Esta fotografía me la tomaron el pasado domingo en el Jardín Botánico de Berlín. Me disfracé de Juan el Bautista. Os voy a contar el episodio, como si fuera Juan el Evangelista, para dar testimonio, para que no se pierda mi predicación.
Éramos cinco personas y un animal: el guitarrista de la banda, el cantante de la banda (yo), el fotógrafo, el hijo del fotógrafo, la novia del fotógrafo y el perro de la novia del fotógrafo. Todos somos amigos. La banda se llama Cacto y queríamos hacer una serie de fotografías promocionales junto a unos cactus. En Berlín, en otoño, sólo hay cactus, que yo sepa, en los invernaderos del Botánico.
Entramos. Nos dirigimos hacia los cactus atravesando la zona de Europa, donde disfrutamos de las variedades del roble, de las sutiles diferencias entre unos y otros. También vimos los álamos, solemnes y humildes. Lo más bonito, sin embargo, eran los suelos: grandes superficies amarillas y crujientes, como corn flakes, o grandes prados rojizos, como el pelaje rojo del perro de la novia del fotógrafo, que se mimetizaba con los tonos de las hojas caídas, como un camaleón; trotaba sobre el oleaje, emergía y se sumergía como un delfín. Mirarlo era inevitable. No sé qué raza era pero su cara me recordó mucho a mi novia Lana, una novia que tuve: ella, como el perro, tenía el rostro triangular, los ojos muy lejos el uno del otro, como un pez martillo o un marciano, los dientes separados. Era guapísima, Lana. Y este perro rojo, su melancólica manera de mirarme, me recordaba a ella, o me hacía pensar en ella, en el modo en que me gustaría que ella me mirara siempre.
¡Idénticos! ¡Realmente el perro se parecía mucho a Lana! Yo no podía sacarla de mi mente teniendo ahí a su hermano gemelo canino. Ésa fue la razón (y no otra, como se ha escrito en varios lugares) por la que no salí favorecido en las fotografías. Salí con los ojos tristes, abatido. El guitarrista no. Él salió muy bien: miraba a cámara con seguridad y lucía su cabellera brillante, un peinado a medio camino entre Elvis y Chet Baker. Pero no intentábamos parecer músicos: como la última canción que grabamos se titula Santos, intentábamos parecer santos. Difícil misión para nosotros. El guitarrista se disfrazó del apóstol Santiago, del Santiago que pintó Rubens; yo, como mencioné arriba, del Bautista, de un Bautista propio que imagino.
Me llamo Juan, como todo el mundo sabe. Me pusieron Juan por el Bautista, y me gusta el Bautista. También me gusta mucho cantar y actuar como una estrella. Enseguida me meto en el papel, no puedo evitarlo. El fotógrafo lo sabe, pues me conoce desde hace muchos años, y estaba muy extrañado (y contrariado) por mi actitud melancólica aquella mañana en el Botánico. Creo que no relacionó mi tristeza con el perro, que no se percató del parecido entre el perro y la preciosa Lana, aunque era un parecido evidente para cualquiera que, como el fotógrafo, los conociera a ambos.
El caso es que yo no tenía ganas de cantar, tan nostálgico me sentía, tampoco de fingir que cantaba o de moverme o de mirar a la cámara con la entrega que exigían las fotos. Me quedé quieto, ensimismado, con el micro en la mano pero sin articular palabra. Miré a la cámara, pero internamente miré al perro rojo, allí presente, y hablé telepáticamente con él: le dije que se imaginara el espectáculo del Bautista bautizando: decenas de personas lo rodean, él está sucio y semidesnudo, captura agua entre sus manos y la libera solemnemente sobre las cabezas de los desconocidos, en silencio, erguido y humilde como un álamo, es un gran acto de amor, como el acto de amor de Lana mirándome con sus ojos de marciano a través de tus ojos, perro rojo, una ceremonia pobre la del Bautista, qué digo pobre, perro, paupérrima, miserable, pero hasta cierto punto capital, o al menos lo suficientemente insólita como para que los sacerdotes y los levitas viajen desde Jerusalén hasta Betania, muy mosqueados, para preguntarle al Bautista quién es él y por qué anda echando agua en las cabezas de los desconocidos, imagina, perro rojo, a un hombre solo que espera y ayuna a la orilla del río, entonces llegan otros hombres y él los bautiza en silencio, eso es todo, y luego dice algunas cosas muy sabias, trascendentales, y los dueños de las verdades espirituales de aquel tiempo van hasta él, los dueños de las verdades van hasta él, así era la comunicación entonces, perro, casi telepática, como la nuestra…
Y entonces, ya dentro del flujo comunicativo, llevé mi monólogo hasta el final: le dije al perro: marciano, pez martillo, ¿sabes que el Bautista dijo que su misión era menguar, hacerse pequeño, en la medida en que otro se hiciera grande?, qué grande el Bautista en su empequeñecimiento, ¿no te parece, perro?, ese otro del que hablaba era Jesús, yo no sé cómo hacían ellos para predicar, yo sólo puedo predicar con el silencio, como ahora, aunque también menguo ante ti, hermosa criatura roja, para mí eres, perro, el mismísimo amor observándome desde el otro lado del mundo, el amor rojo y cálido y sempiterno que me hace falta, ante esa visión sólo puedo predicar en silencio, como el mejor profeta, y mañana, como el Evangelista, escribiré sobre el Bautista, no es fácil para mí, perro, tú me conoces bien, sabes que yo soy un Juan formado por esos dos grandes Juanes, soy el que actúa y también el que escribe, cuando uno duerme el otro está despierto y despega, soy dos Juanes supersónicos, mi amado perro rojo, tú me conoces, cuando actúo soy, cuando escribo moldeo al que soy, pero en realidad soy uno, necesito que sepas y entiendas que soy uno, perro, sólo uno, créeme, perro rojo, no soy más que uno, un corazón único que ama, que te ama, perro, te ama, ámame, amén.
Y ahora viene la verdadera predicación que han estado esperando. Escuchen bien. Ahí va: siempre que un mortal toma la palabra con la idea de predicar, termina confesándose; siempre que un mortal toma la palabra con la idea de predicar, se interna en el interior de sí mismo, como un topo suicida que escarba rumbo a las profundidades.