Por: Camilo Alzate
Y aparece ante mí, una y otra vez, la imagen de Ulises, con los ojos enrojecidos por la sal de las olas.
Yorgos Seferis
1
¡Feliz quien pudo hacer el viaje de Ulises! ¿Hay relato de travesías más perfecto que la Odisea? ¿Acaso se le igualan los viajes de Gulliver, las expediciones de Jack London o Melville, las crónicas de Indias o el deambular de Eneas o los infortunios de Dante en los infiernos? Quizá el cabalgar del Quijote alcance la majestuosidad de los cantos homéricos, pero La Odisea conserva esa ventaja arbitraria de ser primera, la que funda aventuras, la que inicia proezas. Bastante se sabe de su relación con la novela moderna que gravita alrededor de la figura individual del héroe. Bastante de su carácter mágico, de la estructura no lineal y fraccionada, de lo polifónico que es el personaje, Odiseo, quien toma la vocería y narra él mismo un trozo del relato. Qué viejas pueden ser las nuevas técnicas narrativas.
Ulises, Odiseo, el varón hijo de Laertes, diestro en la guerra y notable por su prudencia, hace nueve largos años ha dejado las costas de Ilión devastada, aquella Troya del caballo que él mismo ingenió para engañar a sus enemigos. Hace nueve años deambula por el temible océano sin oler las costas de su patria: un escollo lo arroja al siguiente y no pocos peligros envuelven esta deriva. La ayuda de los dioses pero en particular la furia de uno –el terrible hermano de Zeus, Poseidón– son decisivos para su travesía. Sin embargo, hay una habilidad que podrá liberarlo: su propia astucia.
Ahí están las fuerzas contrapuestas e inseparables de la historia: el poder individual del sujeto contra el ímpetu de las circunstancias, o para decirlo en otras palabras, la relación entre el héroe y su destino. Odiseo está detenido en el mar por factores sobre los que no puede incidir, o al menos así lo percibe el común de los mortales. ¿Es imposible modificar el curso de los acontecimientos? Con él los griegos entendieron que la fatalidad se debe burlar. En este punto y no en otro comienza la verdadera odisea.
La trama es sencilla, hasta previsible. El héroe queda varado por el designio de un dios vengativo, Poseidón, quien moviliza cíclopes y tempestades para evitar que aquel retorne a su pequeña isla. Odiseo sólo tiene dos ayudas con que sortear el océano: los favores de una diosa y su propia astucia. A partir de aquí el desvío es largo, abundante en tropiezos, vientos desatados, sirenas y tentaciones, brujas y monstruos, acantilados y naufragios. Sin embargo, el hombre logra sobreponerse. La épica del viaje puede leerse entonces como una gesta del dominio sobre los elementos y las circunstancias, aquello la convierte en una épica civilizatoria, de la razón que somete a la naturaleza.
Pero en un plano menos heroico y más cotidiano, resulta atractivo el impulso del Odiseo al sobreponerse, cuando no se resigna ante su destino admitiendo que si ha sufrido no tiene nada por perder. “Y si alguno de los dioses quisiera aniquilarme en el vinoso ponto” le confiesa a su amante la ninfa Calypso “lo sufriré con el ánimo que llena mi pecho y tan paciente es para los dolores, pues he padecido mucho en el mar como en la guerra, y venga este mal tras de los otros”.
Digamos que allí palpita un humanismo rudimentario, pues Odiseo encarna la convicción de que se puede y se debe embestir la voluntad suprema. Logra esquivar el mundo aprovechando la razón y la astucia cuando se halla desamparado por la catástrofe. Odiseo representa al hombre de carne y hueso. Imperfecto, mortal, al vaivén de las circunstancias, sí, pero también inteligente, inconforme y dispuesto a sucumbir desafiando los acontecimientos: habla poco y escucha mucho, se informa de lo que sucede, observa las variables y evalúa todas las situaciones. En ese sentido tendremos que equipararlo con el perfecto científico, pero también con el perfecto criminal, un ser calculador que medita y piensa para dar el golpe.
Su suerte solitaria entre las aguas es la de un ser desamparado por los dioses que debe bastarse a sí mismo, por eso anticipa la modernidad.
2
“Feliz, si, a su partida, sintió que, fuerte, recorría el bagaje de un amor todo su cuerpo, como las venas donde hierve la sangre” dijo de Odiseo el poeta griego Yorgos Seferis. “De un amor infinito, invencible como la música y eterno, porque nació con nosotros y que, al morir, no sabemos, ni nosotros ni nadie, si a su vez morirá. Ruego a dios que me deje decir en un instante de dicha lo que es este amor”.
Borges expone con brevedad en El oro de los tigres ciertos argumentos que nunca exceden dos páginas. Asegura –y no hay por qué creerle– que todas las historias no son más que cuatro historias. Una, la cólera temible del guerrero ante Troya devastada. La segunda, esa del hombre que muere en una cruz. Otra, el viaje de Odiseo que retorna hacia el amor y la tierra perdida. La última, aquella del errante caballero enloquecido, o enamorado, que es la misma cosa. Todo lo demás, asegura, no son sino repeticiones de esos relatos.
Entonces el retorno y la espera son también la historia de un amor imperfecto, maltrecho, encanecido por los años, que existe justamente porque no se consuma. Se consuman los romances de Odiseo con sus tentaciones por los mares, se consuman las delicias en el lecho de la ninfa, se consuma la pasión furiosa con una hechicera, pero no aquel amor ideal con la mujer que aguarda, que teje y desteje. Otros versos famosos, los de Constantin Kavafis, se inspiran en ello. No hay tal amor ideal. O si lo hay es porque la turbulencia y la separación han mantenido el ensueño, por eso, dice Kavafis, lo importante del viaje es el viaje mismo y no la playa que nos aguarda.
3
En Cuaderno de estudios, de Yorgos Seferis, está incluido un poema llamado “Sobre un verso extranjero”.
Seferis describe los naufragios de Odiseo, la muerte de sus compañeros que son devorados y dispersos uno tras otro por los elementos, la soledad del marino arrojado como grano minúsculo sobre la arena. Le pide al desventurado héroe que le enseñe, que le muestre cómo construir un caballo de madera para conquistar su propia Troya. Y se duele del tiempo irrevocable que devolvió un hombre anciano y cubierto de arrugas a su querida Ítaca.
Hubo un irlandés que quiso encontrar en las veinticuatro rapsodias de La Odisea las respectivas horas del día. A lo mejor la vida de cualquier hombre y cualquier mujer puedan resumir con tosquedad la de todos los hombres y mujeres, pero eso no pasa apenas de lugar común que nada nos dice.
Solitarios entre los elementos, sin dioses, sin costas donde desembarcar, nos cabe recordar con el último verso de Seferis la declaración vital de Odiseo que sublevado y enemistado con el destino acarrea la suerte de cualquier hombre, de cualquier mujer.
“Que me concedan –pide el poeta a las manos del héroe– un mar azul y tranquilo en el corazón de la tormenta”.
Fotografía de Rodrigo Grajales.