Fin

Imagen: Ernesto Falkenthal

Por fin, cuando vi la luz al final del túnel la seguí obediente, dócil, casi inconsciente. Y jamás me imaginé que fuera yo mismo el que, al final, o a principio del túnel, ya no lo sé, y creo que jamás lo haré, sostenía un faro diminuto con mi mano derecha para servirle de guía a los que no saben qué camino tomar en medio de la oscuridad total que es la vida a toda hora. Pero hubo algo que me sorprendió todavía más que el mismo final: durante el recorrido hacia mí, hacia la luz que no soy, a pesar de la oscuridad absoluta, empecé a vislumbrar todo lo que he escrito y todo lo que escribiré en forma de cuadros caseros colgados en las paredes, como si se trataran de diplomas vergonzantes o de certificaciones inexistentes de asistencia a eventos que jamás se llevaron a cabo. Como todo, los hubo enmarcados en madera, en metal, en plástico y hasta en plata y en oro; todos inmaculados en medio de los dos vidrios invisibles que los protegían de las bestias de la noche que somos los que nos leemos a sí mismos. Leí cosas que juraría no haber escrito pero, ya se sabe, no siempre lo que recordamos es lo que sucedió ni lo que imaginamos es lo que sucederá. Además, quién se tomaría el trabajo de escribir algo tan mal escrito para endosárselo a otro que, al parecer, no puede hacer más que leerlo en silencio. También leí títulos que hoy no usaría ni para mi peor enemigo, así como puntos y comas en lugares que hoy me resultan tenebrosos, y, cómo no haberlo notado, palabras que se convirtieron sin darme cuenta en una bandera de guerra o de paz a lo largo de toda una vida de literatura como herramienta, paz, poesía, arma, yo, leer, libro, poder, silencio, ruido o poeta. Y eso fue lo que más me gustó precisamente, haberme hallado, más que en los textos, en las pequeñas palabras que una y otra vez se asomaron en lo que dije, pero sobre todo en lo que no dije.

Lo bueno de este periplo improbable, salvando las proporciones de las tinieblas del más allá, es que mientras iba como vaca al matadero pude leer, y que al final, y al principio, es lo único que me importa. Aún más que romper las reglas, por ejemplo la de escribir más o menos de las palabras para cada articuento que me encarguen parir.

Sergio Marentes

Animal que lee lo que escribe. Cabecilla del colectivo poético Grupo Rostros Latinoamérica. Fue fundador de «Regálate un poema» y editor de la revista Literariedad. Colaborador de diferentes medios Hispanoamericanos con aforismos, poemas, articuentos, cronicuentos y relatos de diferentes tipos. Ha publicado el libro de relatos «Los espejos están adentro» y ocho libros de poemas que no ha leído nadie.

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