Os quiero tristes

 

Buenos días. Estoy un poco contrariado porque todo lo que escribo, a mi entender, es tristísimo, pero a vosotros, mis lectores, os divierte.
Por ejemplo: hace dos semanas publiqué mi primer texto aquí, en Literariedad, un texto titulado Yo, predicador. Hablaba de un perro y de mi exnovia Lana, de cómo yo le confieso a Lana, a través del perro, que la extraño y la amo. Para mí es desgarrador, pero la gente lo encontró divertido.
Más evidencias: esta semana le pasé a mi compadre Gil la letra de una canción para que le pusiera música. Se titula La banda y también habla de mí y de Lana (aunque en la canción la llamé Tamara por una cuestión de sonoridad): yo me cubro los ojos con una banda cuando camino por el barrio para no ver a Tamara, pues si la viera me entrarían ganas de pedirle matrimonio. Es una letra muy bonita y muy triste, pero Gil llegó al día siguiente diciendo que, como la letra era muy divertida, había compuesto un son cubano.
Esto se va a acabar hoy mismo. Voy a lograr que os conmováis de verdad. Preparaos. Para empezar, mirad la fotografía, mirad mis ojos, su gran nostalgia. Sabed que la foto fue tomada por Lana en la casa donde vivimos juntos en México, D.F., una vecindad muy vieja que su familia conservaba en el Centro Histórico. Y ahora leed esta carta demoledora que le escribí en Berlín poco después de romper. Nunca se la envié. A ver quién se ríe con esto:

Lana,
por aquí todo muy bien o muy mal, según se mire. Ha pasado ya el verano, que es como una ráfaga de aire caliente, completa y fugaz, y viene el invierno. Vivimos, pues, el otoño: las calles están amarillas y crujen si uno las pisa. Las hojas secas tienen un aspecto suculento, y yo desearía ser niño para desear tener un gran bol y una gran cuchara y mucha leche y desayunar hojas secas crujientes. Extraño mucho México, caminar en huaraches por el Centro Histórico. Extraño, incluso, la ambigüedad del barrio, la tensión. Es injusto que te diga esto cuando ya no estamos allí ni estamos juntos. Siempre extraño algo que viví. Casi nunca es propiamente el lugar sino más bien un estado de ánimo que mantuve en ese lugar. ¡Cómo lo pasábamos en México! Todo era (o todo lo recuerdo) extraordinariamente ligero. La ligereza es algo que, en otoño, en Berlín, me cuesta imaginar, pero si logro imaginarla se presenta como el recuerdo de la brisa acariciadora que corría por los pasillos de la casa de tu familia. Aún pienso en estar sentados allí con una cerveza (tras otra) y hablar. Y luego ir a dormir juntos.
La música es lo más grande, gacela, muy superior a las otras artes. La música me recuerda que somos partículas diminutas, planetas que tienen su órbita y la recorren. Recuerdo escuchar a Miles Davis contigo en la casa. Estábamos tan borrachos que su música era como una escalera que ascendía hacia el crepúsculo más bello y más triste. Qué melancolía y qué redondez. Y tú y yo escuchábamos la música sin urgencia, como si también perteneciéramos a lo lento, y hablábamos con extraordinaria lucidez, o eso me parecía a mí, sobre Miles, su grandeza, incluso su raza, incluso su adicción, y sobre esa subida a las estrellas que provoca su trompeta. Qué noches. Cuánto amor en nuestra casa, la casa de los huérfanos.
Ahora mi realidad aquí en Berlín es un poco más seria. Quizás también un poco más aburrida. Mi día a día se parece a una piedra. Contigo se parecía a una pintura profunda en la que sobrara oxígeno. Digo una piedra porque es compacta y concentrada en un solo punto, para nada dispersa. Es raro porque estoy en Alemania y me gusta, pero el libro que escribo trata de México. Es un libro que se titula como tú te llamas, es decir, Alana Carnegie. Habla de ti, claro, o de una chica que se llama como tú y que se parece a ti. Habla de mí, que en el libro también me llamo como yo, Juan, y también de otra gente. Creo que te gustará cuando esté terminada. Habla del DF, del Centro, de una casa parecida a la de tu familia, de tu piel mulata y de cuando la voz de nuestro espíritu nos habla más alto que nuestra voz humana, cuando la voz de nuestro espíritu no espera a que muramos para hablar y se pelea con lo que somos aquí. Es extraña esa condición, ardua, en cierto sentido. En el libro siempre hablo yo, Juan. Al principio pensé en ser un narrador ventrílocuo que asumiera la voz del espíritu de Juan, del santo, e imitara su voz real, o que asumiera su voz real e imitara la voz del espíritu. Luego pensé que era demasiado desdoblamiento y que no se iba a entender nada. ¿Te imaginas a un espíritu imitando la voz de un vivo, como un humorista? Era una locura. Además me daba miedo porque he sentido el carácter profético de la literatura, y el narrador al final tenía que morirse para justificar la presencia del espíritu, y ese narrador era yo, y yo no quiero morirme. Ni ahora ni nunca (y si me muero quiero que tú me veas morirme).
Al final decidí ser yo el narrador omnisciente y narrar lo que fue tu vida hasta que nos conocimos, como si me la supiera entera, y tu relación con un hermanastro inventado al que he llamado Franz, y que será quien se muera (así la novela no se lleva a nadie real por delante). Luego yo, el narrador omnisciente, aparezco en el relato, me hago testigo directo, y ahí sí que empiezo a contar casi toda la verdad. La novela será como un zoom o un travelling, como una cámara que se acerca a ti. Yo soy esa cámara. Me gusta que la novela tenga similitudes con el cine.
Espero que estés bien en la playa.
Un abrazo. Te quiero y te extraño como loco, más que un loco.
Juan.

p.d. al texto, no a la carta (para que lloréis más de lo que ya debéis estar llorando):
La novela Alana Carnegie, descrita en la carta, no avanza. Es mi proyecto más importante y no avanza. ¿Por qué? Porque es un callejón sin salida: como escribo sobre Lana, no puedo olvidarla; como no la olvido, no puedo escribir sobre ella porque me duele.

J.S.T. Urruzola

2 comentarios sobre “Os quiero tristes

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