Héctor Alejandro Quintanar*
Fotografías: Santiago Arau
Como un siamés indisociable a su hermano; así me he sentido ante el sismo que azotó a la Ciudad de México en septiembre de 1985, en cuya víspera nací, muy cerca de la zona céntrica más afectada de dicha Metrópoli. Ese día “retembló en sus centros la tierra” al sonoro rugir de un extraño adversario natural: los 8.1 grados del sismo que a las 7:19 de la mañana resquebrajó el suelo y suscitó, cual inyección de efecto prolongado, un severo sacudimiento posterior en el alma de la Capital.
La fecha del 19 de septiembre de 1985 podría figurar como una fe de bautizo de la Sociedad Civil mexicana. No es que antes no existiera, pero como un X-Men que no descubre sus innatos poderes hasta vivir un episodio traumático, los mexicanos experimentamos un doloroso episodio antes de darnos cuenta que podíamos curarnos a nosotros mismos.
Durante casi todo el Siglo XX mexicano, el viejo régimen autoritario centralizaba el poder y regía todo aspecto de la vida pública mexicana, bajo la égida de un presidente omnipotente que al mismo tiempo fungía de Jefe de Estado, líder de partido (el Revolucionario Institucional, PRI) y Comandante de Fuerzas Armadas; sustentado en un Partido omnipresente que se confundía con el entramado institucional del país.
El dominio de la vida pública ejercido por el Partido de Estado –el PRI- era casi pleno y la oposición un débil y acosado ente. La democracia, por supuesto, era sólo un ideal que se hacía añicos cada elección simulada. Dentro del imaginario colectivo, el Señor Presidente, secundado de su maquinaria partidista invencible, se hacían cargo de todo: la economía, el desarrollo social, la educación pública, el mercado… y desde luego la política, que venía a ser una tarea compleja que los mexicanos debían dejar a los profesionales del poder.
La década de los ochenta trajo consigo la “liberalización”, que en el fondo no era más que una cesión de la actividad económica del Estado a preeminentes miembros de las élites y un desentendimiento del Poder de los asuntos colectivos. Justo en el centro de ese sexenio “de cambio”, el de Miguel de la Madrid, el temblor evidenció la brecha abierta entre sociedad y gobierno.
Ante el siniestro, la inmovilidad del Gobierno fue mayúscula. El Presidente y el Regente de la Ciudad de México, más que funcionarios con duras responsabilidades, parecían dos ornamentos inútiles de un árbol caído, mientras los mexicanos esperaban de ellos un actuar que resarciera los daños.
Por fortuna, esta vez los capitalinos no fueron pacientes. Las solidaridad intuitiva atizó y poco a poco fueron los ciudadanos los que empezaron a rescatarse a sí mismos, mediante tareas de búsqueda y rescate, mediante recolección de escombros, mediante donaciones múltiples y desinteresadas … en suma, ese sismo dio pábulo a que la sociedad se organizara.
Estertores ciudadanos de ese temblor hicieron grietas en el Partido Oficial, que en la Ciudad de México vio el epicentro de su debilitamiento y posterior defenestración del poder unos años después. El valor subyacente de esa Sociedad Civil fue doble: terminó de descubrir la negligencia oficialista y supo contrarrestar eso mediante la solidaridad.
Una cifra aproximada de diez mil muertos; daños materiales brutales y resquemores de miedo en los capitalinos fue el saldo doloroso. Pero la generosidad y valentía en la reacción terminaron paliando un poco la angustia inmediata. Y a la larga fortalecieron a una Sociedad Civil que notó que tenía su margen de independencia ante el dominio del PRI.
Luego de 32 años, en esas coincidencias que sirven de leña al dañino fuego del pensamiento esotérico, llegó el 19 de septiembre de 2017. Si los rayos no caen dos veces en el mismo lugar, resulta desconcertante que una misma fecha entrañe dos temblores en la misma Ciudad. Esa fecha quedará en la memoria como el día que confirma la falla geográfica del territorio mexicano, pero también la persistencia de su solidaridad espontánea.
Como estudiante de doctorado recién llegado a la República Checa, no fue fácil mirar de lejos el episodio trepidante que azotaba mi país. Para mi fortuna, mi primera noticia del temblor se dio cuando mis familiares me anunciaron vía celular estar a salvo. Me quitaron un peso de encima que aún no me echaba.
Empero, la información sobre el estado de la Ciudad fluía a cuentagotas, y lo que aparecía en internet debía filtrarse por la cauda de rumores y asertos no verificados que suelen enrarecer las redes todo el tiempo, más en alguna crisis. Mi tensa búsqueda de noticias al respecto, y mi ansiedad por saber salvos a mis conocidos a larga distancia, me hacían sentir como testigo de una pesadilla ajena que sin embargo también me angustiaba a mí, agravada por la condición de que mi propio y lejano despertar no acabaría con ella.
Pero cuando en México se abre la tierra, se une la gente. Las brigadas de rescate, apoyo y colecta de víveres se conformaron con una celeridad laudable, digna de aplauso. Apenas recuperados del susto y los fantasmas de tres décadas, bastaron treinta minutos para que el pasmo y el miedo cedieran el paso, una vez más, a la organización y el altruismo. Tanto los medios electrónicos como las redes sociodigitales daban cuenta de que no hubo un solo espacio en la Ciudad de México que adoleciera de manos tendidas. Una vez más, el pueblo se estaba rescatando a sí mismo. Miles de personas volcadas a Xochimilco, Tláhuac y Cuauhtémoc –zonas más afectadas de la urbe-, centros de acopio llenos a tope, solicitudes de que detuvieran el flujo de ayuda en ciertos puntos porque “ya era demasiada”, petición a la gente ávida de ayudar que esperara su turno, exceso de víveres y materiales de salvamento fueron signos que, con todo y las taras logísticas inevitables, limpiaban de polvo de escombros el rostro de la Capital y develaban su humanismo.
Diez millones de personas en la Ciudad de México en condiciones normales la hacen poco menos que inhabitable, pero esos veinte millones de brazos apoyándose entre sí la tornaron en un recinto admirable. Los capitalinos no sólo ofrecieron sus manos para levantar escombro, sino también sus hombros para que el prójimo se apoyase en ellos en busca de consuelo. La que primó en la Ciudad no fue la ayuda distante y fría que dispensa con hastío un burócrata de Salud Pública, sino la del tacto cálido de quien sabe que el dolor de uno debe ser dolor de todos.
El flujo de información empezó a ser menos caótico. Por lo que a mí respecta, resultó conmovedor mirar que la totalidad de personas con quienes mantengo contacto –fundamentalmente comunidad universitaria de la Universidad Nacional Autónoma de México- se volcó de forma incondicional a tareas de apoyo.
Aseguro con firmeza que todos hicieron mucho más de lo que podían (con ayuda física, material e inmaterial) tratando de colaborar para salvar vidas y reconstruir la Ciudad. Contrariamente a lo que postula el individualismo irresponsable del neoliberalismo, el ser humano no es egoísta en situaciones críticas. Salido de mi estupor inicial, desperté del sopor impotente de mi pesadilla a larga distancia y pasé a la ansiedad de hacer algo para apoyar. En mi ubicación no podía cargar escombros, ni donar materiales, ni víveres. Yo era como un futbolista lesionado en la banca, sin poder hacer nada, viendo a su equipo en la cancha jugarse el alma ante un rival temible pero vencible. Así me sentía a lo lejos, al mirar a la gente ayudando al prójimo.
Pero sabemos también que el ser humano se nutre de símbolos. Desde mi pequeñísima trinchera no me quedó más que difundir información útil y ofrecer alojamiento en mi casa mexicana (previo aseguramiento de que estaba bien). Sólo hasta unos días después, y con una celeridad digna del Siglo XXI y sus tecnologías, varios mexicanos radicados en este país participamos en un acto de acopio para enviarse a los damnificados, con resultados muy alentadores.
Mucho cambió treinta años después. El primer sismo puso de manifiesto la elitista distancia existente entre la sociedad y su negligente clase política. Hoy, acicateados por ese recuerdo y por la vigilancia cívica, los actores políticos sí se movieron (autoridades locales, estatales, federales, cuerpos de seguridad), aunque de nuevo fueron rebasados por la reacción ciudadana, lo cual habla de que aquella fe de bautizo expedida a la Sociedad Civil hoy puede tornarse por una valiosa carta de mayoría de edad.
Pero no todos los descubrimientos post-sísmicos fueron gratos: los derrumbes y colapsos en la Capital pusieron de relieve la corrupción inmobiliaria y las trapacerías de constructoras y autoridades, que por premura y ambición desdeñan las normas mínimas de seguridad en la construcción arriesgándonos a todos. El temblor volvió a revelar el rostro altruista de la ciudadanía y la contrahechura incorregible diversos sectores de la élite política.
Sin embargo, esta historia aún no concluye. El temblor de 1985 tuvo en la movilización ciudadana una réplica moral que debilitó al viejo régimen y por sus grietas entraron pinceladas de aires democráticos.
¿Qué legado social dejará este sismo de 2017? Es temprano para hacer augurios, pero por fortuna esa construcción moral de la ciudadanía demostró tener cimientos sólidos y, sus próximas edificaciones, por fortuna, no dependen ni de la élite ni de la naturaleza sino, una vez más, de nosotros mismos. Tal vez las grietas que nuestra nueva réplica ciudadana abran hagan sucumbir para siempre los lastres políticos que aún nos aquejan.
*Héctor Alejandro Quintanar nació en la Ciudad de México, el 18 de septiembre de 1985, a unas horas de que acaeciera un temblor que marcó la vida de la Capital mexicana. Es Licenciado en Ciencias de la Comunicación y Maestro en Estudios Políticos y Sociales por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México, donde funge de profesor titular desde 2010. Es autor del libro Las raíces del Movimiento Regeneración Nacional y diversos artículos especializados y periodísticos. Actualmente es doctorante en Estudios Latinoamericanos por la Universidad Hradec Králové en la República Checa.
Me gustó mucho tu artículo, muy objetivo.
Yo vivía en la colonia Roma, en 5º piso, tuve que salir de ahí, porque el primer sismo, del 85 también me tocó en la colonia Roma, en 7º piso, igual no quise volver a ese edificio, sin embargo regresé a la colonia muchos años después ¡quién se iba a imaginar otro terrible sismo en la misma fecha!
La solidaridad es de admirarse, cada quién dio lo que pudo, a mi unas vecinas me proporcionaron lo más básico, porque llegué a un departamento totalmente vacío. Lo único que pude hacer fue dar noticias del terremoto en mi blog, que leen en España y Sudamérica,, así como en México, claro.
Mi hijo sí fue a ayudar a los edificios derruidos (yo me quedé cuidando a mi nieto) y me comentó que les decían que ya no necesitaban ayuda, que fueran a otro lado. Increíble ¡exceso de solidaridad! qué actos más hermosos.
Gracias por tu artículo.
Abrazos de luz