Por: Angélica Rodríguez Vargas *
Miro las películas de Jim Jarmusch, una tras otra, con la confianza de un espectador irresponsable que desea ser engañado con elegancia y ternura, solo para disfrutar la sencillez de los espacios y de los gestos, tan cercanos a la poesía, como estos con los que el director estadounidense hace su arte poética; porque esto es para mí Paterson, su última película: un poema sobre la poesía.
Los personajes que habitan Paterson son como la cascada que da origen a este pequeño pueblo de New Jersey y al nombre del protagonista: al mismo tiempo tan naturales e inusuales en su entorno que no queremos dejar de verlos. Un conductor de bus, con poco tiempo para escribir poesía, que no cree en sí mismo; una artista bella y caprichosa, como la niebla, capaz de hacerte creer en ti mismo; un perro celoso y vengativo que habla con los ojos; hombres y mujeres inocentes y absurdos como la desgracia: los que siempre se quejan, los que siempre piden más, es decir, lo justo, o los que montarían un gran número solo para obtenerlo. Y entre ellos, la telaraña: el implacable destino de las cosas y de las pasiones, que es el de no ser más que eso, con las pequeñas grietas en la rutina a través de las cuales la vida se significa. Esta es la perfección de la telaraña, una trama impecable con valores verdaderos, donde los personajes se entrecruzan con las tres dimensiones del espacio que los une, más la cuarta del tiempo y tantas otras creadas por el demiurgo como su universo. Miro ese universo –que es la obra de Jarmusch– y me siento feliz, como en el poema de Paterson: “Me retiro del trabajo, bebo una cerveza en el bar. Miro abajo al vaso, y me siento feliz”.
Vuelvo, una y otra vez, a las películas de Jarmusch, como una araña a su tela en busca de alimento: esa urdimbre hecha con un hilo sutil y muy fino que son sus argumentos. Semejantes, tal vez, a los sorprendentes cuentos del israelí Etgar Keret que nacen de algo muy cercano y conocido; a la claridad de algunos poemas del Tao Te King; a las largas historias de Knut Hamsun en las que no pasan muchas cosas y a los frescos olores de las imágenes del maravilloso director de cine vietnamita Anh Hung Tran. Una y otra vez, he buscado en las películas de Jarmusch –ahora lo sé– el sentido de las palabras de William Carlos Williams, el escritor al que siempre vuelve nuestro protagonista: “No hay ideas sino en las cosas”.
Diré algo más: Jarmusch nos seduce siempre con los mismos colores y estrategias, nos endulza los oídos y los ojos haciéndonos reír (y bien sabemos que hay mujeres que se casan solo por eso); pero nos hace el amor siempre de una manera diferente, por lo que quedamos atrapados en su telaraña, volviendo incansablemente, como moscas nuevas, a su universo… Es así como perdemos nuestro valioso tiempo. Por esta razón, no lo recomiendo.
* Angélica Rodríguez Vargas. Tiene un gato boxeador, llega oliendo a café a sus clases. Es, dicen, justa y cruel.