, omnipresentes, en forma de espíritu o de recuerdo. Nada más miremos a Dalí, uno de los más famosos y de los desenterrados más recientes, que, sin opción, prestará su dentadura para que la ciencia determine si es o no el padre de alguien. Es decir, ni siquiera muertos podremos asegurar que no regresaremos a un lugar en donde ya estuvimos, o a una persona que en algún momento de la historia fuimos nosotros mismos. Así como no tendremos la menor idea de adonde nos llevará la vida cuando ya no sea nuestra, cuando ya no hagamos parte vital de ella. Eso es lo mismo que le sucedió al niño que fui hace tantos años, que reencarnó en mí hace unos días. Mientras ojeaba un ejemplar de El Principito en una librería, él regresó de la tumba del olvido y se metió en mis huesos. Lo sentí temblar de emoción, ablandarse de ternura y hasta calentarse como mecanismo de defensa por el hecho de estar en otro planeta, desconocido todavía para él. Y todo lo que le ocurrió durante esos pocos minutos lo sentí como si hubiera sido yo mismo, el niño vencido que ya soy, quien leyó por primera vez aquel clásico que a tantos ha hecho lectores. Fue por eso que pasé horas enteras pasando los ojos a lo largo y ancho del libro, aunque los libreros me vieran como a un bicho raro que no conoce los rencores del tiempo. Casi como a un niño que lee su libro favorito sin saber que lo que está haciendo es caminar una y otra vez el camino hacia sí mismo y, a la vez, el que lo llevará a la muerte inminente y lo convertirá en un adulto, que no es otra cosa que un niño interfecto.
En resumen, me dijo el niño antes de abandonarme hasta la próxima vida, recorremos tantos caminos como caminos somos y, que nunca sobre decírtelo, caminamos tanto como paisajes seamos.