Por: Juan Guillermo Ramírez
Presentada en el Festival de Cannes de 1984, Los santos inocentes, cuyo título no podía ser más explícito, le valió a sus dos protagonistas principales, Alfredo Landa, el padre, y Francisco Rabal, el tío, un doble premio de interpretación masculina. Tal vez esto fue uno de los tantos modos de señalar reconocimiento del cine español. La mirada de Mario Camus, su director, está impregnada de una verdadera ternura y evita caer en las trampas de la delicadeza amanerada, o en el sentimiento exagerado para llegar a la esencia del mundo. Los santos inocentes, que evoca lejanamente a Padre padrone de los hermanos Taviani, marcó también la revelación de un autor español ya no desconocido para nosotros.
Hablar sobre las relaciones que se establecen entre cine y literatura es un tema complejo y apasionante del que se ha escrito y hablado mucho desde múltiples y variadas perspectivas, sobre todo a raíz del último cine español que se está produciendo. Si bien el fenómeno no es actual, parece que asistimos a una proliferación en el uso de la literatura por el cine. La novela, principalmente, está sirviendo a una gran parte de este cine como “argumento”, como “una historia que contar”, aunque es preciso aclarar unos puntos para que la confusión se pueda evitar. El cine y la literatura emplean dos lenguajes diferentes, dos modos distintos de expresión artística, lo que supone la existencia de dos técnicas igualmente distintas. Lo peculiar del cine es la imagen en el texto, lo peculiar de la literatura es la palabra en el texto. Es cierto que el cine se ha inspirado en el relato escrito pero la novela también ha aprendido recursos cinematográficos. Las influencias son mutuas. Se produce una simbiosis fecunda, no solo entre el cine y la novela sino también entre todos los medios de expresión artística. Hay, pues, técnicas cinematográficas en la literatura y técnicas narrativas, poéticas y teatrales en el cine.
Inspirada de una novela homónima de Miguel Delibes, Los santos inocentes es el retrato fiel, en los años sesenta, de una familia de campesinos que pertenece a la más baja categoría social, empleada por un poderoso terrateniente. Esta crónica campesina se enmarca en una pobre familia compuesta fundamentalmente por tres niños y un tío, cuyo modo de vida no parece haber cambiado desde la lejana Edad Media. A nuestros ojos, se nos presenta un mundo inmutable, un castillo que simboliza la riqueza y el poderío de una tradición, los amos, las fiestas, los servidores-esclavos. Nadie infringe las reglas de juego. El tío inocente, ingenuo y natural, se refugia en su universo interior y pasa la mayor parte de su tiempo intentando elevar una lechuza que pronto se convertirá en su confidente.
La imagen primitiva, aquella que permanecerá siempre viva al paso de los días, es una foto tomada un día cualquiera, por un turista que visita los rincones de Extremadura, al sur de España. Todo el mundo está registrado en esa fotografía, posando frente al umbral de la puerta: Paco, el padre resignado y paciente; Regula, la madre siempre postergando su felicidad; los tres hijos cuya primogénita, espíritu débil, sin nombre y a quien se le ha llamado desde siempre como ‘la pequeña’; y el tío que sobrevive su inocente existencia, Azarías. Esta familia depende absolutamente, en cuerpo y sangre de sus patrones, los marqueses. Porque ha nacido pobre una familia y los otros han nacido poderosos, la dependencia se asume con obediencia y resignación como si fuera una ley el capricho de la voluntad divina.
Cuando Azarías pasa por azar una cuerda alrededor del cuello del marqués y comienza a tirar de ella hasta que la muerte se enrostra haciéndose presente, el público se solidariza de una manera cómplice con este contingente acto de justicia. Para que un personaje como el marqués Iván pueda en algo menos de dos horas atizar tanto odio sobre él, es necesario que el personaje que interpreta sea conducido por los límites del desprecio, que no se caricaturice él mismo –he aquí el acierto del guión, el majeo acertado en la dirección de actores-. Juan Diego encarna notablemente este hacendado que explota hasta hacer brotar la sangre a sus trabajadores de la granja, pero no porque intente ser malo, sino porque simplemente su naturaleza humana es así: su indiferencia a todo lo que lo rodea, atravesando siempre el camino en el campo sin ver a nadie, esforzándose por ignorar el mundo exterior, acrecentando su obstinación por rehusar la realidad. Ni siquiera intenta relacionarse con Paco, con quien asiste una mañana a cazar y el trato que le brindó no fue el de un ser humano. Lo trató como si fuera un perro, haciéndole husmear por el lodo, buscando huellas de algún animal, de alguna presa.
En algunas escenas toda la violencia simbólica, todo el desprecio del hombre, la injusticia cruel sobre la cual están fundadas las relaciones de la antigua sociedad monárquica, el derecho casi absoluto que tienen los señores sobre los esclavos, derecho ejercido sobre la vida y la muerte, están resumidos, sintetizados por la metáfora sin nombre, por la sola descripción fría y objetiva, por el ojo claro y seco de una cámara que registra siempre el mejor ángulo, el justo punto de vista. Los comentarios sobran, las evidencias se hacen palpables cuando esas relaciones jerarquizadas se muestran, pero no se insisten, no se señalan. Para que Los santos inocentes sea una gran película, falta sólo una participación más activa de los escenarios naturales, el frío del alba, la mirada hipnótica de una lechuza.
La estructura del montaje de la historia en capítulos, que equivalen a la de los miembros de la familia (similar a La mansión de Araucaima de Carlos Mayolo y su estructura con relación al relato gótico de tierra caliente de Álvaro Mutis), sin duda inspirada en la construcción de la novela, en esa singularidad subjetiva que le concierne específicamente a la película. Se presiente una violencia del proceso de filmación que corresponde a la dureza del tema. La imagen es muy cuidadosa, excesivamente equilibrada, como si no pudiera ser más que una reconstitución estética, como si no se volviera, por consiguiente, un hacer pictórico.
Pero es necesario darle al César lo que le corresponde: el director de fotografía, Hans Burmann ha realizado también en Los santos inocentes un plan magnífico con que sueña todo cinematografista influenciado por el maestro francés André Bazin, y Mario Camus lo es incuestionablemente. Me refiero a un verdadero fragmento de antología: el del comienzo del film, el del inicio del vuelo de un pájaro desde la cruz de un campanario hasta el hombro cansado de su dueño. Toda esta secuencia está filmada en una panorámica continua, sin cortes, sin nunca perder el recorrido de un ala en el aire.
Fundamentalmente hay algo de la realidad de la gracia, en el sentido religioso más fuerte del término que palpita en Los santos inocentes, en la mirada y sonrisa de Azarías, o tal vez en la actitud de ‘la pequeña’. Quizá por influencia de la novelas contemporáneas españolas o por la propia madurez del cine español, somos testigos de la encarnación de unos personajes que actúan como símbolos puros (recordemos el caso de Carmen de Carlos Saura) que pertenecen a un inventario completo de aspectos tendientes a una idea central. Pero no siempre se consigue esta impresión. El rostro de Terele Pávez en Los santos inocentes, símbolo puro de la amargura, y la magnífica interpretación de conjunto de todos los actores podría haber sido una simple anécdota costumbrista, sino hubiera mediado el oficio, la labor de Mario Camus. Este riesgo no ocurre en la maravillosa novela de Miguel Delibes.