Imagen: Alex Solo
Siempre que un acontecimiento importante se acerca, sea este de la envergadura que sea, ruego con todas mis fuerzas imaginatorias que no resulte siendo yo el protagonista de los hechos, como ya me ha sucedido en numerosas ocasiones, sin poder hacer mucho para evitarlo, por cierto. Una vez, y la más crítica, por cuestiones de seguridad y protocolo, estaba de visita en el Museo Metropolitano de Arte e inexplicablemente me vi reflejado en uno de los vidrios con uno de los rostros más reconocidos del mundo: era el mismísimo presidente Obama. En otra ocasión, escalando el Everest, alguien vino a postrarse a mis pies pidiéndome mi bendición, o mejor dicho, la del Dalái Lama, que era quien yo había encarnado de golpe. Y así he pasado por situaciones tan insoportables como inverosímiles, desde despertar en el cuerpo de un maestro de artes marciales que está a punto de iniciar una batalla con alguien que sí parecía él mismo y no alguien recién encarnado en otro, o verme de repente frente a una cámara de video sin tener la menor idea de lo que tenía que decir porque, por supuesto, no encarné cuando el actor había leído mil veces el libreto, o cuando abrí los ojos con fuerza, como saliendo de un trance y frente a mí miles de personas aplaudían enardecidos al intérprete que supuestamente era yo y al violín que colgaba de mi mano sin elegancia, o, y esta fue la más terrorífica hasta ahora, no por lo que sucedió sino por quién era, verme sobre aquel círculo de tiza blanca recibiendo el premio Nobel de Literatura en el año dos mil diez, hasta quedarme del otro lado del espejo. Por cierto, ahora que lo pienso, porque pienso a medida que escribo, nunca supe si regresé. Todo esto lo digo porque el Papa Francisco viene a mi país y ya estoy sintiendo los síntomas del traspaso obligatorio. Ya me veo saludando a miles y miles de personas con mi brazo casi muerto y mi sonrisa imposible de borrar, leyendo cientos de palabras por primera y última vez, sosteniendo niños valientes que corrieron hasta mis faldas para abrazarme, regañando a los cardenales y obispos por sus fechorías.
Ya me veo, porque ya me vi. Ya es tarde.
Lo bueno de todo esto es que luego de las jornadas extenuantes, hasta el desmayo casi, pienso en el pobre hombre octogenario, incompleto de pecho y defectuoso de estructura, y me alivia que me haya visto en los cubrimientos especiales desde la comodidad de mi casa, pero sobre todo, desde la sanidad y pureza del desempleo antes de regresar a su cuerpo cansado.